Eran unas 100 mujeres que ocupaban 21 de los escalones del Palacio Legislativo. Tacos, motas teñidas, aros enormes, brillantina, piel morena. Se agruparon y sonrieron ante los clics repetidos del fotógrafo. Se las veía desde lejos y estaban ahí para, justamente, visibilizar los problemas de las mujeres afro en Uruguay; la foto, ampliada a gigantografía, se presentará el 25 de julio, el Día de la Mujer Afrolatina, Afrocaribeña y de la Diáspora, en el anexo del Parlamento. Es una más de las actividades -talleres, debates, charlas- del Mes de la Afrodescendencia, elegido por el Ministerio de Desarrollo Social.
La convocatoria era para “mujeres que se autoperciben afrodescendientes”, pero la mayoría de las que estaban ayer prefería decir “mujeres afro” o, simplemente, “negras”. “Nunca se hizo una convocatoria para saber si a nosotros nos abarcaba, si estábamos de acuerdo con el término afrodescendiente”, dice Lilián, portadora de unos zapatos brillantes y una calza gris metálico que le hicieron ganar bocinazos y gritos en su camino al encuentro. Cuando se acuerda, el glamour da paso al enojo: “Para la gente, las negras siempre somos putas”.
“Falta mucho aún para equiparar la desventaja social que sufre la población afro en Uruguay, y entre esa población, las mujeres son doblemente discriminadas. Es lo que se llama interseccionalidad. Hay más porcentaje de gente afro bajo la línea de pobreza, y dificultad para seguir los estudios. Nuestras mujeres negras son mayormente empleadas domésticas. Les cuesta acceder al empleo, y cuando lo logran, tienen subempleo”, dice, vestida de un blanco muy blanco, Susana Andrade, diputada suplente por el Frente Amplio y referente del colectivo umbandista Atabaque. Los datos del Instituto Nacional de Estadística lo confirman: 14% de las mujeres afro no tienen trabajo, contra 6,6% del resto. Una de cada cinco trabaja en el sector doméstico.
Una de ellas es Beatriz, de 43 años. Conserva anécdotas dolorosas de su infancia y adolescencia, como que le hayan gritado que su ropa iba caminando sola una noche en que estaba vestida de blanco, pero también relata problemas de hoy, con sus patrones: “Soy empleada doméstica, y en el trabajo no quieren que avance. Me dicen que para qué voy a seguir estudiando si ya estoy grande. Estoy haciendo sexto de liceo, Medicina, y sé que tengo que tener días libres para estudiar en el liceo, pero no me los dan aunque haya leyes”. Una compañera, que escuchaba de reojo, se acerca y le pasa el contacto con la Liga de Amas de Casa.
Mónica, que no dice su edad, dice que sufrió nueve años de persecución laboral por el tono de su piel. “Tuve que irme, porque me iban a echar por algo que no había hecho. Decían que le había pegado a un niño. Tenía una carta con 500 firmas y no pude seguir porque me daba mucho dolor”, recuerda.
Lilián también relata una vida laboral complicada. Está en proceso de exigir que se aplique la Ley Nº 19.122 -que obliga a los organismos del Estado a tener al menos 8% de personas afrodescendientes en su plantilla- a raíz de la interrupción de un contrato por sanciones que atribuye a la discriminación: “No me dejaban hacer los cursos, pero si llegaba cinco minutos tarde me caían a rajatabla con la regla del empleado público”. Con autocrítica, agrega que no hay unión entre los colectivos negros, que “son como islas”, y critica los encares de algunas organizaciones. “Se centran sólo en Barrio Sur y Palermo; parece que los negros son sólo candombe y que las negras somos bailarinas o empleadas domésticas”. También tiene un muestrario de malos momentos, en particular por haber tenido un hijo de piel mucho más clara con su ex marido banco. “Me veían con la panza negra y decían ‘pah, ¿qué irá a salir de ahí?’,. Una vez lo fui a buscar al colegio y una monja me dijo que sólo lo podía ir a buscar la madre”.
Delfina, de 27 años, cuenta un problema triple: la discriminan por ser negra, pobre y trans. Recorrió tiendas de ropa y supermercados para buscar trabajo, y recibió miradas de reprobación o “caretaje” en la entrevista, pero ninguna llamada. Lourdes (otra que se guarda la edad) tiene un trabajo por convenio con el INAU, pero reconoce haber salido adelante con esfuerzo. Dice que también percibe que algunos padres negros crearon una imagen negativa y prejuiciosa, de desconfianza hacia las personas blancas.
Viejas y jóvenes, de piel más oscura e incluso bastante clara pero con conciencia de ser afrodescendientes, piden selfies con la diputada Andrade. La tratan como a una referente social y como a una diva. Al final sale otra foto general con los que van quedando en la explanada. “¡Vos vení igual, periodista!”, invitan. No saben que el periodista tuvo una abuela materna tan negra como ellas.