¿Cómo fue tu primer contacto con el blues?

-Fue desde muy temprana edad, por 1974. Yo estaba viviendo en Buenos Aires, me había ido con mi familia, y mi hermano mayor apareció con una tonelada de vinilos. Escuché Cosmo's Factory [1970], de Creedence, y me voló la cabeza. Dije: “Ese sonido de guitarra es el que me gusta”. Como le pasó a mucha gente, el rock & roll blanco fue el canal por el que me metí en la música. Después profundicé y me di cuenta, por ejemplo, de que en los discos de The Rolling Stones aparecían los nombres de Chuck Berry y Muddy Waters, y daba la casualidad de que sus temas eran los que más me interesaban, por el sonido. Un buen día me puse a investigar quiénes eran. Fue un proceso escalonado. Cuando escuché a Muddy Waters, se acabó todo. Allá empecé a leer la revista Pelo, que era de lo poco que había para informarse sobre discos. En ese entonces, para mí el blues era uno solo, y lo poco que había oído nombrar era de la música argentina, como Pappo, pero nunca me atrapó. Por el 80, con 17 años, arranqué a tocar en algunas bandas y a participar en festivales.

¿Había cultura blusera en Buenos Aires?

-Había, pero muy poca. Nos encontrábamos con amigos en el Parque Rivadavia, donde cambiábamos discos y casetes, hasta que venía el Ejército y nos retiraba, porque estábamos en dictadura. Ahí conocí a Adrián Flores, uno de los más fanáticos del blues de Sudamérica, que también es productor y programador de radio, una enciclopedia. El tipo tenía una banda que se llamaba Gris. Se le había ido uno de los guitarristas, entonces, me convocó.

¿Cómo ves la escasa tradición uruguaya del género? Días de Blues, por ejemplo.

-Una vez le dije a [el baterista uruguayo] Gonzalo Farrugia: “Acá todo el mundo te conoce por Psiglo, pero me da un poco de vergüenza decirte que nunca me senté a escuchar y analizar a esa banda; yo vivía en Buenos Aires, y tenía los dos discos de Crucis [grupo de rock “progresivo” argentino al que se integró Farrugia después de que se desbandó Psiglo]”. Lo mismo me pasó con el blues: no llegué a curtir Días de Blues. Cuando regresé definitivamente a Montevideo, por 1994 -porque necesitaba un lugar mucho más tranquilo para vivir-, vi que cabía la posibilidad de aprovechar un mercado que estaba virgen en el terreno del blues purista; no había mucho conocimiento. En esa época, Adrián Flores me invitaba a un club que él había abierto en Buenos Aires, Blues Special Club, en el que traía todos los meses a un artista estadounidense, que para abaratar los costos se presentaba acompañado por músicos argentinos, estudiosos y puristas. Ese fue el origen de este formato de show. Cuando Adrián abrió el club, viajé, y estaba John Primer, el último guitarrista que acompañó a Muddy Waters. Yo estaba entusiasmadísimo, porque no pude ver a Waters por una cuestión generacional. Además, el tipo había tocado 12 años con Magic Slim.

¿Reivindicar el purismo del blues no es una forma de quedarse en el tiempo?

-Es que a veces ir hacia atrás es ir hacia adelante, porque todo es un ciclo. A mí me pasa, cuando estoy solo, que escucho muchísima música: desde clásica hasta reggae, pero cuando llega la hora de tocar o de dar clases, es algo que ni siquiera pienso, me surge el blues. Me intriga hasta el día de hoy, a pesar de ser una persona madura, qué es lo que me tira hacia el blues. Puedo escuchar esto y aquello, pero cuando ya pasaron tres horas y voy a parar, siempre termino en el blues. El otro día puse a Luther Allison, que hacía mucho que no escuchaba, y fue como volver a casa.

El blues es auténtico, está despegado del mercado; eso es lo que le da valor. ¿Cuántos artistas negros de blues excelentes han quedado en el olvido sin haber grabado ni un solo disco? ¿Sabés cuál fue el primer instrumento que hubo en el blues? Fue uno de percusión: el pico. Con eso marcaban el tempo [mientras trabajaban], y sobre él cantaban todo lo que sentían. No podían tener instrumentos “verdaderos”, porque los castigaban: terminaban colgados de los árboles. La historia de los negros en Estados Unidos fue muy tétrica; no sólo la bola pesada en la pierna y el látigo.

