En Uruguay los instrumentos de relevamiento que utilizamos para la investigación social, tanto cuantitativos como cualitativos, son insensibles -o ciegos- a la discapacidad. ¿Qué sucede si al golpear la puerta para realizar una encuesta oficial sobre el consumo de cannabis el informante calificado resulta ser una persona sorda? ¿O cuando al convocar a grupos focales sobre el ciberbullying o acoso por internet uno de los jóvenes tiene una discapacidad motora y la cámara Gessel no permite el acceso de una silla de ruedas? Sin ser hipócritas, debemos asumir que en 99,9% de esos casos el hogar o el individuo quedan sin voz o registro alguno. Y sabemos que sobre lo que no existe registro es difícil -por decir poco- intervenir.

Este no es un fenómeno propio de las ciencias sociales sino de la agenda pública toda: en la vida cotidiana de los uruguayos, salvo incidentes puntuales de enorme incapacidad gubernamental en la gestión del cambio o experiencias personales con seres queridos, las personas ciegas son invisibles, las sordas inaudibles, las personas con discapacidad incapaces de ser vistas, y así podemos seguir todo el día con juegos de palabras, que bordean lo insensible pero crudo.

En términos numéricos, la última encuesta nacional sobre discapacidad es de 2004. Esta encuesta señalaba que la población con discapacidad era de 7,6%, siendo la dificultad para caminar la que más afectaba a los uruguayos. Siete años más tarde, el Censo de población realizado por el Instituto Nacional de Estadística (INE) -con varios cuestionamientos metodológicos en torno a la medición de la temática- mostró un aumento significativo de la discapacidad. En Uruguay, más de 300.000 personas declararon tener dificultades permanentes para ver (aun si usaban anteojos o lentes), más de 110.000 manifestaron tener dificultades permanentes para oír (aunque usaran audífonos) y más de 200.000 dijeron tener alguna dificultad para caminar o subir escalones (INE, 2012). La cifra de discapacidad crece -según esta medición- a más de 15% de la población.

Pero la antigüedad y baja calidad de estos datos no son casuales para el tema central de esta nota: en Uruguay no existe una sola encuesta representativa que permita estudiar la prevalencia del uso de internet en personas con discapacidad. Ni las encuestas sobre discapacidad indagan sobre el uso de internet, ni las de internet -como la Encuesta de Usos de las Tecnologías de la Información y Comunicación- lo hacen sobre la prevalencia de discapacidades. No hay casi ninguna información cuantitativa en general sobre los comportamientos, percepciones, dificultades y necesidades de las personas con discapacidad; ¿por qué, entonces, es particularmente importante conocer si estos uruguayos utilizan internet, o cómo lo hacen? Es muy básico: las tecnologías digitales tienen un potencial tan alto en la mejora de la calidad de vida de las personas con discapacidad que su relevancia las hace tanto o más importantes para este grupo que para la población global del país.

Sin caer en determinismos tecnológicos, pero extendiendo un poco los límites infinitos de nuestra capacidad de asombro (Julio Ríos, sin fecha), el uso que les damos a las tecnologías digitales hoy nos ha transformado -literalmente- en cyborgs: los dispositivos tecnológicos personales -muchos de los cuales llevamos pegados a nosotros casi las 24 horas del día- nos permiten hacer cosas por encima de nuestras limitaciones biológicas y geográficas. En el caso de las personas con discapacidad esto se potencia aun más: lectores de pantalla que permiten “leer” a personas ciegas, transcripciones automáticas que habilitan a sordos a “escuchar” videos o mentes brillantes atrapadas en sus propios cuerpos que pueden comunicarse y contribuir enormemente a la humanidad gracias a la tecnología.

En particular, la web (que, sin ponernos muy nerds, es un concepto distinto al de internet) permite el intercambio de conocimiento -más que nunca clave en la sociedad informacional-, así como la posibilidad de acceder u obtener bienestar más allá de determinadas barreras geográficas y socioeconómicas de origen sobre las que la persona no tuvo injerencia alguna.

