Ya se ha hablado de la brutal expresión “sinceramiento de la economía”, atribuida al ministro de Hacienda y Finanzas argentino. Ese título introduce la intención de reacomodar en forma realista, sana y pragmática una orientación y un estilo populistas que habían creado la ficción o la ilusión torcida de que un docente podía comprarse un auto, o que un administrativo podía pagar vacaciones en Uruguay o en Brasil. Se trataba de una ilusión infame, pero no tanto por estar apoyada en la corrupción, en el tráfico mafioso de dinero, influencias y armas, en el maquillaje y el ocultamiento de cifras, en la irresponsabilidad y desprolijidad administrativa, sino, sobre todo, por carecer de principio de realidad. Era infame por haber creado un mundo que ningún organismo multilateral vacilaría en calificar de atrasado, desalojándolo del círculo de los buenos discípulos, los que tienen puntajes aceptables y grado inversor, y esperan, peinados y ansiosos, su turno para entrar al mundo desarrollado. Vista por el tecnócrata liberal, la alternativa argentina es teatralmente clara: a. la corte monárquica de una economía ridícula y maquillada como una vieja vanidosa y soberbia que se endeuda y bicicletea y exhibe riqueza sin recursos genuinos (pero que, curiosamente, ha sido capaz de mantener la canasta familiar -alquileres, alimentos, electricidad, gas, agua, transporte- al alcance de un salario medio), o b. la austeridad y la neutralidad técnicas que aseguren a la gestión una buena sintonía con lo único sagrado del liberal: el principio (económico) de realidad. Por lo tanto, al César lo que es del César.

Llamemos “populismo” a la opción a y dejémosla en paz. Y llamemos “sinceramiento” a la opción b e insistamos en ella. El punto extremo al que ha arribado el liberalismo técnico y administrativo no es cínico en absoluto. Solamente se puede hablar de sinceramiento si se ha tocado una especie de nudo ontológico: el principio de realidad solamente puede ser económico, y la economía solamente puede ser capitalista. Y lo terrible es, precisamente, que no miente. Dice: vea, hemos vivido en un mundo de ficción en los últimos años; es hora de abrir los ojos a la realidad. Y esa realidad se ha empecinado en probar que hay pocos ricos y hay muchos pobres, que los primeros tienen acceso irrestricto al bien social, mientras que los segundos, lamentablemente, no. No podemos hacerles creer a los muchos pobres que pueden comportarse como los pocos ricos. Corremos el riesgo de alterar este equilibrio y de hacer volar en pedazos la ecuación económica de la realidad.

Parecería, en un primer momento, que vamos hacia una respuesta obvia y ya clásica: si la famosa realidad objetiva nos muestra obstinadamente un mundo que nuestro juicio político califica de injusto, malo, alienado, violento, etcétera, lo que deberíamos hacer es modificar esa realidad con arreglo al juicio o al lenguaje político. Pero nunca al revés -y mucho menos podemos llamar política a esa “inversión” (o claudicación, o prostitución) de nuestro lenguaje y nuestro juicio para corregirlo con arreglo a lo real pragmático o económico-. Si la economía, en su plenitud y en la densidad justa de su sinceridad, es más acceso al bien social a las minorías de siempre y menos a las mayorías cada vez mayores de siempre, debemos ir contra toda la economía. El problema, claramente, no es la ficción: es la realidad misma, el inapelable axioma económico que estructura y rige la realidad. Pues ahí se ha parado el liberalismo tecnológico. En el punto exacto en el que, por fuera de toda ideología (en el sentido clásico de la palabra), puede asegurar que la tendencia espontánea (o natural, sincera, realista, pragmática) de las leyes que rigen la vida social es a coincidir o a sintonizar con el propio capitalismo. Esto ha sido dicho antes, claro está: pero nunca como ahora. Pues ahora todos lo “vivimos” o lo “sentimos” sin que sea necesario creerlo, ni decirlo, ni entenderlo. Es un axioma: la famosa globalización del capital no puede ser explicada en términos de hegemonía.

