-¿Qué dirías que tienen en común los fenómenos que estudiás, relacionados con culturas tan distintas como las del rock, la cumbia, el fútbol o las comunidades de fans?

-Nunca me lo había preguntado. Lo que tienen en común es la cultura de masas, lo que se fabrica y funciona en ella. Igual, en cada caso hay preguntas distintas, que hago yo o que hace otra gente que trabaja conmigo. Por ejemplo, no he trabajado directamente con fans, hay un equipo entero dedicado a estudiar específicamente el cosplay [la práctica de disfrazarse como personajes de ficción para representarlos], y ahí la pregunta es por el usuario: ¿qué hace el practicante o consumidor con aquello que consume? Entonces, la continuidad fundamental entre mis objetos de trabajo es la cultura de masas, y eso lleva a la pregunta por lo específicamente popular, que es el problema en la definición “latinoamericana” de la cultura popular. ¿Es sólo la cultura de masas o hay algo más? En la tradición latinoamericana es muy fuerte ese algo más, la idea de que hay algo que no es sólo la cultura de masas o los usos populares de lo masivo, como en la tradición de Jesús Martín Barbero.

En realidad, no sé si hay algo que pueda ser llamado “cultura popular”, cada vez soy más pesimista acerca de que haya espacios de autonomía en los cuales los practicantes, los sujetos de la cultura popular (esto es, de las clases populares) puedan producir bienes simbólicos que no estén atravesados por intereses de la cultura, o simplemente atravesados por la cultura de masas. Me interesa preguntarle a la cultura de masas por la cuestión de lo popular, de los subalternos, de la clase, de la dominación, del poder. Como siempre, en última instancia la pregunta es por el poder. En los fenómenos culturales no puede estar ausente aquello que aparece en los fenómenos sociales, es decir, relaciones de dominación, relaciones de subalternización, jerarquías. La clave es hacerles a esos objetos culturales preguntas por el poder.

-En los estudios sobre cultura popular parece haber una tensión entre analizar cómo funciona lo hegemónico, produciendo y reproduciendo cultura de masas, y la idea de que estudiar lo popular es abrir camino para procesos de emancipación. ¿Cómo te ubicás al respecto?

-Te respondo recordando dos conversaciones. La primera fue, después de bastante tiempo estudiando hinchadas, con uno de mis grandes amigos y discípulos, José Garriga Zucal, que fue el gran etnógrafo de las barras, el que me ayudó a dar vuelta todos los estudios previos sobre ellas. Un día me dice: “Pablo, ¿no estaremos trabajando para el control social?”. Y es una pregunta muy dura. Vos decís: bueno, a ver, estoy produciendo un proceso de investigación democrático, que consiste en reconocer y valorar las conductas de los hinchas como relativamente autónomas, a partir de lógicas que deben ser comprendidas y no juzgadas desde posiciones etnocéntricas; hemos combatido mucho la idea de que se trata de violentos, marginales, animales, etcétera, lo que hicimos fue devolverles autonomía, entidad, lógica, racionalidad, a partir del análisis del sentido que los propios actores les daban a sus prácticas. Pero, como pregunta José, ¿no servirá esto para que sean mejor dominados?

La segunda conversación fue, también hace años, con un periodista de rock que me dijo: “Algo malo debe haber pasado con el rock, para que llegara a ser bibliografía obligatoria en cátedras universitarias”. Eso nos lleva a Michel de Certeau, un historiador francés que en 1968 ya se preguntaba si la cultura popular existe fuera de aquello que la suprime y la convierte en objeto de investigación científica. Es otra pregunta dura, porque, con mucha razón, De Certeau dice que el conocimiento permanece ligado al poder que lo autoriza. Entonces, cuando alguna de mis colaboradoras kirchnero-populistas dice “bueno, nosotros trabajamos con objetos marginales”, le señalo “sí, pero con becas del Conicet [Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas] y financiamiento del Estado”. Si eso no lo pone a uno en algún grado de alerta... No es que lo tenga solucionado, pero lo me lo tengo que plantear, porque la pregunta central de mi trabajo es la pregunta por el poder, en una sociedad democrática pero lamentablemente injusta, desigual. Stuart Hall decía que la cultura popular es un campo de lucha por el poder, y que si no fuera por eso la cultura popular le importaba un pito.

