La vida se vive al límite dentro de la ex cárcel de Caseros, el penal que inauguró Jorge Rafael Videla en plena dictadura. Y si bien dejó de funcionar en 2001, sus paredes todavía sudan los fantasmas del espanto. Allí se filmó El marginal, la ficción carcelaria que se estrenó hace algunas semanas en la televisión pública argentina y que a los uruguayos no nos queda otra que rastrear por la red. Con películas como Pizza, birra y faso, Un oso rojo y Crónica de una fuga, el uruguayo Israel Adrián Caetano (que se identifica con sus dos nombres de pila, pero a quien los medios se obstinan en llamar sólo Adrián) se ha convertido en uno de los máximos referentes del llamado Nuevo Cine Argentino. Ahora vuelve a la temática, al espacio y a un equipo similar al de la serie Tumberos, con la que sorprendió en 2002. En esta nueva producción, Caetano vuelve a encargarse del guion -junto a Sebastián Ortega-, pero la dirección pasó a manos de Luis Ortega, que ya había estado al frente -con la misma productora- de la miniserie Historia de un clan, sobre los crímenes de Arquímedes Puccio y su familia. La trama se enfoca una vez más en comunidades a las que la televisión no se suele dedicar, y lo hace con la inconfundible estampa de Caetano.

Algunos pensarán que a este tipo no le gusta el riesgo, y, sin comprobarlo, ya rumorearán que vuelve siempre sobre lo mismo, pero lo cierto es que este nuevo proyecto de Caetano sorprende por su fuerza, por el abanico de actuaciones monumentales, por las tensiones, el humor negro, la violencia pura y dura, y el retrato de un mundo en el que la Policía no existe. En el trasfondo hay una paleta sucia de sepias, marrones y grises húmedos, como un vaho oscuro que se va alimentando de tantas secreciones humanas, acumuladas en ese impensable hacinamiento físico.

Un ex policía (Juan Minujín) entra encubierto en una prisión para desbaratar un secuestro tramado por una banda de presos y carceleros. Sabe que la única posibilidad de sobrevivir será escapar, pero, mientras lo intenta, encara, recio, las traiciones, las transas, la espiral de violencia y desgano. A su alrededor circula toda una serie de personajes insuperables (interpretados por Martina Gusmán, Gerardo Romano, Cristina Banegas y Carlos Portaluppi, entre otros), entre los que se encuentra el enano Pedro (que, por sus disquisiciones, hace imposible no recordar a Tyrion Lannister, de Game of Thrones).

No se trata de denunciar, sino de retratar la cruda y sofocante realidad que a algunos les toca en (mala) suerte, rodeada de cierta iconografía propia del medio carcelario. “Acá el chorro se vuelve más chorro, el asesino más asesino, ¿vos creés que con un tallercito de teatro vas a cambiar a la gente acá?”, le pregunta el infiltrado a una asistente social. El personaje de Portaluppi tiene una charla con un guardia al que le dice “vos estás tan preso como yo”. “No te confundas -le responde el otro-, yo salgo de acá y me voy de putas y visito a mis nietos”. “Sí -le retruca-, pero yo un día voy a cumplir mi condena y salgo de acá; vos, en cambio, vas a estar toda tu vida”. Estas líneas de conversaciones aisladas dan la pista de una obra que trasciende lo social, la delincuencia y la trama policial, y alcanza todo lo que rodea a la posibilidad -o no- de libertad.

Otro drama social-policial y, en este caso, doméstico, vino de la mano de la BBC. En Happy Valley, que hace unos meses estrenó su segunda temporada (ambas disponibles en Netflix), la protagonista es la policía Catherine Cawood -interpretada por la maravillosa Sarah Lancashire, muy alejada de la heroína perfecta-, por medio de quien se dan a conocer la vida cotidiana y los problemas sociales de un bellísimo y neblinoso pueblo inglés, en la zona este de Yorkshire, un lugar con larga tradición criminal. La historia avanza a partir de los sinsabores que vive Cawood, una mujer divorciada, cuya hija se suicidó luego de ser violada por un psicópata que atormenta a la familia, y que vive con su hermana -una ex alcohólica en recuperación- y su nieto.

Luego de una primera temporada muy bien lograda, la segunda vuelve a arremeter con seis capítulos desgarradores, y con ese aire tan similar al de la primera temporada de Fargo, la serie inspirada en el film de 1996 de los hermanos Coen, que tuvo como protagonistas a un cruel fracasado, un asesino a sangre fría y una mujer policía que se enfrentaba a todo. Happy Valley no se pierde en anécdotas o discursos dispersos, sino que se anima a avanzar por una historia auténtica, en la que sus personajes viven con autonomía, a veces acosados por los hilos invisibles del recuerdo. Lejos de contar lo que sucede en el “valle feliz” del título, esta serie está condensada por tipos comunes, con problemas de trabajo, de dinero y de vínculos humanos. Como ya han sugerido algunos críticos, cualquiera de estos personajes podría ser nuestro vecino. El tema es que la serie decide ir al fondo, por medio de situaciones cotidianas, poniendo en juego los matices y las complejidades que genera, simplemente, estar vivos.