Una gran primera novela es siempre un problema para su autor. Las comparaciones entre ella y la siguiente serán inevitables, con un horizonte de expectativas que puede convertirse en una auténtica pesadilla. La entrada al paraíso (Banda Oriental, 2015), ópera prima de Martín Lasalt, nos había situado en el Montevideo rural, con una historia terrible que involucraba la desaparición de un bebé y disparaba desgarradoras escenas de un realismo crudo, orientado hacia las palabras comunes, en un ambiente de miseria y fascinación religiosa. Por eso, sólo leer el título de su segunda novela, Pichis, recientemente publicada por la editorial Fin de Siglo, bastaba para hacernos pensar en una continuidad, en la misma ambientación misérrima, en una postulación realista del mundo.

Nada más decepcionante que adentrarse con esa previsión en este libro, pero decepcionante en el mejor sentido posible de la palabra. Hay aquí continuidad, pero no en una manera chata, sólo de temas y personajes, sino en registro, en exploración del lenguaje. Lasalt, que había conquistado a la crítica con su debut novelístico, podría haberse quedado en ese lugar, pero su segunda obra es una apuesta doble. Por un lado, recupera un sujeto poco explorado de nuestras letras (se me ocurre pensar, como antecedente lejano, en el insuperable capítulo-relato “Ópera de los cuatro mendigos”, de Carlos Martínez Moreno, incluido en El color que el infierno me escondiera -1981-) y lo hace con un tratamiento nuevo, original y arriesgado; por otro, ensaya nuevos modos que no cabían en la anterior novela, como lo fantástico o el realismo mágico, que incluye en los textos con destreza, casi imperceptiblemente.

En los mejores momentos, como en un cuento de Felisberto Hernández, estamos de pronto en plena maravilla sin solución de continuidad con la realidad. Los personajes, que son dos pichis, dos hurgadores, son un espejo de nuestras vilezas, de nuestras mezquindades, de las tristezas de una sociedad de consumo que se levanta sobre los escombros de hombres y mujeres, son las escorias del mundo contemporáneo pero a la vez no son nada de eso: ni símbolos, ni del todo personajes realistas. No en vano Macarena Langleib ha visto (en una breve reseña en las páginas de Lento) en ellos un reflejo de Vladimir y Estragon, los dos vagabundos que protagonizan Esperando a Godot, de Samuel Beckett, aunque también tienen algo estos pichis, el Cholo y la Chola (incluso en la dualidad vacía de sus nombres), de Nagg y Nell, los oscuros personajes de Final de partida, también obra de teatro del irlandés, que viven metidos hasta la mitad del cuerpo en tachos de basura, siempre hambrientos. Estas similitudes nos acercan, entonces, a una visión de la realidad a través del cristal distorsionado del absurdo, que anima a Lasalt, sobre todo en los primeros capítulos de esta brevísima novela, a desatar la imaginación y presentar situaciones imposibles en el tono cuidado de toda la obra.

Es de esta forma que asistimos a un mundo variado, múltiple, que investiga, por medio de la escritura alucinada, la naturaleza humana en las figuras de lo más marginal. En esta ambición a veces se pierde Lasalt (un encuentro con el diablo que perturba un clima bien logrado, alguna reflexión que se podría haber evitado y confiado al lector, algunas referencias culturales que, sin aportar sustancialmente nada, cortan el flujo narrativo), pero el libro no deja por eso de ser una celebración del lenguaje desatado, de la aventura de ese lenguaje, de la constatación de una voz. Y esa voz, que ciertamente había conquistado con La entrada al paraíso (un tono, un repertorio de imágenes, un vocabulario), Lasalt la usa ahora con pleno dominio y, si a veces le falla, es sólo porque se juega todo en cada oración.

En la progresión de lo que es una nouvelle pero que también cabe considerar un conjunto de cuentos cortos (ya que cada capítulo, y sobre todo los primeros, se puede leer con cierta independencia del resto), Lasalt va adensando, a fuerza de adiciones sucesivas, una atmósfera que se enrarece y se envenena, pero que a la vez se humaniza mientras escapa del lugar común, del cliché y del mero chiste. Esa opresión que nos asfixia, sobre todo si se lee Pichis de un tirón (como sugiere el autor que se haga), está hecha (y ahí está el mayor logro del libro) de retazos, de variaciones y fragmentos, de una suma de días todos iguales y todos asombrosamente distintos, que parece también un ejercicio narrativo (muchos de los capítulos empiezan con la misma fórmula: los protagonistas encontrando algo en un contenedor de basura: una cabeza humana, por ejemplo).

En su vértigo, Pichis ofrece una visión del mundo en la que, con un humor pleno de ironía, desfilan hombres y mujeres que son desnudados hasta su centro, mediante una caricaturización que tiene sus orígenes en la inversión carnavalesca. En esas caricaturas dolorosamente se asoma, sobre todo hacia el final, una realidad negra, y las criaturas aparecen, despojadas de sus atributos sociales, de sus ropas, en toda su flaca desgracia, casi sin cuerpo, realmente “desgraciadas”, es decir: por fuera de la gracia de Dios, expulsadas del paraíso.