-¿Qué pasa con la relación entre la producción académica sobre cultura popular y los sujetos relacionados con esa cultura, inmersos en ella o que la producen?

-Nada. No pasa nada. No hay relación. Por ahora estamos produciendo en el vacío. Lo único que puede aparecer es alguna intervención en el debate público. Lo más probable es que las clases populares argentinas no tengan ni la menor idea de que en la universidad se las está estudiando. Un déficit de la academia: deberíamos tener las herramientas para lograr una distribución más amplia de lo que hacemos. Pero hay una ignorancia (no en el sentido peyorativo) absoluta. A las elites también les importa muy poco lo que hacemos, aunque debo reconocer que en el período kirchnerista hubo una mayor comunicación de los académicos con ciertas áreas de los organismos culturales estatales.

-¿Cómo son las tensiones entre los estudios sobre la cultura popular y los diferentes momentos políticos de la historia argentina, donde, de la mano del peronismo, hay permanentes resignificaciones y apropiaciones de lo popular y el populismo?

-Ese es el recorrido que marca toda mi bibliografía. Me formo con los tipos que venían del populismo clásico, del peronismo clásico; empiezo a trabajar con el regreso democrático, y desde esa perspectiva me encuentro con el menemismo, que nos sacude a todos, nos recoloca. Uno de mis maestros, Aníbal Ford, dijo muy amargamente, en 1994 o 1995: “Todo lo que hicimos solamente sirve para que Palito Ortega sea gobernador de Tucumán”. Me pareció una frase fantástica, de un populista clásico que tomaba distancia. Y es una buena síntesis de lo que pasaba con el menemismo. Porque, además, el populismo neoconservador en el que se había transformado el menemismo era, obviamente, la trama sobre la cual funcionaba la reacción neoliberal. En esos años, incluso, habían aparecido esos estudios culturales anglosajones que confiaban tanto en “la agencia” de los sectores populares, y hasta hablaban de una “democracia semiótica” en la cual los sectores populares hacían lo que querían como sujetos: eso era totalmente compatible con la ideología neoliberal. Entonces, ese populismo al inicio resistente, impugnador, que desafiaba el reinado de la vieja cultura burguesa y le reponía espesor al campo popular (hablando incluso de “lucha popular”) se había transformado en una máscara, en el fondo funcional al régimen neoliberal.

Cuando aparece el kirchnerismo, vuelve a aparecer el viejo populismo, pero con los datos de que le habían pasado por encima no sólo las crisis del neoliberalismo, sino también los regímenes nacionales populares recientes, o la “marea rosada”, como le decían los estadounidenses, que se proclamó como fin del neoliberalismo pero nunca se hizo cargo de las continuidades neoliberales que había en su interior. Por ejemplo, hasta qué punto la reivindicación de la autonomía significativa de los consumidores no era una mera continuidad de la idea de consumidores libres en un mercado con bienes irrestrictos. Lo anunció en 1995 Néstor García Canclini, con Consumidores y ciudadanos: el consumo como forma de ciudadanía. Abril Trigo dice: no cabe duda de que el consumo sirve para pensar, pero nadie explicó para pensar qué, y seguro que no es para pensar críticamente. Sin embargo, los nuevos nacionalpopulismos volvieron a aferrarse a la idea de autonomía creativa y espontánea de las clases populares. Al mismo tiempo, ocurre un fenómeno ridículo: durante muchos años las tradiciones nacionalpopulares argentinas, neopopulistas, habían confiado mucho en que los consumidores de una cultura de masas tenían la capacidad de no ser manipulados; y de repente, la mitad antikirchnerista sostenía que el kirchnerismo era un fenómeno de manipulación de masas, mientras que el kirchnerismo afirmaba que el antikirchnerismo era manipulación de masas. Suena paradójico, pero es francamente ridículo. Ninguno de los dos tenía razón, pero ahí se estaba revelando un adelgazamiento teórico, una mediocridad en el razonamiento.

