José Nino Gavazzo tiene 76 años y cumple -en prisión domiciliaria- una condena que excede largamente su expectativa de vida, por su responsabilidad en numerosos actos de terrorismo de Estado. Mucho antes de que el Poder Judicial lo hallara culpable, su nombre había quedado asociado en forma indeleble, para varias generaciones de uruguayos, con los crímenes más graves de la dictadura de 1973-1984, debido a decenas de denuncias, y también con el proceso posterior de aprobación de la ley de caducidad (que el Parlamento aprobó, bajo presión, el mismo día en que Gavazzo estaba citado por primera vez a declarar debido a esas denuncias). Durante décadas estuvo claro que si alguna vez alguien iba a ir preso por aquellas atrocidades, tenía que ser por lo menos él.

Ese hombre ha mantenido hasta hoy, pese a su escandalosa notoriedad, un aura perturbadora y opaca. Su propio relato, que incluye un libro publicado en 2012, es a todas luces tergiversado e inverosímil. Y por más que se analicen las circunstancias históricas de su trayectoria delictiva, identificando a qué intereses les fue útil, persiste en torno a él y a sus motivaciones personales algo difícil de asir, que tienta a singularizarlo como un anormal y descartar que sea posible explicar sus actos. No era fácil escribir un libro acerca de este personaje, pero el periodista Leonardo Haberkorn logró hacerlo de modo ejemplar.

Los insumos fueron los que corresponden a una investigación seria, con abundante relevamiento de fuentes documentales (incluso el legajo de Gavazzo, que revela la reiterada aprobación de sus superiores, así como ciertos protocolos rituales de evaluación que resultan muy significativos) y numerosas entrevistas, entre ellas varias en el Hospital Militar con el propio Gavazzo, hasta que este decidió interrumpirlas. Pero lo que hace de Sin piedad un libro especialmente valioso como tal, más allá de su aporte sólido acerca de los hechos y de sus posibles causas (o de las responsabilidades criminales del coronel Ramón Trabal, a quien muchos aún consideran un “progresista”), son las decisiones narrativas de su autor.

La línea que reconstruye la historia de Gavazzo va intercalada con otras dos, que rescatan las vidas de los militantes tupamaros Roberto Gomensoro Josman y Eduardo Pérez Silveira (el gordo Marcos), a quienes todo indica que asesinó. Tal recurso, y la escasez de referencias a grandes acontecimientos políticos del período que abarca el libro, podría conducir a una visión muy parcial de lo que sucedió en aquellos años, pero eso no sucede porque Haberkorn evita explicitar conclusiones políticas o morales. Tras cada testimonio contra Gavazzo, deja constancia de que según este sus acusadores mienten, y nos recuerda la lista creciente de los presuntos difamadores, pero no emite un veredicto. Expone datos, sugiere hipótesis, asume incertidumbres y así gana, página tras página, credibilidad. En ese marco, las historias paralelas, lejos de respaldar fábulas sobre dos demonios o dos bandos de respetables combatientes, sitúan en coordenadas humanas el significado de la violencia política.

Es posible incluso que algunos, por derecha, consideren que este libro muestra demasiada simpatía hacia Gomensoro y Pérez. Pienso que tal objeción no es pertinente, ya que Haberkorn ha sido, en obras anteriores, un crítico severo de la “historia oficial” tupamara, y aquí no se desdice de sus opiniones anteriores ni las oculta. Lo que ocurre es que hay una enorme diferencia cualitativa entre el prontuario de Gavazzo -del que seguramente aún desconocemos mucho de lo peor- y cualquier cosa que se les pueda reprochar a sus víctimas. Ocurre que a los padecimientos de estas se les han sumado, post mortem, increíbles errores y omisiones judiciales, que multiplican la deuda en términos de verdad y justicia. Y ocurre, también, que investigar no implica perder de vista las diferencias entre víctimas y victimarios.

Sin piedad está muy bien escrito aunque no pueda ser, por lo que narra, “disfrutable”. Nos muestra un abismo y nos ayuda a entenderlo.