“Soy la antinostalgia. El pasado no existe para mí”, dice, casi al pasar, cuando recuerda su barrio. Entre sus distintos vaivenes, Denevi recibió varios premios Florencio, dirigió a la Comedia Nacional y escribió una pieza autobiográfica, Tardes enteras en el cine (2010). Después de haber protagonizado la película El ingeniero (2012), vuelve a la pantalla grande en una comedia, Las toninas van al este, que se estrena el 6 de agosto.
-No es raro que estrenes varias obras por año. ¿Cómo entras y salís de esos estados?
-Para ver una obra necesito una concentración fuerte. Me tengo que preparar antes, cuando llego a la obra no la veo light, tengo que preparar en mi cabeza el mundo que puse en escena y que voy a volver a ver. Entonces, me da trabajo ver las funciones. Quedo muy cansado sólo de estar sentado mirando. Tan cansado como los actores. Por eso, de ellos conozco la más mínima pausa, la respiración que cambió. Hay que pensar por qué esa pausa, qué está pensando el personaje en un silencio. Si no, es aburrido. Y yo me fijo en las acotaciones de muy pocos autores. En Fin de partida respeté las marcaciones de [Samuel] Beckett como nunca.
-Tu primera aproximación a Beckett fue con [Alberto] Restuccia en 1975, un año bravo para la desolación.
-A mí Beckett me había llegado a través de su fama, y por eso primero leí sus novelas, aunque sabía de Esperando a Godot. Cuando Restuccia me propuso hacer la obra, recién entonces leí Godot, y me gustó mucho. Pero -tal vez porque no lo vi con ojos de director- no me generó eso de “esto es mi teatro”. Sí un desafío bueno e interesante. Y aunque fue un éxito artístico, no la vio mucha gente. Pero se trató de un trabajo bárbaro. En su momento quedé muy sorprendido con la gente que iba, sobre todo artistas, que se sentían muy estimulados. O sea que, en las funciones, me sentí más motivado, además de que con Bebe [Cerminara], Restuccia y Pepe [Vázquez] no sólo era estimulante trabajar, sino simplemente estar. Después perdí a Beckett por años; vi tres versiones en Buenos Aires de Fin de partida y nunca me habían gustado.
-¿Cuando trabajabas en televisión?
-Sí, y aprovechaba para ver teatro. Creo que vi más teatro allá que acá, aunque acá vi muchísimo. Y me daba la impresión de que no me llegaba el texto. Cuando lo encontré en inglés -traducido por el mismo Beckett-, lo leí y descubrí que el texto era distinto a lo que había visto, tenía otras cosas. Incluso todo el humor -negro y a veces por grajeas-, que yo no había visto en las otras puestas en escena. Cuando lo empecé a leer de nuevo me pegó de una manera muy grande, y descubrí que era una obra fabulosa. Fue muy revelador, porque descubrí muchas cosas de las que antes no me había dado cuenta. Una de ellas es el tema de la relación histórica que tiene la obra con la posguerra, y también lo que hace con el lenguaje: hace un verdadero alarde de destrucción del lenguaje, y no de construcción. Por eso él dejó de escribir en inglés. Decía que era un idioma “demasiado cortés y elegante”. En Fin de partida hay cosas que me sorprendieron: el personaje del viejo cuenta un antiguo relato conocido, no lo inventó él. Está satirizando la literatura, porque fijate que emplea palabras y giros idiomáticos que pertenecen a la mala literatura, como “el pueblo quedaba a un día a caballo”, “el hidrómetro marcaba cero -dice en medio de un cuento trágico, en el que está muriendo un niño-, lo cual es fundamental porque yo ando muy mal del lumbago”. Lo suyo es una búsqueda sistemática del lenguaje literario diferente. De ahí que la obra se vuelva muy árida para el público en general. Las obras de Beckett han cambiado el lenguaje teatral, eso es evidente para cualquiera, pero además han cambiado a los escritores: todos, de alguna manera, estamos influidos por lo que ha escrito él, pero, por otro lado, muchas veces el público se siente desconcertado.