Que haya habido un renacer de los estudios sobre cultura popular, a partir de la reaparición de un nacionalpopulismo más clásico, se explica porque de pronto volvió a aparecer el pueblo como sujeto histórico. Una de las diferencias más grandes entre peronismo clásico y kirchnerismo es que el primero es un movimiento fundamentalmente plebeyo -no dirigido por los sectores plebeyos, por supuesto, pero de raíces y de actitudes francamente plebeyas-; en cambio, el kirchnerismo era un movimiento totalmente dominado y manejado por los sectores medios; los sectores populares asistieron al proceso, disfrutaron de sus beneficios y sufrieron sus malas consecuencias, pero no fueron protagonistas.

-¿Cómo describirías la política cultural del kirchnerismo?

-Caótica; más declarativa que empírica; con fuerte acento en las industrias culturales, pero no para transformarlas sino para legitimarlas; y la cuestión de los medios fue central. No en vano aquello de lo cual el kirchnerismo más se agarró fue la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), que es interesante, pero se insistió en que garantizaba la democratización de las voces y no lo hacía. Porque para hacerlo no hacía falta una ley, sino muchas otras cosas además de la ley. La LSCA apuntaba a romper el monopolio del Grupo Clarín, limitar la cantidad de frecuencias que podía poseer y habilitar la apertura del espectro: podría haber logrado una ampliación de las voces, pero para eso, lo que hacía y hace falta no es “dar voz”, sino crear las condiciones para que distintos sectores tomen la palabra. El kirchnerismo se pensaba como un dador de voz; había una gracia que el Estado repartía, y no a diestra y siniestra, sino con cuidado político. El complemento real democrático de una política de ese tipo es hacer posible que más sectores ocupen las frecuencias televisivas, radiales o de lo que sea. No repartir frecuencias a iglesias metodistas o a sindicatos. A los pocos grupos alternativos que no dependían de organismos gubernamentales y se habían constituido para obtener licencias, no se las dieron. No hubo una sola adjudicación que pudiera ser pensada como correspondiente a un grupo con autonomía del accionar del gobierno.

He trabajado mucho sobre la política comunicacional, más que cultural, del kirchnerismo, como el caso de Fútbol Para Todos, otro ejemplo de las pulsiones positivas del kirchnerismo y sus realizaciones patéticas. Fue un avance en una dirección muy potente, ejecutado como el culo. Lo que hicieron fue democratizar el acceso a Fox Sports. El relato no cambió, la situación no cambió, la enunciación no cambió, las gramáticas del código televisivo no cambiaron. Lo que antes iba por cable pasó a ir por televisión abierta. Nada más. Y lo que me enoja es que había otras posibilidades, que muchos señalaron. Pero decidieron hacer mal lo que habrían podido hacer bien. En términos generales, la política cultural fue como la política científica: la llenaron de plata. ¿En qué dirección? ¿con qué planificación?: no importó. El asunto era poner mucha plata, mucho espectáculo público y acto de masas, y que la plata se viera. El resultado es que nada se modificó en términos sustantivos. Por eso, a la restauración neoliberal macrista -que creo que no es una restauración en sentido estricto- le resultó tan fácil desarmar casi todo; porque no había habido una transformación sustancial. Habían sido cambios cosméticos. Ahora no están las masas en la puerta del Centro Cultural Kirchner reclamando el regreso de las exposiciones a favor de Néstor. O sea: si hacés una política cultural que incluye cosas como el culto al líder, la estás pifiando. El culto al líder no es progresista, ni acá ni en la Unión Soviética, y las masas no salen a reclamar que se mantenga, les importa un bledo. Yo soy muy crítico. Muchos compañeros creen que hemos salido de la edad de oro. Pero no hubo tal edad de oro.

