En el primer número de Dínamo, el pensador Boaventura de Sousa Santos decía en una entrevista, refiriéndose al futuro de los movimientos sociales y de la izquierda latinoamericana: “Hay otras formas de transformación social que quizá no se van a llamar socialismo ni comunismo: se van a llamar respeto, dignidad, protección de los territorios, derechos del cuerpo de las mujeres”. La afirmación me quedó resonando. La abdicación propuesta no resultaba extraña. Varias organizaciones políticas de izquierda de América del Sur mantienen en su nombre o en sus documentos fundacionales el término “socialismo”, pero no hacen un mayor esfuerzo por explicar los caminos por los que se llegará a algún tipo de socialismo. De hecho, gran parte de la izquierda latinoamericana parece haber dejado de usar el término. En sus diversas vertientes, desde las más moderadas hasta las más radicales, desde los llamados “progresismos” hasta las versiones autonomistas o ambientalistas, ha quitado de su horizonte político dicha palabra. Con la excepción del desalentador ejemplo venezolano del socialismo del siglo XXI, el término parece un resabio del pasado.

La tradición socialista en América Latina fue rica y extremadamente plural. Por un lado están las tradiciones reformistas dentro del socialismo, y en menor medida las del comunismo, que participaron en frentes políticos que llegaron al gobierno en algunos países a mediados del siglo XX. También existieron experiencias insurreccionales vinculadas al trotskismo y al comunismo. Algunos nacionalistas económicos devenidos en dependentistas durante la década del 60 culminaron concluyendo que el único camino de la liberación nacional era el socialismo. En este sentido, el socialismo en América Latina admitió diferentes compañías durante el siglo: “reformismo socialista”, “socialismo democrático”, “socialismo nacional”, “socialismo indígena”, “socialismo autogestionario”, “democracia radical socialista” y “socialismo cristiano” son algunos de los conceptos que incluyeron dicha palabra. Dos emblemáticas figuras de la segunda mitad del siglo XX expresan el abanico de posibilidades del socialismo latinoamericano. De un lado tenemos a Fidel Castro, con su socialismo de partido único, y del otro, a Salvador Allende, con su tránsito democrático al socialismo. Hasta los 80, el socialismo fue un tema de las agendas políticas de las izquierdas. Incluso en un contexto de renacimiento de la democracia liberal, intelectuales como Juan Carlos Portantiero y Ernesto Laclau buscaban conciliar, al menos teóricamente, democracia y socialismo.

Aunque en el Uruguay del presente la palabra “socialismo” se asocia a una suerte de régimen estatista estigmatizado, como le ocurre a “sesentista”, lo cierto es que existieron pensadores de izquierda, como Carlos Quijano, cuyo pensamiento tuvo repercusión continental y que reivindicaron la conciliación entre socialismo y democracia. Incluso en sus vertientes más radicales, figuras como la de Raúl Sendic, influenciado por la obra de Rosa Luxemburgo, tomaron distancia de la deriva estatista cubana.

En síntesis, en América Latina y Uruguay la palabra tuvo múltiples significados asociados a una vaga aspiración de igualdad económica y social e implicó diversas formas de relacionamiento con el régimen democrático liberal, así como con el Estado y el mercado. Sin embargo, toda esa diversidad se perdió en los 90.

Aunque hoy está naturalizado, el abandono de la palabra “socialismo” es muy reciente en la historia de la izquierda latinoamericana. No tiene más de 25 años. Data de los 90, cuando tuvo muy mala prensa. Las razones son más que conocidas y remiten a un giro de época, sobre el cual se está escribiendo y se escribirá mucho más. La caída del socialismo real y su contracara, la victoria de la hegemonía liberal estadounidense, tendió a cancelar la posibilidad de pensar futuros de izquierda y la palabra vinculada al futuro era “socialismo”. La constatación de que varias experiencias que se pretendían emancipadoras de la humanidad devinieron en regímenes autoritarios o totalitarios y terminaron siendo resistidos por las grandes mayorías de los países que las vivían fue un duro golpe para sectores muy importantes de la izquierda, incluso para aquellos que no se identificaban y marcaban distancia con el socialismo real.

