François Marie Martínez-Picabia, más conocido como Francis Picabia, nació en París el 22 de enero de 1879 y murió en su casa de la misma ciudad el 30 de noviembre de 1953. Aunque tuvo una larga vida, pasó por la historia como una ráfaga, y aún hoy es necesario volver a sus obras, a fin de valorar la importancia que tuvo en su momento y para las siguientes generaciones. Siempre estaba en lo “nuevo”, sin atarse a nada ni a nadie; ninguna vanguardia pudo contenerlo, pasó por todas y las dejó atrás con la velocidad de los coches que tanto apreciaba. Fue sobre todo pintor, pero también poeta y novelista, con una sola obra en este último terreno, que nos llega ahora en una nueva traducción.

Un minero de la mente

“No tengo más que una atmósfera, la mía”, señaló con acierto en una carta a Christine Boumeester en 1948. En el terreno de las artes visuales fue impresionista, fauvista, cubista, abstracto, dadaísta, surrealista, y hasta tuvo el valor de incursionar en la pintura realista cuando ya no estaba de moda, sólo para demostrar que allí también podía dejar su impronta. Tal vez lo más perdurable de su arte haya sido la frescura y el talento que expuso en el diseño de portadas de revistas, sus pinturas cubistas y, sobre todo, la enigmática belleza de sus “transparencias”, que demostraban un magistral uso del color. Mucho podría decirse de esos cuadros de imágenes superpuestas que comenzó a realizar en 1927. Para Alain Jouffroy, amigo de Picabia, en esas obras el artista “se abandonaba a una especie de guerra interior, burlándose de todos los prejuicios ideológicos”. Sin embargo, pienso que lo más extraordinario de estas obras es que, mientras por un lado logran plasmar el tiempo en la pintura, por otro -lo que es aun más importante- dejan en evidencia los estratos superpuestos de la psiquis. Algo así como abrir puerta tras puerta hacia el interior de la mente. Si el cubismo podía sugerir las distintas facetas de la realidad, hay que admitir que Picabia expuso sus profundidades.

Es por eso que, más allá de la absoluta independencia con respecto a corrientes y movimientos que lo caracterizó, no puedo dejar de pensar que el surrealismo, en sus aspectos fundamentales, le iba muy bien. De hecho, sus poemas son de corte surrealista. Aldo Pellegrini, en su extraordinaria Antología de la poesía surrealista (1961) tradujo no uno, sino siete poemas de Picabia. Sin embargo, con acierto no lo incluyó en la primera parte, titulada “Poetas militantes del grupo surrealista”, pero sí en la segunda: “Poetas de lenguaje surrealista”. Picabia fue un estimable poeta, lamentablemente poco difundido en español. A su pluma le debemos versos que se hicieron célebres, como “Dios vive en una caja fuerte / de la que los pobres nunca tendrán la llave”; y reflexiones del tipo de “El mundo se divide en dos categorías: los fracasados y los desconocidos”, o “La moral es la espina dorsal de los imbéciles”.

Esos jóvenes intelectuales

Junto a Tristan Tzara, Picabia fue uno de los promotores del dadaísmo -de cuyo surgimiento formal en Zúrich se cumple este año un siglo- e incluso editó revistas emblemáticas de ese movimiento de vanguardia, como 391 y Cannibale (fundadas en 1917 y 1920, respectivamente). Pero terminó apartándose del dadaísmo más ortodoxo porque obviamente limitaba su arte. Luego se unió a los surrealistas, pero no tardó en abandonarlos también, aunque aquí debieron pesar otras razones.

Hay que advertir que André Breton había nacido en 1896 y Picabia en 1878; difícilmente una personalidad tan orgullosa como la de este último fuera a aceptar de buen grado los dictados de alguien mucho más joven que él. Por otra parte, Picabia no quería ataduras políticas, y estaba lejos del comunismo, defendido al principio por los surrealistas. Le gustaban la buena vida, los autos y las mujeres. En 1924 un tío le dejó una fabulosa herencia; y fue ese mismo año que rompió con el surrealismo y adquirió propiedades, yates y muchos automóviles.

