La campaña que inició la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay este año se conoció rápidamente como una campaña “por el derecho a estudiar”. La consigna #DerechoaEstudiar se difundió por las redes sociales y mediante las movilizaciones estudiantiles, y se ganó la simpatía de toda la sociedad. Se sumaron los apoyos del PIT-CNT y organizaciones sociales.

Los estudiantes supieron explicarnos cómo estaba vulnerado su derecho a estudiar: los altos precios de los materiales de estudio impiden a muchos alumnos comprar obras fundamentales. Acceder mediante fotocopias o por medio de la plataforma digital EVA de la Universidad de la República son prácticas habituales, pero a la vez riesgosas. Ningún estudiante puede utilizar estos medios sin cometer un delito penal.

Pero los estudiantes también tuvieron la inteligencia, la valentía y la organización suficientes para presentar propuestas, desde exigir más fondos para publicaciones universitarias hasta distribuir tablets a los estudiantes con mayores dificultades. Una de sus propuestas pasa por una reforma legal. No una reforma legal cualquiera, sino la modificación de una de las leyes vigentes más viejas y menos conocidas, pese a que incide en las prácticas diarias de todas las personas: la 9.739, de 1937, que actualmente se llama Ley de Derechos de Autor y Derechos Conexos.

Aun cuando la educación está consagrada en los pactos internacionales de derechos humanos suscritos por el país, no existe una “ley de derecho a estudiar”, “derecho al conocimiento” o “derecho a la cultura”. Si el legislador quiere favorecer estos derechos tiene que ir a modificar el derecho de autor. ¿Por qué? Porque la legislación en derecho de autor regula todas las acciones relacionadas con el uso de las obras que surgen del “dominio de la inteligencia” y se plasman en los medios de acceso que utilizamos cotidianamente.

El derecho de autor no se refiere sólo al autor propiamente dicho. Si bien sus primeros artículos lo tienen como protagonista, una larga serie que viene después regula las actividades de otros involucrados: traductores, productores, editoriales, herederos de los autores, el Estado, etcétera. En determinado momento, llega el turno de los derechos de los usuarios. Curiosamente, esto se lee en un apartado que se llama: “De la reproducción ilícita”.

En medio de un artículo (el 44) que establece todas las prohibiciones que pesan sobre las obras, y otro (el 46) que detalla las penas de prisión y multa por violar estas prohibiciones, hay una lista (artículo 45) que dice, por fin, lo que sí podemos hacer porque “no es ilícito”. Este listado constituye las limitaciones y excepciones al derecho de autor. Pero estas excepciones son pobres y están desactualizadas. La última vez que se modificó en profundidad la ley fue para subir descomunalmente las barreras de acceso a la cultura, en 2003, pero no se tocaron estas excepciones.

En 2013 se sumó una: la que permite a personas ciegas o con baja visión hacer reproducciones que les faciliten el acceso al texto escrito. Fue un triunfo no sólo para las asociaciones de no videntes, sino también para las bibliotecas, centros de estudio e instituciones culturales, que van a poder brindar servicios de acceso a textos para un público dejado de lado por la industria editorial, que siempre estuvo obstinadamente en contra de este tipo de excepción.

Ese mismo año, el Centro de Estudiantes de Derecho presentó un proyecto de ley para ampliar excepciones en favor de la educación. Esa es la llamada “ley por el derecho a estudiar”, que modernizará el derecho de autor para adecuarlo a las prácticas cotidianas reales de los estudiantes, a los medios tecnológicos actuales y a la agenda de derechos contemporánea. Se otorgan permisos fundamentales para el uso con fines educativos, el préstamo bibliotecario, la copia de preservación, la traducción en bibliotecas, la reedición de obras huérfanas (cuando no se puede dar con su autor) y la copia para uso personal, y se despenaliza la reproducción sin fines de lucro. Todas excepciones razonables, ampliamente adoptadas en el mundo, no restringidas por ningún tratado internacional y, por el contrario, alentadas por el mismo Convenio de Berna sobre derechos de autor.

El proyecto de ley salió de la Comisión de Educación del Senado con apoyo unánime de sus integrantes y alcanzó media sanción el 13 de abril. Fue aprobado en general por todos los partidos, aunque la oposición cuestiona algunos numerales en particular. De aprobarse en Diputados, esta ley no nos pondrá a la vanguardia en derechos de los usuarios, aunque tampoco dejará en desventaja a los autores ni a la industria editorial, como rápidamente salió a denunciar la Cámara Uruguaya del Libro. Apenas estaremos restableciendo un equilibrio que, sin quitar ningún derecho a los autores, ampara generosamente, en la misma ley que protege a estos, a los estudiantes, autores del futuro. ¡Que la ley de derechos de autor sea al mismo tiempo una ley de derecho a estudiar!

Mariana Fossatti, integrante de Creative Commons.