Entonces debemos entender que se ha creado un nuevo conflicto que nos obliga a ser mucho más radicales. Quizá ya no podemos decir que hay una operación ideológica que ha proyectado al capitalismo sobre la economía. Quizá hemos llegado al punto en el que ya no podemos entender, con la certeza de hace 50 años (digamos), que capitalismo es el nombre que le damos a un modo histórico de producción (producción abstracta, libre mercado, libre competencia, propiedad privada de bienes y medios de producción, etcétera) y que economía es una dimensión irreductible de la existencia social y humana (siempre estuvo ahí, no tiene historia propiamente dicha, es un universal abstracto), y que la operación ideológica entonces consiste en naturalizar al capitalismo haciéndolo coincidir con la economía, o, en otras palabras, en hacer que los vivamos como coextensivos. Ya no podemos seguir sosteniendo la idea de que la lenta historia impersonal de la evolución de los homínidos (o su hermana gemela, la del desarrollo del organismo vivo, o la de la vida misma) obedece a un principio o a una lógica económica o tecnológica abstracta irreductible (apetito-satisfacción, adaptación, sobrevivencia, ahorro de recursos, una buena ecuación técnica esfuerzo-resultado, etcétera), mientras que la historia política muestra la irrupción del capitalismo como una anomalía o una perversión de esa buena economía antropológica, en el momento terrible en el que alguien se apropia de los medios de producción, explota la fuerza de trabajo y obliga a toda la máquina a funcionar en la psicología mezquina de la ganancia, la acumulación, el beneficio individual, etcétera. En esa perspectiva, luchar contra el capitalismo sería algo así como exorcizar de la historia a ese sujeto ideológico malo (el capitalista), para liberar a las fuerzas productivas y el trabajo humano en la misma línea neutra de la tecnicidad de la máquina económica de la naturaleza.

Esa ingenuidad es la que nos ha sido arrebatada por el liberalismo técnico-administrativo. Y esa debe ser su única característica beneficiosa, por otra parte: sacarnos de la creencia peligrosa de que podemos combatir el capitalismo sin tocar teóricamente la lógica de la producción y del desarrollo de las fuerzas productivas, o (lo que es más o menos lo mismo) que podemos combatirlo en nombre de una producción pensada en ese punto en el que todavía no había sido corrompida por el espíritu del capitalismo y se mantenía como actividad técnica libre y utópica, propiamente humana. Estamos obligados, sobre todo hoy, en tiempos del sinceramiento, a ir más lejos y más hondo. Debemos entender que la economía es una dimensión irreductible de la existencia social y humana solamente porque *la pensamos desde el horizonte de esas prácticas históricas de producción llamadas *capitalismo. Porque en rigor, y aunque suene raro, el capitalismo es anterior a la economía. No es posible sostener una posición crítica al capitalismo sin tocar toda la ontología de la economía (o de la economía política). Pues el capitalismo no es el punto en el que un sujeto avaro, aberrante y explotador toma la conducción de la máquina técnica: es, siempre ya, la máquina misma, la lógica mecánica, la adaptación monstruosa de las personas a esa máquina, las líneas de la evolución tecnológica de las piezas y partes de la máquina en un ideal abstracto de desarrollo, funcionamiento, desempeño, rendimiento. Porque el capitalismo, en última instancia (como observa el propio Karl Marx), tiende a desentenderse de las relaciones “socio-simbólicas” de producción para realizarse plenamente en la generalización despiadada de las relaciones técnicas (es decir, económicas): un principio ergonómico generalizado de ensamblaje perfecto entre tecnología y naturaleza, una como prolongación de la otra, una como la imagen especular de la otra. Un mundo objetivo ilimitado hecho de problemas, obstáculos, soluciones y funcionamiento, y despojado de toda pregunta por el significado. La vieja ideología se alojaba en las relaciones socio-simbólicas (sistema de representación, discurso, ley, teoría, hipótesis, interpretación), y permitía cumplir la fantasía de una crítica a los aspectos propiamente políticos del capitalismo. Pero la lógica económica, la técnica y el principio ergonómico se alojan no en una “visión de la realidad”, sino en la propia estructura objetiva de la realidad (de hecho, la idea de que vivimos en una realidad objetiva que podemos medir, calcular, describir, planificar, etcétera, solamente puede provenir de una sistemática y sostenida práctica socio-histórica de apropiación técnica y económica del mundo natural).