No era un nihilista, como algunos suponían, sino más bien un espíritu libre. Le gustaba citar a Friedrich Nietzsche y criticaba a los militares, al colonialismo, a los políticos y al clero. Detestaba que otros artistas (como Max Ernst y Pablo Picasso) le hicieran sombra, y se mofaba del Breton más filosófico e intelectual. En sus revistas se burlaba de todos aquellos que no le caían bien, fueran dadaístas o surrealistas; ni siquiera una leyenda como Arthur Rimbaud se salvó de sus diatribas. No tenía reparos en defenestrar las obras ajenas, y puede decirse que le faltaba humildad para acercarse a ellas y tratar de conocerlas. Siempre quedará la sensación de que, si no hubiese sido tan escéptico y un crítico tan recalcitrante, su sensibilidad e inteligencia podrían haberle abierto horizontes insospechados, pero obviamente no era eso lo que más le importaba. Nuestro apreciado pintor era bastante ególatra, aunque esto no debería sorprender en un artista de su talla. La creatividad, hay que decirlo, es poner el ego a trabajar, y en este sentido él era muy trabajador.

La novela

Su única novela conocida, escrita en 1924, es Caravansérail (un título en francés que, como su poco usado equivalente en español, “caravasar”, refiere a una especie de antigua posada para caravanas). Fue publicada por primera vez en Francia en 1974, y su primera versión en español, realizada por Laertes Ediciones, es de 1977 y hoy muy difícil de hallar. La edición que aquí se comenta, lanzada por Malpaso en 2015, cambió su título a Pandemonio y tiene una nueva traducción, de Paula Cifuentes, pero conserva -y es de agradecer que lo haga- el prólogo y las notas originales de Luc-Henri Mercié, a quien le debemos haber recuperado unos amarillentos folios que parecían condenados al olvido.

El argumento es bastante simple. El narrador en primera persona, a quien no tardamos en identificar con el propio Picabia, asiste (acompañado por una amante o una amiga) a encuentros de surrealistas, fiestas y fumaderos de opio por todo París. Así se encuentra con las figuras que animaron el arte y la bohemia de esa ciudad a comienzos del siglo XX. Por sus veloces páginas desfilan artistas plásticos como Marcel Duchamp, Max Ernst y Pablo Picasso, y escritores como Louis Aragon, Jean Cocteau, Robert Desnos, Paul Éluard y Benjamin Péret, entre muchos más. Por lo general aparecen con sus nombres verdaderos, pero a veces también lo hacen con otros ficticios, y por eso son muy útiles las notas de Mercié.

Hay también algunos personajes inventados, y entre ellos el principal es Claude Lareincay, alguien que, de un modo pesadillesco, se las ingenia para perseguir a Picabia por todas las reuniones a las que asiste, y una vez que lo localiza saca unos manuscritos de una carpeta y le lee en voz alta fragmentos de la patética novela que está escribiendo. Lareincay es importante por dos razones: es un elemento que le da cohesión a Pandemonio y sirve para marcar un contraste con la personalidad del propio Picabia. Mientras que el primero persigue el éxito literario, el autor-protagonista ironiza sobre los artistas y prefiere disfrutar de las mujeres, las fiestas, las drogas y los coches veloces.

Entre los muchos lugares que Picabia recorre, el más interesante, por lo menos para los que apreciamos el surrealismo, es el estudio de André Breton, donde Desnos y Péret, tras caer dormidos y ser interrogados por el anfitrión, comienzan a hablar sin las ataduras de la conciencia, dando esto por resultado una despiadada parodia de los surrealistas y sus prácticas.

Breton definió Pandemonio como “una novela muy irritante” y no le faltaba razón; para la posteridad, sin embargo, es un valioso documento sobre una época de entreguerras que marcó hasta nuestros días el desarrollo del arte y el pensamiento en Occidente.