Impeachment es la palabra finísima que se ha usado para hablar del juicio político a la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. Palabra blanca y técnica del derecho sajón, en la que parece sonar el eco de la poesía publicitaria (algo de bebida refrescante efervescente), impeachment es el nombre poético de las modalidades administrativas que las minorías fuertes utilizan para inhabilitar, derrocar y cambiar gobiernos potencialmente adversos o antipáticos sin sacrificar el clima feliz de la vida de las democracias liberales. Por lo menos en esta zona del globo. El hondureño Manuel Zelaya había sido destituido y detenido en una forma técnica y constitucional de golpe de Estado. Lo mismo había sucedido con Fernando Lugo. Rafael Correa debió sobrevivir a varios terremotos de ese tipo. Algo similar ha ocurrido con Evo Morales. Ollanta Humala espera su turno. Parecen viejos los tiempos del clásico golpe de Estado, la teatralidad de la disolución de las cámaras, la suspensión de derechos y garantías, la gravedad prepotente de los discursos y los actos institucionales, etcétera. El poder soberano y su declaración de estados de excepción parecían exigir gastos y justificaciones ideológicas que estas modalidades técnicas o administrativas ahorran. Y el ahorro (eficacia, mínimos de inversión, máximos beneficios, aprovechamiento, etcétera), se sabe, es la lógica que nos explica a todos (incluso, y sobre todo, a los estetas y libertinos del despilfarro, del consumo y del gasto). Así se cierra el circuito práctico-económico perfecto del procedimiento democrático. Las cuestiones públicas se desplazan a meros problemas del funcionamiento de un aparato, o de la salud o la vida de un organismo. Nada de fuerzas armadas ni de presos políticos. Ninguna épica de la resistencia, ninguna doctrina recalcitrante ni fascista, ninguna psicología paranoica. Nada de significación ideológica, doctrinaria, conceptual o política. La era del impeachment no se instala en nombre de algún concepto o modo de ser político-social de la vida, y, por tanto, tampoco va contra ningún otro. Ni siquiera va contra estilos de gobierno o contra características de gobernantes. Es una operación de ingenieros, médicos, mecánicos o administrativos, no de políticos. Más allá o más acá de cualquier deuda ideológica, nos sitúa en el recinto laboratorial, blanco y sin sombras, del simple y elemental funcionamiento. Es un artefacto administrativo fiscal de corrección de anomalías que convierte inmediatamente a cualquier gobierno en el directorio de una empresa. Así, un mal gobierno es un gobierno que incurre en negligencias o ineptitudes de gerencia o gestión, es decir, el último pecado del protestante anglosajón. Se sospecha, se empuja a sospechar, se investigan fraudes y corrupciones, conductas oscuras o deshonestas, se interpela incesantemente a la función pública o ejecutiva, se grita desde el lugar del usuario o del consumidor indignado, en nombre de su derecho a saber y del axioma de la transparencia. Llegado el momento, se utilizan las alianzas atávicas en el Poder Judicial y los fiscales, sillas y cargos no elegibles y no tocables, concilio de sabios por encima del resorte mismo del procedimiento democrático -una discreta opacidad que garantiza la transparencia de todo el sistema-, hasta dar una estocada con fuerza y profundidad suficientes como para destituir a un gobierno.
Ahora bien, el gobierno K, a pesar de haber sido sucedido en el juego electoral, ha pasado por cientos de acusaciones y sospechas de anomalías (corrupción, enriquecimiento, persecución ideológica, homicidio), y por eso supuestamente su imagen se ha deteriorado ante la opinión pública hasta el punto de explicar su derrota en manos de un insustancial empresario millonario, con cara de better call Saul, que baila. ¿Qué diferencia hay, en el fondo, con los casos de Zelaya, Lugo o Dilma? ¿No es lo electoral la lógica misma de un continuo impeachment?, ¿y no es entonces el juicio político o la interpelación el momento grave, positivo y espectacular de un mecanismo que parece ya estar instalado por defecto, como un chasis invisible, en todos los aspectos de la vida institucional de la democracia? La democracia de medios ha terminado por hacer de toda la política una incesante, ilimitada y estúpida campaña electoral. Recordemos que en Uruguay hace no menos de diez años que se repite la rutina coreográfica de un gobierno aterrorizado con perder popularidad y votos, y una oposición que no se entiende a sí misma sino en la forma hiperrealista e infantil de su papel fiscal y controlador: comisiones investigadoras de esto y aquello, interpelaciones parlamentarias cada diez minutos, seguridad, educación, ANCAP, Pluna o la licenciatura de Raúl Sendic, la significativa pasividad de la izquierda ante los recursos de inconstitucionalidad (fallas técnicas) interpuestos a leyes “ideológicas” como el impuesto al latifundio o la regulación de los medios de comunicación.
Parece entonces que hemos dado con una racionalidad superior, tecnológica, prolija, a medida. El mecanismo democrático electoral parlamentario es el último peldaño de la escalera al saber absoluto. Entendida como objeto parcial, la democracia es algo que se tiene o no se tiene. Si no se la tiene hay que conseguirla ya, y si se la tiene entendemos que es insuficiente, y entonces no solamente hay que cuidarla, sino que también hay que mejorarla, perfeccionarla, favorecer su evolución y su funcionamiento, combatir técnicamente obstáculos o retrocesos, iluminar con la luz blanca de la tecnología y la pragmática las zonas oscuras, atrasadas y patológicas de los dogmas y las supersticiones -y también, ya que a esta altura no es muy clara la diferencia, de los idealismos y los sueños improcedentes, caros e inútiles de la vieja razón política-. Ese es nuestro trazo y nuestra escritura: las crisis (capitalistas) de la democracia liberal mediática son meros problemas que se solucionan con más democracia, más liberalismo, más medios. Llegamos al punto de consagración del capital que mencionaba Karl Marx: se desideologizan las relaciones de producción en la llamada “superestructura” (sujeto, política, universalidad) conforme se fetichiza la “infraestructura”, las relaciones técnicas y el propio orden económico de la producción (tecnología, economía, globalización). Y aunque entiendo que las fórmulas milenaristas ya no convocan a nadie, digo: la era del impeachment representa, en el nivel de las formas institucionales del gobierno, el fin manifiesto de la historia política. Vivimos en plena eternidad abstracta. La vida, la sobrevivencia, la economía, la salud, el empleo, la gestión, la eficacia, la libertad ya conquistada. Lo eterno del funcionamiento contra lo histórico del significado.