Aquellos debates no admitieron mayores matices y llevaron a asociar las tradiciones socialistas como el marxismo con una lógica criminal. Varias ideas vinculadas al marxismo fueron asociadas y reducidas al problema del autoritarismo que había en Karl Marx, y desde allí se desplegaron a todas sus vertientes de seguidores. Otros intentaron mostrar cómo el marxismo también tuvo un papel central en moderar y contener los impulsos más salvajes del capitalismo occidental, cómo la propia idea de democracia liberal estaba muy vinculada a la lucha de los trabajadores influenciados por ideas socialistas (quienes en la segunda mitad del siglo XIX reclamaban su derecho a ser ciudadanos mientras el liberalismo lo negaba), o cómo diferentes variables del Estado de bienestar fueron fuertemente influenciadas por movimientos de inspiración marxista. Sin embargo, estos pensadores quedaron al margen de las corrientes principales.

En América Latina, algunos intentaron replicar ese tipo de argumentos acerca de la dimensión criminal del socialismo, pero la evidencia histórica de que lo sufrido por las víctimas de las prácticas autoritarias desarrolladas por la revolución cubana y algunos movimientos guerrilleros no tenía punto de comparación con las masacres impulsadas por gobiernos civiles o militares en alianza con Estados Unidos mostró que, en nuestro continente, los asuntos vinculados a la violencia política criminal tenían muy poco que ver con el socialismo.

De todos modos, la creciente preocupación por los derechos humanos a partir de los 80, alentada en algunos países por militantes de izquierda, llevó a que varios comenzaran a tomar distancia de los proyectos políticos de izquierda que asociaban el socialismo con formas políticas autoritarias. Asimismo, nuevos movimientos sociales amparados en nuevas visiones, según las cuales la idea de emancipación se fragmentaba en diferentes sujetos, como las mujeres, los homosexuales, los indígenas y los afros, denunciaron otros elementos autoritarios de diversas experiencias de izquierda del siglo XX que, más allá de gradualismo o el radicalismo, habían compartido una visión masculina, elitista y eurocéntrica en la manera de relacionarse con los sujetos populares latinoamericanos.

En conjunto con los debates sobre el autoritarismo, la experiencia del socialismo real también mostró su incapacidad de desarrollar una organización económica alternativa a la del capitalismo. Como consecuencia, la crisis del socialismo real trajo aparejado un nuevo mundo unipolar, que no ofrecía muchas alternativas al pensamiento económico neoliberal del clima globalizador.

En muchos sentidos, se puede decir que la izquierda latinoamericana salió renovada de este embate. Incorporó una reflexión sobre ciertos derechos humanos asociados a los valores del liberalismo democrático que algunos sectores de izquierda habían banalizado décadas anteriores. Asimismo, amplió las nociones de derechos sobre otros actores sociales. Una izquierda mucho menos autoritaria y con un nuevo lenguaje para hablar de diversos derechos marcó el momento del giro a la izquierda de esta última década. Pero, a la hora de pensar la organización material de la sociedad, estos gobiernos no pudieron escapar de una crítica vaga al neoliberalismo y en varios casos explicitaron honestamente que su horizonte no trascendía el capitalismo. Fue así que el intelectual y vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera planteó la aspiración de un “capitalismo andino y amazónico” y José Mujica reclamó un “capitalismo en serio”. Llamativamente, los críticos por izquierda planteaban la idea del “buen vivir” o denunciaban el “extractivismo”, pero la pregunta sobre cómo construir una sociedad más igualitaria en el orden económico y social parecía suspendida.

Tal vez, la principal victoria de los defensores de la hegemonía neoliberal que se construyó desde los 90 fue la inevitable asociación de la idea socialista a la experiencia del socialismo real y el haber cancelado el carácter plural de una idea que inspiró muchas experiencias políticas del siglo XX. ¿Por qué la palabra “socialismo” no puede volver a ser parte del lenguaje de la izquierda contemporánea como una idea fuerza, tan abstracta como las palabras “respeto”, “dignidad” y “derechos humanos”? Ser capaces de desanudar esa asociación es central para volver a construir proyectos de futuros posibles que interpelen la desigualdad creciente del capitalismo contemporáneo.