-Hablando de búsquedas, Tardes enteras en el cine te presenta como un pibe de barrio, hincha de Racing, que se formó en el cine. Incluso hay una referencia a Los 400 golpes de François Truffant, ya en el título.
-Sí, claro, incluso al final, que tiene la música de Los 400 golpes. Yo diría que ahí la influencia mayor tiene que ver con Arthur Miller. La obra está hecha desde un lenguaje del que copio directamente sus formas. Y, de nuevo, cuando escribió La muerte de un viajante fue algo extraordinariamente raro, porque nadie iba para atrás y para adelante como él, haciendo convivir las cosas. El tema es que Beckett está permanentemente presente entre nosotros, ¿entendés? El otro día leía una crítica del New York Times sobre una obra muy exitosa, y la autora decía que ella no podía escapar de la influencia de Beckett y del Ulises, de Joyce. Todos tienen una relación en el uso del lenguaje.
-Yendo a tus comienzos, ¿del cine fuiste decantando al teatro porque acá lo audiovisual era más bien inexistente?
-Sí, lo mío siempre fue el cine, pero luego, como no había industria -casi como ahora; quizá hoy sufriría como los pobres que se dedican al cine, que sufren y luchan para hacer una película-, entré al teatro de manera natural, amando al cine. En paralelo veía teatro, pero aparentemente mi lenguaje era el cine. Luego descubrí que en el teatro había cosas que tenían que ver conmigo, y poco a poco me fui enamorando mientras lo hacía. Yo no sé por qué lo hago, porque la mayor parte de las veces es un sufrimiento. Sufro mucho con la escena a la vez que gozo; es raro. Pero no podría hacer otra cosa. Me gusta una definición de [Laurence] Olivier, de cuando le preguntaron si él gozaba haciendo teatro. Me sentí muy identificado porque respondió: “Pregúntenle a un caballo de carrera si goza en la pista. Lo ponen y corre”. Esa definición engloba lo que pienso. Ahora voy a hacer de nuevo Viaje de un largo día hacia la noche [que realizó en 1998, con Júver Salcedo y Lilian Olhagaray].
-Tardes... surgió en un momento tuyo muy particular.
-No voy midiendo las cosas. Tenía que escribirla, salía de un proceso de droga y borracheras feroces, y tenía que testimoniar lo que me pasó durante ese tiempo. Me pareció que tenía que escribirlo como si fuera una carta a mí mismo. Como lo único que yo sé -relativamente- es escribir teatro, me puse a escribir teatro en vez de una carta, una novela o un cuento. Uno testimonia lo que le pasa y lo que va sintiendo. No es casual que ahora me guste Final de partida. Tiene que ver con otras reflexiones, de cuando uno se está haciendo bastante mayor, y va viendo que dentro de un tiempo ya no va a estar en el mundo. Entonces esas reflexiones, que siempre están, se van agudizando. Lo que plantea esta obra es ese sentido de la existencia.
-También pasa por cuestiones relacionadas con las drogas, las mujeres y la televisión, atravesadas por “Aullido”, de Allen Ginsberg.
-Sí, sí. Claro que en mi vida hubo mucho desorden, pero también mucho desorden creativo. Porque yo iba haciendo algunas cosas para ganarme la vida, y algunas otras no. Una cosa me llevaba a la otra, y todo eso fue un cóctel bastante interesante del cual no reniego para nada, hasta lo recomiendo. Los arrepentidos me revientan. Y en todo caso pasé muy bien. Pero, en un momento dado, tuve que escribirlo.
-Me enteré de que llegaste a vender azúcar en almacenes.
-Hice muchas cosas para sobrevivir. Vendía azúcar en los comercios cuando era casi un adolescente. Buscaba formas laterales de ganarme la vida mientras estudiaba teatro.
-Uno no te vincula con el camino de la dulzura.
-No, no... Además, pasa otra cosa, y es que soy el peor vendedor del mundo. Sobre todo de las cosas en las que no creo. Capaz que vendo bien el teatro en una nota o algo por el estilo.
-Seguramente por otros caminos.