-¿Te consideraste en algún momento kirchnerista?

-Yo había llegado al peronismo como un tipo de izquierda. Cuando el peronismo se transformó en menemismo, tenía que huir del peronismo, porque me seguía pensando de izquierda. Y en los diez años de menemismo mi camino político fue terminar de convencerme de que el peronismo era una gran estafa, que prometía aquello que jamás iba a cumplir. El kirchnerismo puso en escena eso: la promesa de un peronismo progresista y de izquierda era falsa. Por ejemplo, la presunta política de derechos humanos fue más bien una política de memoria, verdad y justicia. Los juicios contra los militares costaron más de lo que deberían haber costado, pero al derogar las leyes de amnistía se habilitó la posibilidad de volver a encarcelar torturadores, se apoyó la recuperación de los niños robados, y eso fue ir en una magnífica dirección, que les dio a los Kirchner un apoyo fantástico, justamente, de las clases medias progresistas, de los organismos de derechos humanos. Pero en realidad no fue una política de derechos humanos, porque el Estado, mediante su aparato represivo, siguió violando los derechos humanos de los presos, los jóvenes, las mujeres, etcétera. Esa es una buena explicación de por qué yo no podía ser kirchnerista. Lo que pasa es que el lugar del antikirchnerismo en Argentina rápidamente fue ocupado por la derecha conservadora, y a las terceras partes eso nos puso en unos apuros terribles. Es muy difícil mantener una disputa a dos voces, y el kirchnerismo fue hábil en ese sentido: proclamaron que a su izquierda estaba la pared. Entonces había que hacer explicaciones muy complejas para mostrar que a la izquierda había algo más que la pared, y que se podía hacer una crítica desde la izquierda al kirchnerismo. Eso era muy difícil con un mapa de medios en el cual, además, circular como voz disidente o alternativa era muy complicado. Hasta los grandes diarios te abrían espacios si eras crítico del kirchnerismo, pero entonces el kirchnerismo te acusaba de hacerle el juego a la derecha.

-¿Qué debía hacer un crítico cultural en la situación política y social de Argentina durante el kirchnerismo, y qué debe hacer ahora?

-Te diría que lo mismo: ser fiel a sus principios y a su punto de vista. No hubo una modificación tan radical, porque lo que el kirchnerismo o los regímenes nacionalpopulares latinoamericanos en general no supieron ver fue que ellos mantenían el huevo de la serpiente. Verónica Gago ha trabajado mucho sobre lo que llama “neoliberalismo popular” o el neoliberalismo de las bases. Es decir, hasta qué punto las clases populares fueron profundamente modificadas por el neoliberalismo, de modo que ciertas palabras muy caras al discurso neoliberal -emprendedurismo, libre empresa, iniciativa, etcétera- fueron incorporadas también por las clases populares, hasta para diseñar mercados truchos, marginales o paralelos. No se supo ver que eso había sido muy fuerte, y las políticas de la última década no intentaron transformarlo porque no se hicieron cargo. Hicieron reaparecer una suerte de viejo Estado benefactor, que venía a resolver absolutamente todo, y no se dieron cuenta de que las expectativas cotidianas de las clases populares habían sido transformadas de manera radical por el neoliberalismo. Entonces, la respuesta es seguir siendo críticos. En términos políticos, el panorama sí cambia, porque ahora aparece el clásico “contra [Jorge] Videla estábamos mejor”. Contra [Mauricio] Macri estamos mejor, esto te ofrece adversarios mucho más claros. Las políticas macristas han sido, en apenas seis meses, desastrosas. No se les puede computar una sola iniciativa democrática, a favor de los intereses populares o colectivos. Nada. Las operaciones contra la redistribución de renta fueron feroces. Eso te ofrece un escenario más sencillo de unidad en la acción.

