Un pequeño escándalo estremeció los quietos pastos de la penillanura a raíz de la inclusión, en las bases del Concurso Literario Juan Carlos Onetti, de un inciso que anuncia que los jurados “podrán conferir hasta dos menciones especiales por categoría. Una, a aquellas obras con abordajes destacables sobre igualdad y estereotipos de género, y otra, por tratamiento de temas de inclusión y diversidad sexual”.
Tan jugoso es el asunto que cuesta decidir por dónde empezar a abordarlo. Por un lado, es difícil interpretar qué es, exactamente, lo que los jurados pueden considerar digno de mención. ¿Qué son los “abordajes destacables” en materia de igualdad y estereotipos de género? ¿Los que dejen una moraleja? ¿Los que ilustren en forma expresiva y verosímil las injusticias del patriarcado, los preconceptos sociales, la discriminación de las mujeres, los homosexuales y los transgénero? Casi toda la literatura occidental, me temo, podría ilustrar la desigualdad entre hombres y mujeres y el penoso lugar que les ha tocado a las minorías sexuales a lo largo de la historia, así que supongo que no se trata de eso. Seguramente “abordajes destacables” sea un eufemismo para hablar de textos removedores y renovadores capaces de empoderar a los (y las) débiles y dar vuelta la tortilla simbólica, atacando en forma directa y sin melindres las bases de la heteronormatividad.
Más fácil es imaginar lo de la inclusión y la diversidad sexual, aunque me imagino que a los jurados se les hará cuesta arriba discernir si una obra califica mejor para la primera o para la segunda mención. Sea como sea, entiendo que se espera de las piezas dignas de mención que dejen en alto las banderas de la alteridad sexual y reordenen un poco el mapa de la representación en el prestigioso mundo de las letras.
No sé si hace falta aclarar que eso de ponerle nota al tema me parece ingenuo, forzado y de un oportunismo bastante ramplón. Los mejores personajes literarios suelen ser infames, y una habilidad que nos ha conferido la civilización es, precisamente, la de distinguir en ellos los peores rasgos sin confundirlos con un deber ser y sin que se dispare en nosotros, por el solo hecho de haberlos conocido, el deseo de reproducir sus bajezas. Aquiles es un malcriado que se pelea con Agamenón (por una minita) y decide abandonar la batalla, hasta que su adorado Patroclo tiene el mal tino de perecer a manos de Héctor. Para qué. Furioso, herido en lo más profundo, presa de la culpa por haber descuidado a su protegido y haberle permitido vestir su armadura, Aquiles vuelve a la batalla con el solo propósito de dar muerte a Héctor (tal vez el único personaje redondamente decente de La Ilíada, junto con su padre, Príamo), y lo consigue. No contento con esto, humilla a los troyanos negándoles el cadáver, al que somete a toda clase de vejaciones. Un amor de guerrero, Aquiles.
No es mucho mejor el adorable Julian Sorel, rechazado por su propia familia y orientado en cuerpo y alma a ingresar al gran mundo del clero o al aun más grandioso de las armas. No son moralmente edificantes Eugenio de Rastignac ni el tramposo Vautrin, pero tampoco son unas joyitas las hermanitas Goriot, decididas a darlo todo al hombre que pueda satisfacer sus menores caprichos.
La literatura no es el reino de las buenas intenciones y los compromisos morales, aunque sea pasible de ser leída a la luz de lo moral y lo político. Forzar la inclusión de ciertos temas es una guarangada que sólo puede ser recibida como el gesto algo impune de la burocracia y el poder. Sin embargo, de ahí a poder hablar de estalinismo, como ha venido ocurriendo en ámbitos de escritores, hay, me temo, un buen trecho. La vigilancia de la corrección política nació en los claustros de la academia estadounidense y llegó a estas costas de la mano de los organismos multilaterales. Fueron la Organización de las Naciones Unidas, la Organización de los Estados Americanos, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, entre otros, los que impusieron los temas de identidad, minorías, género y demás microépicas mediante la entrega directa de fondos o (más perversamente) mediante su condicionamiento a la inclusión de esa perspectiva. No fue la Checa: fue el liberalismo bienpensante de Estados Unidos, de la mano de la cooperación internacional, el que transformó la denuncia del patriarcado y la heteronormatividad en un formato fijo para conseguir la aprobación de proyectos.
Así las cosas, rechazar por autoritaria (por estalinista) la medida es tan superficial como haberla impuesto. Es renunciar, creo, a pensar en las relaciones verdaderas entre el poder local y el poder global. Es perder la ocasión de exponer el funcionamiento de esa máquina de celebrar lo singular concreto a costa de borronear las grandes líneas que dibujan la injusticia a todo nivel.
Por otro lado, a veces da la impresión de que a golpes de normativa aspiramos a escribir la nueva Cenicienta. El “Proyecto de ley integral para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia basada en género”, que el Poder Ejecutivo anunció en abril de este año, propone sustituir el artículo 36 del Código Penal, que dispone la exoneración de la pena en los delitos de homicidio y lesiones debidos a la “pasión provocada por el adulterio”, por un artículo que exonere de pena a la persona que los cometa por “el estado de intensa conmoción provocada por el sufrimiento crónico producto de violencia intrafamiliar”. Leído hoy, el argumento de la “pasión provocada por el adulterio” no parece muy sensato. Como la invocación al honor, la pasión ciega causada por los celos no es, hoy, aceptable socialmente para justificar un crimen. Sin embargo, su lugar lo toma, en la normativa propuesta, “el estado de intensa conmoción” causado por la violencia intrafamiliar. Si la norma consigue su propósito, la violencia intrafamiliar será erradicada y no demorará en llegar el día en que esa causal parezca también anacrónica para la exoneración de pena ante un crimen. Ojalá.
Y claro que eso también puede hacerse en la literatura. Pero hay que saber que lo que se fabrica mediante esa voluntariosa ingeniería burocrática es el cuento de hadas del mañana. Un estereotipo que no tendrá nada que ver con el arte, sino con las formas fijas de la representación. Un nuevo enemigo para las organizaciones civiles del futuro, y, espero, una cuestión de la que no se ocuparán escritores ni artistas, porque para eso ya existen la burocracia y el poder.