De eso trata la mítica canción “Strange Fruit” [Abel Meeropol, 1937] que hizo famosa Billie Holiday: “Los arboles sureños dan un fruto extraño, / sangre en las hojas y sangre en la raíz. / Cuerpos negros balanceándose en la brisa del sur / Fruto extraño que cuelga de los álamos”... Es tremenda.

-Es verdad, los frutos colgando de los árboles. La leí, me impresiona mucho.

Ahora sucede que cualquiera agarra una guitarra, toca una escala pentatónica, pone cara triste y piensa que está tocando blues.

-Exactamente. Pero la gente no es estúpida; se puede pasar un tiempo vendiendo gato por liebre, pero al final se nota. No solamente en el estilo, sino también en la actitud y en el repertorio de temas que elegís. Yo no me quedo en cinco canciones de Muddy Waters y de Howlin’ Wolf. ¿Y lo tuyo? Cantar en español es fundamental, pero todavía no está muy bien explotado. Memphis la Blusera cantaba en castellano y me gustaba mucho al principio, pero después se desvió mucho. Yo llegué a hablar con los tipos de ese punto, y, bueno... No hace falta una explicación... Yo entiendo, pero prefiero quedarme donde estoy; prefiero pasar hambre. He pasado hambre, y no me da vergüenza decirlo. Vivo en una sala de ensayo y no me importa, porque estoy en lo mío, en la iglesia, y me siento cómodo, tengo contacto con la gente e intercambio ideas.

El disco que grabaste con Los Puentes del Blues, Un largo camino [2005, edición independiente], es de estilo rural.

-Sí, lo grabé con Pato Acevedo en armónica, en un estilo que recién estaba aprendiendo: Piedmont [toma su nombre de una región al sureste de Estados Unidos]. Es más picado, se toca con guitarra acústica y armónica. Me llevó como un año y medio profundo de estudio para poder decir que no me daba vergüenza tocarlo. Porque es un estilo muy complicado, con otras técnicas: hay que dejar la púa y usar los dedos, y tenés más dinámica en la mano derecha que en la izquierda. El blues es tan amplio que abrís una puerta y se abren otras cuatro. No tiene fin.

De todos los shows de blues de músicos estadounidenses que hubo en Montevideo, ¿cuál fue el mejor que viste?

-BB King y Buddy Guy fueron los dos más grandes que vi. Los demás fueron los que traje yo: Eddie King, John Primer y Eddie C Campbell. También toqué como telonero de Scott Henderson, al que titulaban de músico de blues -terrible músico-.

El miércoles, en Bluzz Live, vas a tocar con Super Chikan. Contame algo de ese personaje.

-El tipo es de Clarksdale, Mississippi, es sobrino de Big Jack Johnson. Trabajaba en una granja y se iba solo por los campos, todos los pollos lo seguían y él les hablaba. También es luthier, hace sus propias guitarras; no sabés lo que son, descomunales. A mí una vez una persona me dijo: “Qué suerte que tenés, que trajiste a tres negros y estás en la movida de lo que te gusta”. ¿Suerte? Para traer a uno, fracasé con 12. Es muy desgastante, pero cuando los músicos pisan acá, les encantan el lugar y el público. John Primer me dijo: “Qué cosa tan loca, estar acá, en un lugar tan lejano, al sur, y que entiendan el blues”. Lo de Super Chikan va a ser una gran fiesta, porque no sólo es un gran guitarrista, sino también un gran showman. Da un show muy animado: el público va a salir con una sonrisa de oreja a oreja. Todo lo contrario a lo que, en general, la gente cree que es un show de blues. Muchos me han dicho: “El blues es muy triste, siempre los 12 compases...”. Hay de todo. Hay que saber qué es lo que vas a ver, y analizarlo. Para llegar a alguna conclusión, hay que escuchar mucho.