Se consideran penas alternativas a la prisión, en sentido amplio, todas aquellas que no implican privación absoluta de libertad. José Bergua, asesor regional de protección de la Oficina Regional de UNICEF para América Latina y el Caribe, y Cedric Foussard, director de Asuntos Internacionales del Observatorio Internacional de Justicia Juvenil, hicieron hincapié en que este tipo de penas son más eficaces que la prisión, y cuestionaron que en América Latina se utilice la privación de libertad como una regla y no como una excepción. “Estamos en un momento crítico, porque pese a los avances que se ha hecho, hay un cuestionamiento por parte de muchos sectores que perciben que los principales culpables son los adolescentes”, advirtió Bergua, y mencionó como ejemplo la “tendencia represiva a reducir edades de imputabilidad”.

Ambos expertos afirmaron que en los centros de reclusión, los niños y adolescentes están expuestos a abusos, a limitaciones en el contacto con su familia y a accidentes como incendios; “ha habido muchos muertos en la región por incendios”, sostuvo Bergua.

El experto consideró que las medidas no privativas de libertad “se utilizan mucho menos” que la prisión, debido a la percepción en la sociedad de que son “excesivamente suaves”, por falta de recursos para implementarlas y por falta de información sobre sus resultados. Sin embargo, aseguró que estas penas son mejores para el adolescente. Contó que en su visita a centros de reclusión de jóvenes constató una mirada de los adolescentes “desesperanzada y de profundo aburrimiento, lo cual es muy triste en un adolescente”, que está en una etapa de “desarrollo y de sueños”. Pero sobre todo, consideró que se debe convencer a los gobernantes y a la sociedad de que las penas alternativas son más efectivas a la hora de reducir la reincidencia, y que no son “una palmadita en la espalda al adolescente”, sino “restricciones de sus derechos”. Mencionó un estudio de Perú que concluye que la reincidencia entre adolescentes con penas no privativas de libertad es menos de la mitad que entre los que estuvieron en prisión. “La sociedad tiene una preocupación por su seguridad que es perfectamente legítima. Tenemos que demostrarle que vivir tranquilos no se logra con más mano dura, algo que ha fracasado en la región”, remarcó. “Más mano dura genera sociedades menos justas, menos humanas, pero también menos seguras”, concluyó.

En el mismo sentido, Foussard afirmó que “no hay pruebas científicas de que la prisión para un menor tenga una consecuencia positiva para reducir la reincidencia”, y que en cambio, es más probable “que sufran daños como consecuencia del trauma” y que tengan “más posibilidades de ser una carga para la economía y para la sociedad”.

Entre las penas alternativas a la privación de libertad, Foussard mencionó la imposición de multas, la libertad vigilada, medidas educativas (la asistencia a programas específicos de formación, a grupos juveniles, etcétera), tutelares (trabajar con un adulto de la comunidad que se encarga de un asesoramiento positivo al joven o a la familia), medidas asistenciales (volver a crear un ambiente familiar para el niño, cuando la familia no puede apoyar su reinserción), terapéuticas y restaurativas. Estas últimas consisten en reparar el daño de un delito con la participación conjunta del infractor, la víctima y otros miembros de la comunidad.

Uruguay en la región

María Morais, especialista en Ciencias Penales y Criminológicas, presentó un estudio descriptivo sobre el diseño y la aplicación de sanciones alternativas en América Latina. Tomó en cuenta las sanciones luego del dictado de la sentencia en seis países de la región: Bolivia, Brasil, Chile, Panamá, Perú y Uruguay. Dijo que en el caso de Panamá, Perú y Uruguay, si bien tienen códigos que consagran los derechos de niños y adolescentes, han aprobado con posterioridad modificaciones normativas que restringen esos derechos y han ido “endureciendo las leyes”.

Señaló que si bien todos los países mencionan expresamente en su normativa que la privación de libertad debe ser una excepción en el caso de niños y adolescentes, y detallan un catálogo de sanciones alternativas, la forma en que se determina cómo se aplican esas sanciones “obstaculiza el cumplimiento del principio”. Afirmó que existe una “discrecionalidad judicial amplia” en los casos de Brasil y Uruguay, y acotó que no tiene claro si esto favorece o no la aplicación de sanciones alternativas. “Tengo mis dudas sobre si la excesiva discrecionalidad es buena, porque sirve para todo, para la excepcionalidad [de la prisión] pero también para abusos”, manifestó. Explicó que en Uruguay no hay una relación establecida entre el delito y la sanción, excepto en el caso de la rapiña, en el que el juez está obligado a aplicar la privación de libertad.

En cuanto a la duración de las penas de privación de libertad, Uruguay, que tiene penas máximas de cinco años, está en un lugar intermedio en comparación con los otros cinco países analizados, que fluctúan entre un máximo de penas de tres años en el caso de Brasil y 12 años en el caso de Panamá. Sólo Panamá tiene una justicia especializada para adolescentes en lo penal; en el caso de Uruguay, los jueces están especializados en adolescencia pero no se discrimina la materia penal de otras.

Otro aspecto señalado por Morais es que en relación a las sanciones a adolescentes, no hay estadísticas disponibles en algunos casos, o si las hay, son “malas”. De todos modos, explicó que en tres de los seis países analizados -Brasil, Chile y Uruguay- se utilizan en mayor medida las penas alternativas que la prisión. En cambio, en Bolivia, por ejemplo, sólo 3% de las sanciones aplicadas son alternativas.