Nada personal, señor: si su vida y su cuerpo no convergen con las líneas de la evolución tecnológica de la producción, de las fuerzas productivas, del mercado y de la empresa, usted muere. Y eso no es ideología, claro está. Es el performativo absoluto del capital: es la amenaza radical que obtura todo lenguaje, toda política y toda ética. El miedo a la catástrofe nos pone simplemente a vivir, es decir, nos pone en un estiramiento técnico ansioso e incesante, en un continuo estado de urgencia o de emergencia que logra la hermandad posconciliar abstracta de todas las clases y todos los estratos sociales. Ricos, pobres, trabajadores, industriales, terratenientes, burócratas, artistas, feriantes, cuentapropistas, lúmpenes y marginales: todos atravesados por el mismo furor y la misma pulsión: seguir viviendo, sobrevivir, adaptarse, resistirse a morir, competir por el espacio como condiciones de producción, comercio e intercambio. La especulación, el beneficio, el oportunismo: la misma lógica triste y chata, arriba y abajo, a izquierda y derecha, la misma ley técnica real del gran dios pragmático y darwinista, el capital, que -sin hablar- nos dice a todos.

Con esta perspectiva, por otra parte, nos damos cuenta de que en el absoluto fetichismo técnico de la democracia, no podemos distinguir, sin cierto malestar evidente, a gobiernos de izquierda o de derecha. Si detrás del sinceramiento económico anunciado por Alfonso Prat-Gay estaba, efectivamente, la creencia en que una sociedad “vive mejor” cuanto mayor es su poder de compra y consumo, y en que los gobiernos de izquierda no pudieron, no supieron o no quisieron hacer nada que no fuera tomar medidas para mejorar el nivel adquisitivo de los más pobres, para traerlos a la dinámica carnívora de la circulación de bienes de consumo, mercancías y dinero, entonces el problema no es la derrota de la izquierda a manos de la derecha, sino la de la política a manos de la economía. Deberíamos situarnos en las antípodas de algo que le oí decir al senador Rafael Michelini por la televisión hace poco: “En condiciones económicas internacionales adversas, caída de los precios de los productos de exportación, enlentecimiento o estancamiento de la economía de nuestros socios regionales grandes, etcétera, yo quiero a la gente de mi país consumiendo, con una buena dinámica de circulación interna de bienes, servicios y dinero”. Se diría que tanto mejor la economía cuanto mayor la amenaza catastrófica (viva en exceso, pues la muerte ronda). Cuando se pierde vitalidad afuera hay que estimular la exacerbación de la vida adentro, todos viviendo y comprando y vendiendo como animalitos desesperados. Hace tiempo ya que el sistema político en bloque (y no sólo la derecha, o las clases dominantes) funciona como un sistema de protección de la máquina, de su funcionamiento abstracto, del fetiche de las cifras e índices. Entonces la política no debería buscarse o construirse en el sistema político. Una política verdadera no debería ser un cuidado de la economía, ni una tecnología que viene a cuidar nuestras vidas o incluso a ayudarnos a vivir mejor (pues eso, en rigor, viene a ser lo mismo que cuidar la economía como principio de realidad). Debería ser ese lenguaje que nos permitiera plantear qué es (qué significa) “vivir”. Pero para eso hay que estar dispuesto a morir.