Uruguay tiene fama de ser un país muy politizado. La experiencia traumática de la dictadura fue un divisor de aguas en la historia política del país y dejó secuelas muy presentes en el cuerpo social y en muchísimas individualidades. Es curioso, entonces, que el afianzamiento de un cine uruguayo ocurrido en el siglo XXI haya estado tan apartado del asunto “dictadura”. Apareció de pronto en algunos documentales de largometraje: Los ojos en la nuca (1988) abordó la tortura, Por esos ojos (1997) acompañó el caso de Mariana Zaffaroni, El comienzo del fin (2001) trató el plebiscito de 1980, El círculo (2008) contó las vicisitudes de Henry Engler cuando era rehén, Decile a Mario que no vuelva (2008) hizo una reflexión difícil de sintetizar sobre varios aspectos vinculados con la dictadura y el exilio, DF (2008) narró la historia de Héctor Gutiérrez Ruiz, Mundialito (2010) describió las maniobras alrededor de la realización de ese campeonato en 1980, Las manos en la tierra (2010) siguió las excavaciones en busca de fosas clandestinas, Tus padres volverán (2015) describió un episodio en el tortuoso proceso de apertura política de 1983. Las ficciones, sin embargo, fueron muy pocas y tardías. En El ojo en la nuca (1999), el hijo de una víctima regresa del exilio con ánimo de vengarse de un milico asesino, Matar a todos (2007) ficcionalizó el caso del chileno Eugenio Berríos, Zanahoria (2014) contaba una historia peculiar cuyo contexto eran las secuelas de la dictadura. La principal excepción que puedo recordar es Polvo nuestro que estás en los cielos, cuya historia atravesaba algunos decenios, con un episodio transcurrido enseguida del golpe de Estado de 1973 y que incluía enfrentamientos entre militantes e integrantes de las Fuerzas Conjuntas. Lanzada en 2008 -que parece haber sido un año clave en el abordaje cinematográfico de la dictadura uruguaya-, aquella película de Beatriz Flores Silva era lo más cercano, hasta donde conozco y recuerdo, a presentar, en forma de ficción, algunos de los aspectos más dramáticos de esa etapa histórica. Tengo la impresión de que hacer una película de ficción sobre aspectos de la dictadura era una posibilidad tan obvia que siempre sonó oportunista, y además un poco atemorizante, debido a las expectativas que podía suscitar. Con la posible excepción de Los ojos en la nuca, ninguna de esas ficciones implicó una interpelación contundente: todas parecen haberse plantado de una forma no muy política frente a un asunto político.

Migas de pan rompe con ese marasmo. Aborda de frente la dictadura en uno de sus aspectos más agudos: el tratamiento que se dio a las presas políticas. Muestra las circunstancias de la captura ilegal de una militante en 1975, las torturas y violaciones (entre otros maltratos), el clima de años pasados en la cárcel de Punta de Rieles, y el dolor imborrable de quienes sufrieron esas experiencias. Toma partido en forma bien clara: Liliana, la protagonista, es linda y tiene buen corazón. Salvo por relegar a su hijo en pro de la militancia, no hace nada que pueda producirle dolor a otra persona. Los milicos, en cambio, son prepotentes, malvados, insensibles, abusadores. Se aportan abundantes evidencias de tratamiento cruel, ilegal e injustificado a los detenidos. En una escena cerca del principio vemos a la Liliana madura (antes del flashback que tomará la mayor parte del metraje) horrorizada ante aquel video de 2011 en el que se veía a cascos azules uruguayos abusando sexualmente de un joven haitiano, y explícitamente se establece la relación entre una cosa y la otra: aunque los perpetradores no son los mismos, los actuales violadores son el fruto de una misma mentalidad habilitada por la omisión y la ineficacia de la sociedad uruguaya (incluido el gobierno) en lo referido a aplicar justicia e inculcar en los funcionarios públicos un sentido de ética y servicio.

Así que esta es, en muchos sentidos, una película pionera en Uruguay. Su novedad, sin embargo, está perturbada por el hecho de que haya llegado tan tarde. Migas de pan, o una película similar, tendría que haber existido hace más de 20 años. Ahora me dio una sensación de déjà-vu que obviamente no tiene asidero objetivo, pero que quizá se deba a haber visto películas sobre situaciones similares en cinematografías que no padecieron de la reacción histérica de evitación que cundió en Uruguay. Por otro lado, este tipo de relatos se ha difundido en libros de memorias, artículos periodísticos, investigaciones, el Museo de la Memoria y denuncias penales como la que aparece en la propia película (cuando varias ex presas dan testimonio de haber sido torturadas, violadas y abusadas).

