La imagen más frecuente del funcionario público en el Uruguay es el famoso “portero del Banco República”. Una caricatura que representa un empleado público con ingresos altos y cuya función dejó de ser necesaria desde que se inventaron las puertas automáticas.

“No hay que reponer más empleados públicos. Cuando se van, se van”, fueron las palabras de Edgardo Novick en una reciente entrevista con El Observador TV. En la misma semana, el ministro Astori señaló que el país enfrenta un “exceso” de funcionarios públicos, que debe ser “combatido y enfrentado” como forma de reducir el gasto. La empresa Deloitte lanzó una serie de “datos en tiempos de ajuste fiscal” que, entre otros, señala el aumento de funcionarios públicos durante los últimos 20 años. Lo cierto es que el debate sobre funcionarios públicos en Uruguay suele estar presente en momentos en que la Oficina Nacional de Servicio Civil actualiza las cifras o, como esta vez, cuando hay que ajustar las cuentas públicas. Esto encierra una concepción al menos preocupante respecto de la calidad del debate sobre cómo deben, o pueden, gestionar el aparato público y sus recursos humanos.

En primer lugar, no se trata de esconder lo obvio. Efectivamente, al Estado uruguayo le sobran funcionarios en varias áreas de gobierno. También le asiste razón a Astori cuando señala que este exceso se debe en gran medida a la acumulación histórica de funcionarios mediante métodos de ingreso clientelares, en particular durante buena parte del siglo XX, aunque todavía está muy presente, como práctica, en los gobiernos departamentales: por ejemplo, en el presupuesto de la Intendencia de Maldonado presentado por el intendente Enrique Antía este año se prevé: “A efectos de estimular la formación y capacitación, establécese que aquellas personas con actuación destacada en los cursos de capacitación de la Intendencia, podrán ingresar directamente, por resolución fundada del Intendente, como Contratado Zafral o Eventual (Art. 31). En las ofertas de empleo público se reservará un cupo de hasta un 30% para ser designado directamente por el Intendente, a efectos del cumplimiento de tareas en forma transitoria y en régimen de contrato por tiempo determinado (Art. 32)”. A ello se le suma una fuerte estabilidad laboral que dificulta acciones como despidos por bajo rendimiento o incluso como consecuencia de definiciones políticas respecto de la necesidad de una determinada repartición pública.

En segundo lugar, el incremento de funcionarios públicos es también consecuencia de la expansión de los servicios públicos: la educación (ANEP + Udelar) y la salud (MSP + ASSE) explican 67% de los ingresos al Estado entre 2004 y 2014. A ello se le pueden sumar otros servicios intensivos en mano de obra, como la Policía. Es decir, el aumento en la plantilla de funcionarios ha sido parte de la estrategia, más que una consecuencia indeseable. Por ejemplo, resulta difícil mejorar los niveles educativos sin reducir la cantidad de estudiantes por docente. Por supuesto, podemos debatir los resultados que estamos obteniendo, pero esa es, justamente, otra discusión.

¿Y si hacemos lo que sugiere Novick? Nobleza obliga, el líder de la Concertación señala que en todo caso sólo se debe reponer maestros (no queda claro si se refiere sólo a la educación primaria o también incluiría la educación secundaria y técnica) y policías. Uno podría preguntarse también por otras áreas, como el personal de salud o de atención a la infancia, entre otros importantes servicios públicos. ¿Si se van, se van? Quizás no sea necesario reponer al portero del Banco República el día que se jubile. Sin embargo, ¿tampoco deberíamos reponer al ingeniero que se ocupa de regular que la construcción de las rutas por parte de empresas privadas se haga conforme a lo previsto? ¿Qué tal los técnicos del servicio exterior que arman la propuesta técnica para negociar con la Unión Europea, o los informáticos detrás de los avances en la gestión online de trámites públicos? De igual forma podrían ponerse ejemplos de personal administrativo y de oficios.

La lógica de reducción de funcionarios del aparato público sin criterios claros tiene su historia en Uruguay. Durante el segundo período de Julio María Sanguinetti se impulsó un proceso de reforma estatal que tuvo entre sus componentes el retiro incentivado de funcionarios. Las consecuencias fueron malas para el Estado. El portero del Banco República se quedó, pero se fueron profesionales y otros funcionarios que tenían mejores oportunidades para vender su fuerza de trabajo en el sector privado. Quien tenía bien claro cuáles eran los requerimientos y “qué cosas se miran” en una licitación pública, tenía posibilidades de trabajo muy atractivas en empresas constructoras, estudios jurídicos o contables. A su vez, la prohibición del ingreso de funcionarios al Estado determinó que, en los hechos, comenzaran a florecer diferentes mecanismos de ingreso a la función pública bajo el derecho privado.

La idea de un Estado más pequeño es debatible, pero, en todo caso, defendible. Lo que no debería defenderse es un Estado sin capacidades en el que, por recortar algunos gastos, se hipoteque la implementación de políticas estratégicas. Eso no sólo sería un retroceso en cuanto a logros de bienestar social, sino que además favorece los riesgos de captura por parte del sector privado.

En ese marco, lo que resulta preocupante es la reducción de la discusión al número de funcionarios (y es todavía peor cuando se discute si deberían trabajar en la Semana de Turismo y otros feriados, como si esto fuera la reforma del Estado en su concepción más pura). La culpa no es del portero del Banco República, sino más bien de la ausencia de una discusión profunda respecto del Estado. Al Frente Amplio le ha costado encarar las discusiones sobre reforma del Estado y, en particular, de sus recursos humanos. Quizá porque allí esté una buena porción de su base electoral. La izquierda ha caído muchas veces en la trampa de discutir si “son muchos” o “son pocos”, con escasa reflexión sobre “¿para qué?”.

Desde ya no se trata de una discusión puramente teórica, sino atada también a posibilidades fiscales. Sin embargo, recortar en recursos humanos no es lo mismo que hacerlo en combustible, papel o masitas. No sólo por las obvias dificultades políticas de hacerlo, sino porque afecta de forma más profunda las capacidades del sector público, y, en última instancia, los proyectos políticos. Es posible, y eventualmente deseable, reducir el número de funcionarios en algunas áreas del sector público; pero sin criterios explícitos o sin una concepción clara de por qué lo hacemos, más allá de la reducción de costos, estaremos condenados a reproducir los fracasos del pasado.

Una versión previa de esta columna fue publicada en el blog Razones y personas.