-Sí, pero no soy pesimista. Ni creo que Beckett lo sea. Pienso que hay un error de apreciación en ese punto. No creo que en Fin de partida Beckett esté planteando que la vida no tiene sentido. Plantea otras cosas: a veces se toma muy al pie de la letra lo que los personajes dicen. Eso es un grave error, es algo que no se puede hacer. Es como si yo dijera que Shakespeare era muy celoso porque escribió Otelo; él escribió algo sobre el alma humana que tiene que ver con los celos. El hecho mismo de todo lo que escribió Beckett es una forma de querer comunicarse con el mundo. Si él hubiera sido tan nihilista, tan descreído de todo, simplemente se habría encerrado en su casa a chupar, como lo hacía, pero no habría escrito nada. ¿Para qué? Escribir es una forma de marcar una señal, una existencia y hasta una protesta. Cuando hace ese cuento en Fin de partida, sobre si gente de otro planeta viniera y dijera “ah, ahora me doy cuenta de por qué son como son”, no es una protesta contra la vida humana, sino contra el comportamiento de las personas. Es algo muy distinto a descreer. ¿Shakespeare era un tipo que dudaba todo el tiempo porque escribió Hamlet? No hay que ser piedeletrista, hay que ir más al fondo. En general, la gente tiende a una domesticación de la educación, del espectáculo, a tomar las cosas que dice un personaje como si fueran lo que piensa el autor.
-Hablando del espectáculo, ¿seguís creyendo en la censura para la televisión?
-La televisión ya tiene una censura: la del sistema. Esto implica que la televisión y todo lo que vemos esté dominado por Estados Unidos y por la visión del mundo que ellos quieren imponer. Por lo tanto, históricamente, en los últimos años el cine que vemos es el que Estados Unidos nos quiere vender. Antes acá lo competitivo era el cine argentino y, sobre todo, el mexicano. ¿Qué hicieron los estadounidenses? Lo que hacen con todos sus productos: bajaron los precios a tal nivel que fundieron a México y también, de rebote, a Argentina. Y se quedaron con toda esa industria. Hoy nosotros subvencionamos -por medio del cable- las películas clase B y los peores actores. Eso es 90% de la programación que se da. Por lo tanto, ya existe una censura establecida. Por eso no hay que tenerle miedo a la palabra censura, porque ya está impuesta. Y también han impuesto una manera de ver. En esa manera también está comprendido el teatro. Las cosas hay que verlas así, las narraciones tienen que ser así, el montaje -espantoso e histérico- que hace el cine estadounidense. La edición de sus películas es horrenda; hasta el desplazamiento de cámara lo impone Estados Unidos. Ergo, nos impone un ritmo, una estética, un color. Si eso no es censura, ¿qué es?
-¿Y formas de regulación? La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual sigue frenada.
-Esa ley es una aspirina para un cáncer. Pero bueno, es un principio que apoyé y sigo apoyando. Esto no se va a terminar. Porque cuando, poco a poco, vas domesticando el gusto del público, el público exige eso. Y finalmente lo tenés que hacer; finalmente entrás en la industria del éxito, y en su banalidad. Y terminamos viendo los Oscar como cornudos, diciendo “me parece que va a ganar Fulano”. Todos somos una manga de cornudos. No veo los Oscar pero estoy incluido. ¿Te das cuenta? La fiesta del Oscar, y hasta hay expectativa por eso. Es inconcebible. Eso es censura. Ahora hasta se ha banalizado la fiesta del teatro -los Tony son premios muy serios-, porque ves la entrega de los Tony y es un musical detrás de otro. Y después, cuando damos los premios nosotros, queremos imitar la ceremonia de los Tony con cuatro tipos bailando. Es espantoso. Entonces, sí, creo que hay que regular. Si es que prefieren esa palabra porque se sienten incómodos con “censura”, bueno. Pero es lo mismo. A la censura que tenemos hay que aplicarle otra censura. Esa sería la definición. La otra vez, en la revista del cable, conté 95% de películas estadounidenses. Hay un sistema de películas de pay per view, y la mayoría ni siquiera tiene distribución comercial; de tan malas que son, ni siquiera se exhibieron en algún cine de Estados Unidos. Eso es muy fácil de ver, no es un invento. Pero nosotros las vemos y pagamos por ellas. Los estamos subvencionando. ¿No se da cuenta la gente de esto?