-¿Qué diferencia hay entre pensar la cultura popular desde un marco nacional, alimentando cierta formación de identidades nacionales (más cerca de la traducción de folk) y enfocarla como un fenómeno global masivo (más cerca de la traducción de pop)?

-Buena pregunta. Esto ya está en los textos de los 90 de Renato Ortiz, que señalaba los procesos de mundialización y la aparición de una cultura internacional-popular. Te diría que se mueve simultáneamente en tres planos: el de las pulsiones globales, el de las pulsiones regionales y el de las pulsiones locales, siendo los dos extremos los más importantes. El latinoamericanismo aparece fundamentalmente como petición de mercado; la organización Miami de la cultura latinoamericana. La pulsión local aparece mediante el Estado, que como organizador de lo nacional sufre una debilidad muy profunda durante los regímenes neoliberales, pero no desaparece nunca, y en la última década se activó fuertemente a partir de la narrativa nacionalpopular, que sin embargo, a diferencia de los populismos clásicos, no se folclorizó. No conozco, en las experiencias latinoamericanas, un renacer del folclorismo de la mano de esos regímenes, posiblemente porque el folclorismo ya estaba atravesado por el mercado. Su renacimiento en Argentina como fenómeno de masas apareció con el neoliberalismo, no con el kirchnerismo. Las grandes figuras de los últimos años, como Soledad Pastorutti o Los Nocheros, son de los 90, no del siglo XXI. Eso ya está totalmente organizado por el mercado, y no hay una vuelta atrás al viejo relato folclorizante y esencialista. En cambio, la situación global es mucho más compleja. Porque los mercados culturales son fundamentalmente globales, los mercados nacionales no son suficientes. El caso que más se estudió es el de la cumbia villera, un buen ejemplo de todo esto. Es un invento absolutamente local, argentino, como su nombre lo indica, porque sólo se dice “villa miseria” en Argentina. Pero la villa es un fenómeno local absolutamente atravesado por el hip hop, por el rap, por el funk brasileño. Ya no hay fenómenos puramente locales, y cuando surgen así, inmediatamente se ponen en movimiento. La cumbia villera anduvo por todos lados, y ha generado procesos más o menos similares en otros países. Eso te exige una atención múltiple: todo el tiempo tenés que estar mirando escenas distintas, que se ponen en movimiento y se cruzan todo el tiempo, siempre de maneras distintas. No es que todo va a originarse en Estados Unidos y a ser leído luego en los países latinoamericanos.

-Hace un tiempo te escuchaba hablar del “aguante” y su relación con ciertos aspectos de la personalidad política argentina. ¿Qué paralelismos ves entre la cultura de masas y la cultura política?

-En Argentina se empezó a hablar de videopolítica en la transición democrática, de 1983 al 1985, y desde entonces eso creció. Hoy no hay un político que pueda evitar ir a un programa de chismes. Macri es un producto farandulero, como lo fue [Carlos] Menem. Los Kirchner no se agarraron de la farándula, pero armaron una farándula progresista. En Argentina, la política está entregada al mundo farandulesco. Y lo del “aguante” es un proceso de masculinización de la cultura originalmente plebeyo, para nada original. En muchos casos, varios hemos leído cierto exceso que parece sexista, una resistencia masculina a la pérdida de poder. El sexismo de la cumbia villera parece hablar más del pánico del macho frente a una mujer que es sexualmente activa, que puede entender su propio deseo, que de la mera reproducción del viejo machismo. No es tan sencillo, pero “el aguante” es un mundo de hombres, que diseñan una lógica moral por la cual ser macho está bien y ser no macho está mal; en consecuencia, hay que ser muy macho, y para eso hay que pelearse. Volviendo a tu pregunta, “el aguante” permite a los argentinos dar rienda suelta a su práctica más querida, que es el narcisismo. Entonces, la hinchada argentina -en el fútbol o en cualquier espectáculo- no sólo es la mejor del mundo, sino también la que tiene más “aguante”.

