Al comienzo del documental Requiem for the American Dream (réquiem para el sueño americano) se define a su protagonista, el lingüista Noam Chomsky, como el “intelectual más influyente hoy en día en Estados Unidos”, una aseveración un poco grandilocuente, pero posiblemente acertada, lo cual habla tanto de su prestigio de como de la escasísima importancia que tiene hoy en día el pensamiento intelectual en ese país, si se coteja el océano de diferencia que hay entre la prédica de Chomsky y las ideas de los estadounidenses promedio, incluyendo a los universitarios. En realidad, esto no es tan sorprendente si se tiene en cuenta lo virulenta que es su crítica hacia la política interior y exterior de Estados Unidos, así como su frontal oposición al capitalismo globalizado y al modus vivendi del ciudadano moderno en general.

Sin embargo, Chomsky es un evidente heredero de corrientes de pensamiento profundamente estadounidenses, seguidor de una tradición de espíritus libres e inclasificables que viene desde los días de Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson hasta John Rawls, pasando por toda una escuela de filosofía y activismo político, en eterna búsqueda de la independencia en relación con las corrientes europeas y continuadora, en cierta forma, del espíritu y la ética disidente de los pioneros puritanos que llegaron como colonos a América del Norte.

Además, uno de los motivos principales que han hecho célebre a Chomsky en su país no tiene que ver con su ideología política y su activismo, sino sobre todo con el brillante papel que ha desempeñado en el campo de la teoría lingüística, en el que, oponiéndose a la visión estructuralista europea que dominó esos estudios durante buena parte del siglo XX, logró con su teoría de la gramática generativa y universal que se produjera uno de los escasos momentos en que las humanidades estadounidenses abandonaron su posición subordinada en relación con sus equivalentes en el viejo continente, y pasaran a la vanguardia en el plano teórico, lo que llevó a Chomsky a debatir de igual a igual con los grandes popes europeos del posestructuralismo, y, de hecho, a dominar el campo de la lingüística durante muchos años. Es decir que, en algunos ámbitos especializados, Chomsky era considerado un orgullo nacional para Estados Unidos, pero ya a fines de los años 60 el público de ese país descubrió que el lingüista no sólo hablaba de su especialidad, sino que era dueño también de un discurso político ferozmente lúcido y combativo, que lo llevó rápidamente a convertirse en uno de los más conocidos opositores a la participación de su país en la Guerra de Vietnam.

Desde entonces, Chomsky se ha vuelto una referencia constantemente citada por las izquierdas de todo el mundo, y respetada por observadores de todas las tiendas. Una de las características que ha hecho tolerable su voz en Estados Unidos, a pesar de la radicalidad crítica que despliega, es su casi total independencia, aunque se trata claramente de un pensador de izquierda, ubicado en el territorio del pensamiento marxista y de sus diversos epígonos. Pero este intelectual, más cercano en algunos aspectos al anarco-sindicalismo sin pretensiones científicas, no ha tenido problemas para hablar en términos más inmediatos que milenaristas o excesivamente idealistas. En ocasiones ha sido un polemista terco, divisionista y poco dispuesto a compartir senderos con otros pensadores, como lo demuestra su tonta enemistad (unilateral) con el esloveno Slavoj Zizek, tal vez la única figura teórica de la izquierda contemporánea capaz de hacerle sombra. En otras ocasiones le ha errado como a las peras con sus pronósticos y sus evaluaciones, como sucedió en el caso de su penoso (aunque relativamente excusado por la desinformación) apoyo al monstruoso régimen de Pol Pot y su Khmer Rouge en Camboya, responsable de uno de los mayores genocidios del siglo XX. Pero lo cierto es que, con sus errores y caprichos, Chomsky ha sido un modelo de coherencia ideológica sin caer en la fosilización del fanatismo dogmático, y a los 87 años todavía tiene algo que decir sobre el mundo actual, como lo demuestra en este documental.

La tierra de la desigualdad

Requiem for the American Dream no es una película centrada en la vida y obra de Chomsky, en su evolución ideológica o en los numerosos asuntos que lo han desvelado como activista político, sino simplemente en el colapso de Estados Unidos como proyecto de una tierra de iguales oportunidades, lo que generalmente se entiende como “el sueño americano” mencionado en el título. Este documental es una summa del pensamiento actual de Chomsky sobre ese tema -que es, por extensión, una reflexión sobre el capitalismo monetarista y financiero en su conjunto-, explicado por él mismo en los términos más didácticos y sencillos posible. Se trata, por lo tanto, de una obra que puede considerarse tanto de sus realizadores como de él mismo, que articula sus opiniones de la forma más elocuente y clara de la que es capaz. En ese sentido, el resultado es especialmente destacable si se tiene en cuenta que su discurso trata, en esencia, de un tema económico como el de la distribución de la riqueza, y que si bien busca plantearlo en términos comprensibles para quienes no son especialistas, no por ello cae en simplificaciones que prescindan de aspectos complejos para el espectador medio. Para ello, los directores y el entrevistado dividieron el film (que dura apenas una hora y cuarto, un lapso relativamente corto para los criterios actuales pero suficiente para que lo expuesto quede claro) en diez segmentos, llamados “Principios de acumulación de la riqueza y el poder”, dos términos que Chomsky considera casi equivalentes.

Citando a pensadores no siempre frecuentes en el discurso de las izquierdas, como el poco comprendido filósofo escocés Adam Smith y el ex presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, Chomsky le habla en tono pausado a la cámara en un primerísimo primer plano, en lo que parece una larga entrevista pero en realidad es la combinación de cuatro, llevadas a cabo durante un largo período de cuatro años. Para amenizar lo visual, los directores intercalan -aunque sin contextualizar mucho- una buena cantidad de material documental histórico o contemporáneo, salpicado desde la edición con las imágenes del rostro inexpresivo del entrevistado (acompañado por una voz monocorde pero agradable), y así se conforma un estilo que recuerda bastante al usado por el cineasta Alex Gibney en sus numerosos documentales críticos al capitalismo.

El contenido del discurso de Chomsky es demasiado amplio para que su resumen no sea una grosera reducción, pero se puede anotar que, sin respetar siquiera los principios de los padres fundadores de Estados Unidos, a quienes adecuadamente describe como autores de una Constitución para los opulentos y no para la totalidad de la población, sostiene que el preciado “sueño americano” se sostuvo sobre algunos breves períodos de democratización y acceso parcial de las masas al poder (en especial los tiempos del New Deal impulsado por Roosevelt a partir de 1933, en busca de una recuperación tras la crisis de fines de los años 20; y también la década de los 60), interrumpidos por planificados movimientos que no sólo fueron restauradores de los privilegios de la clase adinerada, sino que además amplificaron, en cada ocasión, el poder real de esa clase, hasta culminar en el período de concentración ininterrumpida de riquezas que va desde el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) hasta nuestros días. Para el análisis en esa línea de los últimos años, Chomsky destaca en especial la crisis financiera de 2008 y la indignante impunidad, tanto penal como económica, de la que siguen gozando sus responsables.

Sin dudarlo mucho, al comienzo del documental el entrevistado define los tiempos en que vivimos, a pesar del actual cacareo continuo sobre la democracia y las libertades, como los más desiguales, y en el fondo los menos democráticos, de la historia de la humanidad. Y luego se dedica a defender sus tesis, con argumentos que algunos podrán discutir pero que siempre suenan convincentes, y muchas veces aterradores.