-Leíste una proclama de protesta contra el presupuesto para el Fondo de Fortalecimiento de las Artes. ¿Cómo ves las políticas culturales del Frente Amplio?
-La cultura, para todos los partidos políticos, incluido el Frente Amplio, es un elemento decorativo. No es algo central. Es un elemento al que se le tiran unos pesos porque queda bien. Básicamente es eso. Si ves los presupuestos, te das cuenta de que la palabra “cultura” siempre está relegada a los recontraúltimos puestos. Pero esto de la Intendencia [de Montevideo] ya pasa todos los límites incluso de cortesía, porque de hecho ni nos atendían. Hasta en una de las entrevistas, cuando se le dijo a la directora de Cultura [Mariana Percovich] que se perdían muchos puestos de trabajo, ella dijo: “Por favor, esto no se trata de puestos de trabajo de una fábrica”. Pues sí, es eso. Creo que esto responde a todo un sistema político que ha sido tomado. No creo que ella realmente lo piense, sino que está integrada a una corriente que, bueno, es nefasta.
-¿Y frente a los Fondos Concursables, el Instituto Nacional de Artes Escénicas, los concursos, la Ley del Artista y el programa Esquinas, por ejemplo? ¿Creés que hubo avances?
-Hubo avances, pero ahora se han dado retrocesos evidentes. Si ponen menos plata, los avances no existen. Es claro, todo requiere dinero. No es sólo un tema de salario, sino también de infraestructura. El proyecto Esquinas sigue en marcha y en algunos lugares funciona bien. Pero no veo un interés real en la cultura. Creo que lo que quieren es ponerla como un florero en la casa. Decoran. La cultura es algo que decora. Cuando en realidad la cultura y el arte son lo único posible para transformar. No se puede hablar de educación sin hablar de arte. Si me decís que en las pruebas TISA Uruguay va a estar primero, te voy a responder que si no invertís en arte, en las pruebas TISA -que en realidad no son medida de nada- Uruguay va a estar último, mientras no se den otros elementos y siga dominando la industria del arte de Estados Unidos, como ahora. Hablo del arte que recibimos, ojo, porque hay arte estadounidense magnífico. Y hace poco vi nuevas películas independientes tremendas. Es como cuando trabajé en Argentina y me preguntaban por Buenos Aires. Yo les decía: “Mirá que hay muchos Buenos Aires”. Hay un Buenos Aires cultural que es fantástico, pero nosotros recibimos la morralla de ese arte. Mientras no se regule la televisión que vemos, el chico en la escuela va a aprender lo que le enseñan en literatura como obligatorio, y después va a llegar a la casa a ver Esperanza mía. Entonces, lo que hay que hacer es establecer, con fuerza, no que no se emitan esos programas, sino que se les den a otros oportunidades para pelear. No tenemos eso, ni laboralmente. A mí siempre me dicen: “Ah, pero los programas uruguayos no tienen rating”: es un argumento que utilizan los canales. Primero que nada, no es cierto, se ha demostrado a través de los años. Y segundo, yo me acuerdo de que, cuando hacíamos Plop!, un sketch de [Marcelo] Tinelli contaba con el mismo presupuesto que nosotros teníamos para todo el mes. Y aun así competíamos y les ganábamos a algunos programas argentinos. Me acuerdo de que Horacio Scheck, que era un visionario, un día puso a Plop! a competir con Susana Giménez. Yo le dije: “Estamos fritos, nos mata”. Y él me respondió: “Le ganás. Con paciencia le ganás”. Para mí era imposible pero fue exactamente así, empezamos a subir de a poquito, le empatamos y terminamos ganándole bien. ¿Qué quiere decir? Que se pudo lograr con un producto nacional de bajo presupuesto -aunque no como ahora, que a un programa le dan tres pesos-, pero que era digno, con actores que cobraban dignamente.