-¿Qué pasa con el arte y con la cultura impopular, o con las estrategias impopulares de la comunicación artística? Hablo de estrategias como el experimentalismo, que con la buena intención de una redistribución anticapitalista de lo sensible, a menudo termina en lenguajes herméticos y con públicos muy reducidos.

-Lo primero sobre lo impopular es que nunca se me caiga del mapa. Hay una vieja frase de Claude Grignon o de Jean-Claude Passeron, en Lo culto y lo popular, que dice que hay que darse los medios para reubicar siempre lo popular en el mapa general de la cultura. Si no, uno tiende a aislarlo y a considerarlo suficiente en sí mismo, pero lo popular funciona y debe ser entendido en el contexto más amplio de una cultura completa. No es que uno tiene que volverse un popularólogo: tu pregunta puede ser por lo popular, pero con el mapa de toda la cultura en la cabeza. Eso implica pensar en el lugar que ocupa lo impopular, lo culto, la vanguardia, la experimentación. Ese lugar es cada vez más débil; incluso en Argentina, que siempre se jactó de tener una escena cultural riquísima. En la música, las escenas culturales siguen siendo infinitamente más ricas que lo que las industrias culturales nos permiten ver, pero en la economía global de la cultura, lo impopular es cada vez menos visible. Hay que ver qué va a pasar ahora con las políticas culturales del macrismo, que manejan el presupuesto de la ciudad de Buenos Aires y el federal. Hasta ahora, basaron su presentación en público en un antikirchnerismo entendido como antipopulismo. El más activo en esto fue el animal que teníamos como secretario de Cultura, Darío Lopérfido; todo el mundo de la cultura le reclamaba la renuncia y el tipo resistía, aferrado con uñas y dientes a su sillón. Fue un efecto paradójico, porque lo que lo que más se criticó fue un presunto populismo degradante que habría operado en el kirchnerismo, pero Lopérfido no es un académico, ni un intelectual, ni un artista. Sólo ha hecho carrera de funcionario. Lo que creemos es que, muy probablemente, lo que viene será peor. Lo popular seguirá dialogando, mal o bien, buscando sus posibilidades; el problema es lo impopular. Y si el Estado se borra de esa producción, estamos fritos. En la literatura, por ejemplo, por suerte sobrevivieron las editoriales chicas, porque sometida al mercado, la literatura habría desaparecido.

-Cuando hablás de la debilidad de lo impopular, ¿la relacionás con su elitismo, o con su incapacidad de inserción en las dinámicas del mercado y del consumo de masas?

-Lo impopular tiene que existir. Que me dedique a la cultura popular no quiere decir que olvide a mi maestra Beatriz Sarlo, que siempre decía: “Yo soy de las que sigue creyendo que las vanguardias son las que operan las grandes transformaciones culturales”; o de mi amigo Diego Fischerman, un gran musicólogo, crítico musical atento. Diego decía, no hace mucho: “Soy de los que siguen creyendo que el arte consiste en explorar los límites del lenguaje”. Yo defiendo eso también, así como sigo creyendo que hay algo que puede ser llamado arte popular, que no consiste en explorar los límites del lenguaje. Mis consumos culturales personales siguen pasando por la literatura, el jazz y las artes plásticas. La pregunta que nunca nadie ha podido responder es: ¿cómo se opera una distribución democrática de esos bienes culturales, que incluya también el mundo popular? El mercado no lo va a hacer, y el Estado tampoco lo va a hacer. Los estados nacionalpopulares no creían en la distribución estructural; es algo que nadie ha podido resolver adecuadamente. La ilusión de una democracia, de una cultura común, pasa por una circulación absolutamente democrática de todo tipo de bienes culturales.