No se cuenta la historia de ninguna presa real en particular, así como sus torturadores no son ningún oficial en particular. Todo se basa en relatos de cosas que efectivamente ocurrieron; es decir, se ciñe a una premisa de realismo y fidelidad histórica, pero amalgama en un personaje de ficción episodios que les ocurrieron a distintas personas. Eso implica un hilo narrativo que no se encuadra en el esquema artificial de la “historia bien hecha”. Los momentos más dramáticos vienen al inicio del periplo de Liliana: las jornadas que pasa como prófuga, la captura, la llegada al cuartel y los momentos de tortura intensiva. Los años en Punta de Rieles implican un transcurrir más distendido, y la liberación finalmente va a depender de circunstancias exteriores en las que los personajes de las presas no tuvieron incidencia inmediata. Esa parte del relato, que ocurre, como ya dije, en un extenso flashback, es por lo tanto lo inverso de la dinámica más habitual de una historia que evoluciona hacia un clímax ubicado cerca del final. Hay muchas maneras de lidiar con ese tipo de situación, algunas de ellas francamente ajenas a los procedimientos usuales en una película narrativa. En esta se optó por un término medio: no se desiste de la premisa de veracidad, pero se construyen arcos de desarrollo en los personajes de Liliana y su hijo. La reconstrucción de ese lazo, entonces, pasa a ser una de las líneas abiertas que se van a cerrar al final y, como suele ocurrir en el cine de Hollywood, esa dimensión familiar se va a beneficiar de la resolución de la otra línea, la de tipo ético, que culmina en el coraje de Liliana y sus colegas de exponer con franqueza los vejámenes que sufrieron y dar testimonio contra sus victimarios, con nombre y apellido. Este artificio corre el riesgo de implantar en la película la sensación de una voluntad de ser “normal”, pero no alcanza como para realmente encauzar su peculiar narrativa en ese funcionamiento. No sé si fue una buena opción.

Con una participación muy importante de España en la producción, la película contó con más recursos que el promedio de las realizaciones uruguayas de ficción. Participan muchos actores, el personaje principal fue confiado a dos actrices argentinas (y, por lo tanto, más conocidas internacionalmente): la emergente Justina Bustos como la Liliana joven, y la estelar Cecilia Roth como la Liliana actual. Los interiores fueron rodados mayoritariamente en escenografías armadas en estudios españoles.

El enfoque es bastante llano. No busca analizar los motivos de la dictadura, y da por conocidos los de la resistencia. No construye personajes especialmente complejos en lo psicológico. Lo del vínculo de Liliana con su hijo es el único matiz del personaje principal, que por lo demás se limita a las reacciones esperables de alguien bueno, solidario y humano ante las situaciones que vive: indignación frente a la injusticia, miedo a la captura, a la muerte y a los suplicios, dolor por la muerte de sus prójimos, disposición a hacer las cosas bien. Los torturadores y carceleros sólo aparecen dentro de una restricción al campo de conocimientos de los personajes principales, y por lo tanto la narrativa no se adentra en sus aspectos personales. Esos oficiales pueden parecer “demasiado villanescos”, pero al parecer, ex presas que vieron la película dijeron reconocer en ellos las características, retratadas en forma fidedigna, de represores reales. Vaya uno a saber: quizá esos hombres, cuando desempeñaban su rol en la sala de torturas, se parecieran efectivamente a un mal actor.

Excepto por la referencia motivada en la mencionada filmación de los cascos azules, no se añade una reflexión específica desde la actualidad. La directora Manane Rodríguez es de la misma generación que el personaje protagónico y parte de las mismas premisas. El tema principal de la banda musical es “Palabras para Julia” (poema de Juan Goytisolo musicalizado por Paco Ibáñez), muy asociado con la sensibilidad de la izquierda uruguaya de esa generación (y otro puente con España).

Así que es una película que podría haber sido realizada hace 20 años. Y que debería haberse realizado hace 20 años, y que es casi increíble que no se haya hecho antes. Por algún motivo, es recién ahora que la sociedad uruguaya logró concretar (y aun así, de la mano de una directora que reside desde hace décadas fuera del país) ese paso necesario. Ojalá que el camino que abre se aproveche y sea transitado y pavimentado, de modo que lo posible y probable se convierta en real.

Migas de pan

Dirigida por Manane Rodríguez. Uruguay/España, 2016. Con Justina Bustos, Cecilia Roth y Margarita Musto. Grupocine Torre de los Profesionales, Life Cinemas 21, Movie Montevideo.