-En teatro, en general has trabajado de manera independiente, pero parece que el grupo con el que has tenido un vínculo más estable es El Galpón. ¿Es por alguna particularidad de esa institución?
-Son casualidades que se van dando. Tengo mucha afinidad con la gente de teatro. Y no soy nada ingenuo, pero siento a esa gente como hermanos, y sé que ellos también me ven así. Con mucha estima y cariño por estar en lo mismo, sin otro interés que lo que hacemos.
-¿Qué similitudes o diferencias encontrás entre la impronta de El Galpón y tus puestas?
-Son líneas de trabajo que se van dando con los años. Por ejemplo, en este momento me siento muy afín a la línea de trabajo que estoy haciendo -también como profesor- en la Escuela del Actor, con Leticia [Scottini], Ricardo [Beiro] y Álvaro Armand Ugón, que también da clases. Nosotros trabajamos de la manera ideal, el tiempo que queremos, en el lugar que establecemos, y estrenamos cuando lo vemos maduro. Eso nos va dando un clima de trabajo perfecto. Pero ahora también estoy trabajando Viaje de un largo día hacia la noche con Roberto Jones y Nidia Telles, gente con la que he estado toda la vida, y otros con los que ya trabajé, como Armand Ugón y Sebastián Serantes, y es como reencontrarse con la familia. El Galpón es muy grande, pero me sentí fantástico trabajando con ellos en Éxtasis, por ejemplo. También en el Circular, que es gente fenomenal.
-¿Cómo ves la gestión de otras salas, como la Adela Reta? Héctor Guido -directivo de El Galpón y ex director de Cultura- ha sido muy crítico.
-Sí, leí lo que dijo y es un punto de vista suyo. No es que no esté de acuerdo para nada, pero no estoy totalmente de acuerdo ni en desacuerdo. Es un tema en el que no me he dedicado a pensar, no tengo una opinión concreta. Tendría que pensarlo bien, esa es la verdad.
-En tus ya 150 obras se puede rastrear una clara preferencia por las comedias críticas.
-Ah, sí. Lo que pasa es que uno es muchas personas. Así como sé que con Fin de partida nuestro destino está marcado, en el sentido de que no vamos a tener un éxito de público porque es una obra para poca gente, a mí me gusta ver las salas llenas, y me gustan las comedias muy bien escritas, como las de Alan Ayckbourn o Neil Simon, que tienen una profundidad muy grande. Como ya sabés soy muy afín a Ayckbourn, por su visión del mundo, de la pareja, de las relaciones humanas. En los últimos tiempos me ha pasado que he leído obras buenas de Ayckbourn, y de pronto, de golpe, he sentido que no me satisfacen. Es uno que cambia, y que siente que se repite.
-A tus personajes se los puede identificar como miembros de una misma familia, sobre todo a partir de la imposibilidad de comunicarse y de que, no se sabe si por ingenuidad o por instinto, siguen intentando dar con el otro.
-Yo cambio todos los finales para mi gusto, y creo que ese es un derecho que tiene el director. Por ejemplo, Las conquistas de Norman no termina así, sino que, en pleno verano, hice nevar. Él quedaba solo por mitómano, por soñador -después de que todos hablaran del calor horrible que hacía-, e hice que nevara. Lo dejé triunfante. El final de Constelaciones, como Nick Payne no da ninguna indicación, podía hacerlo de cualquier manera. Una opción es la trágica; sin embargo, yo opté por la optimista, con ellos bailando. Y en Fin de partida, el personaje dice “viejo trapo, a ti te conservo”, y la única indicación que no respeté es la de que él se tapa la cara y se cubre. Queda sin salida. La cambié por una en la que él sigue tocando el pito, llamando. Intentándolo. Creo que existe una posibilidad de salida para esta desesperación en la que vivimos. Pero en lo que tiene que ver con Ayckbourn, cuando hice Miedos privados en lugares públicos no quedé conforme. Sentí que eso ya lo había hecho.
-¿O sea que ya no sigue tan en pie eso de que le sos más fiel a Ayckbourn que a tus mujeres?
-Y... con Ayckbourn ya pasé a la infidelidad.