Sin embargo, al igual que como sucede con las encuestas, hay requerimientos básicos para el uso de la web que asumimos como universales y se encuentran lejos de serlo. Más allá de aspectos tradicionales en el estudio de las inequidades digitales -acceso al hardware, conectividad- y otras “barreras de segunda generación” en el estudio de las brechas digitales -usos, motivaciones y habilidades-, es marginal la preocupación en la comunidad académica, técnica y/o gubernamental por una última variable clave: la accesibilidad.

¿Qué implica este factor? Habilitar a que la persona pueda acceder a los contenidos de la web independientemente de limitaciones relacionadas con una discapacidad, edad avanzada, limitaciones del idioma o de tecnología (como puede ser una computadora antigua o un ancho de banda limitado). Es relevante resaltar que al día de hoy, la accesibilidad no es una dificultad tecnológica sino social y de diseño. Pensando entonces desde una perspectiva de derechos, ¿a cuántas personas estamos dejando fuera del mundo digital por un problema de diseño o capricho?

Sir Tim Berners-Lee, reconocido como el padre de la criatura esta de la web, desde el propio parto de su criatura, postulaba que “el poder de la web está en su universalidad. Un acceso para todo el mundo, independientemente de su discapacidad, es un aspecto esencial”.

Y universal significa pensar el diseño desde su base y para todos, no hacer adaptaciones ad hoc más adelante. Algunos usamos la web para trabajar desde una laptop, personas ciegas usan la computadora para trabajar en un call center usando un lector de pantalla, Stephen Hawking usa la computadora para transportarse, comunicarse y escribir sus libros.

Y este es el quid de la cuestión: la diversidad funcional se transforma en una discapacidad sólo cuando el contexto no es adecuado (adecuado, no adaptado). Cualquier limitación (característica personal o tecnológica) puede transformarse en una discapacidad si el contexto impone barreras.

Los expertos en accesibilidad de la web no hablan de adaptaciones especiales sino -al igual que en la arquitectura- de diseño universal. Allí se apunta al desarrollo de productos y entornos de fácil acceso para el mayor número de personas posible, sin la necesidad de adaptarlos o rediseñarlos de una forma especial: una suerte de mínimo denominador común. Crear adaptaciones es, a fin de cuentas, otra forma de segregación. Pero además, y no menos importante, definitivamente no es rentable.

Lo particularmente interesante de la web, en este sentido, es que resulta de una construcción colectiva. No sólo técnicos, programadores y diseñadores tienen su rol en temas de accesibilidad, sino que bloggers, *youtubers *y comunicadores, desde su sitio web o su página de Facebook, pueden jugar un rol clave.

También el Estado puede y deber ser un actor relevante en la temática. Desafortunadamente, más allá de iniciativas puntuales de la Agencia de Gobierno Electrónico y Sociedad de la Información y del Conocimiento, entre ellas la *Guía para diseño e implementación de portales estatales *(2009) y el curso “Diseño web accesible para todos”, y algunas normas ISO UNIT 1223:2015 y UNIT 1215:2014, cuya adscripción o cumplimiento en todos los casos es voluntario, no existe política nacional alguna en la temática. Tampoco existen leyes que regulen y monitoreen el cumplimiento de ciertas premisas básicas de diseño universal en el acceso a la web, aspecto central al menos en lo que refiere a sitios oficiales o de interés público (por ejemplo campañas de prevención, salud pública, ahorro energético, etcétera).

Sin una política pública clara, el conocimiento seguirá siendo el privilegio de unos pocos que tuvieron la suerte -porque en ello no hay nada de mérito- de nacer en cuerpos para los que la sociedad uruguaya -física y virtual- se encontraba diseñada al momento de su nacimiento.

Una versión previa de esta nota fue publicada en Razones y personas.