¿Por qué creés que ciertos pensadores como Nietzsche o Spinoza, que estuvieron tan al margen en la historia de la filosofía, hoy están de moda?
-No sé si es que están de moda hoy. Creo que en la historia de la filosofía siempre hubo una línea oscura, de actores no hegemónicos que buscaron tener una mirada distinta. Epicuro fue un autor oscuro, pero no sólo lo leyó el cristianismo, etiquetándolo y colocándolo en un lugar oscuro, sino que también tuvo otros lectores. Marx lee a Epicuro, a Demócrito. El propio Marx es un oscuro leyendo a otro oscuro. Michel Onfray hizo una colección llamada “La contrahistoria de la filosofía” en la que va mostrando a todos esos autores que no se encuentran en los manuales de filosofía. Hypatia, por ejemplo, una filósofa antigua, aunque todo el mundo repite como loro que las primeras mujeres que hacen filosofía son de los siglos XIX y XX. Hay una cuestión que para mí es conflictiva: cómo hace ese pensamiento más irreverente, más cuestionador, más de la sospecha, para no terminar ocupando el lugar que las miradas oficiales necesitan que ocupe a fin de autodiferenciarse. Eso me parece clave. El lugar del que más tiene que correrse un pensamiento crítico es el que la institucionalidad le concede. Nietzsche decía algo así como “que no te otorguen el derecho que de por sí te pertenece”.
¿Te genera problemas la posibilidad de ser absorbido por lógicas como esa, en tus intentos de buscar públicos más amplios que el de los especialistas?
-A mí, particularmente, no. Yo me peleo con la idea de que la transgresión supone un vanguardismo aristocrático. Me interesa tanto la transgresión como la popularización del conocimiento. De algún modo, me engancho a hacer divulgación desde la docencia, y me engancho en la docencia porque desde que empecé la carrera de filosofía me peleé con la idea de que era un saber para pocos. En ningún otro saber hay un regodeo por creerse en un pedestal como en la filosofía. El primer libro de filosofía que leí en la carrera -de [el docente y filósofo argentino] Adolfo Carpio- empieza con una cita de Hegel que dice que no todo el mundo puede hacer filosofía, como no todo el mundo tiene la capacidad de ser médico o zapatero. Era un profesor que decía, entre otras cosas, que las mujeres no alcanzan el mismo grado de profundización reflexiva que los hombres. Entonces, me interesa recuperar la dimensión existencial que cualquier ser humano tiene. Vivimos en un sistema normalizante que hace del cuestionamiento filosófico algo sin sentido o lúdico, infantil o banal. A la filosofía no se la descarta llamándola subversiva o peligrosa, sino llamándola inútil. Es la mejor manera que tiene el poder de domesticarla. En cuanto a las formas académicas tradicionales de hacer filosofía, no dejan de ser -aparte de muchas cosas positivas- un lugar de ejercicio del poder, donde de algún modo va a ser discriminada cualquier disrupción que dé lugar, peligrosamente, a que las estructuras sucumban. Lo que genera la divulgación de la filosofía es que muchos de los que vienen haciendo filosofía desde hace añares, muy tranquilos y seguros en sus cargos, sientan temblar esa seguridad. Ahora, yo creo que la filosofía se hace de múltiples maneras, y que no hay un tipo de filosofía más verdadera o más metódica que otra; se puede hacer filosofía religiosa, atea, de derecha, de izquierda. En ese sentido soy anárquico. También se puede hacer filosofía en la academia, en el aula y en la divulgación. Y en la empresa, y en el fútbol, y en la cocina.
En cuanto al lenguaje audiovisual, Mentira la verdad se hace cargo de que es un programa de televisión. No es una clase filmada así nomás. ¿Qué le hace eso a la filosofía?
-¿Qué le hace a la filosofía? Hay dos consecuencias inmediatas que te puedo caracterizar, o que por lo menos me han llegado como devolución. Por un lado, cotidianiza la filosofía; muchos me comentan: “Ah, sirve para algo, la puedo aplicar a cosas que me suceden: yo también viajo en un colectivo y me pasa eso, yo también estoy en una fiesta de cumpleaños y tengo ese debate sobre quién es mi amigo y quién no”. Te diría que deselitiza la filosofía. Por otro lado, la populariza, o sea, ayuda a entender que no tenés que leerte la obra completa de Kant, que podés ser un obrero y estarte haciendo las mismas preguntas que se hizo Kant, y que no precisás haber leído a Kant para que esas preguntas tengan algún valor. Ahora, evidentemente, el que lee y estudia a Kant va a continuar investigando ese tipo de preguntas, y otros las van a utilizar en un momento. Pero incluso te diría que el que se pasó 50 años investigando a Kant perdió la espontaneidad de las preguntas filosóficas, que necesitan zonas de irracionalidad, de locura, porque cuando la filosofía se domestica a sí misma pierde, creo yo, su naturaleza originaria, que es el asombro. Tiene que haber algo impredecible en la manera de encarar filosóficamente la realidad, porque si está todo planificado ya no es filosofía, es sentido común.
¿Tu intervención desde una dimensión más artística o estética te ha hecho producir conocimiento filosófico de otra forma, o es simplemente una manera de traducir o de divulgar?
-Depende. Si algo tiene Mentira la verdad es que no es un programa de televisión sobre filosofía, sino un programa filosófico. Lo que buscábamos ahí era hacer filosofía; no sólo en las cosas que yo digo, sino en lo que estás viendo, incluso en las metáforas visuales que se usan, en el sonido, en las demoras. Se está buscando reconciliar a la filosofía con su dimensión estética, porque hay un punto en el que la filosofía no deja de ser un género literario, y como tal busca lo que busca todo arte, que es conmover. Una filosofía hiperanalítica pierde esa dimensión estética y se convierte en un discurso academicista, por su burocratización, sus reglamentos y sus referatos, y no pasa nada. Entonces, lo que el arte puede traerle hoy a la filosofía es volver a sus orígenes griegos, cuando surgió justamente frente a la conmoción que genera el ser. Y ese arte, para mí, no se circunscribe a la televisión; se vuelve una capacidad que uno puede desplegar en el aula.
¿Como se me ocurrió Mentira la verdad? Por supuesto, no lo podría haber hecho sin la productora, que fue clave con su conocimiento y su propuesta estética, pero ¿de dónde surge la idea? ¡Del aula! ¿Qué hace un docente en el aula cuando da una clase de filosofía? ¡Actúa! Genera una puesta en escena, todos los docentes estamos pensando en cómo podemos hacer llegar una idea, no estamos pensando en que la idea esté explicada y punto. Yo no podría dar en clase, no sé, el concepto que quieras, la felicidad según Aristóteles, de una manera totalmente distanciada del objeto de estudio. Si eso no te toca la piel, algo falta. ¿De qué se trata, entonces? De dos cosas: popularizar y sensibilizar, que son cuestiones que queremos recuperar en la divulgación de la filosofía. La sensibilidad, que la filosofía es más un arte que una ciencia.
Hablabas recién de los griegos. Nosotros te conocimos por Youtube, por videos que circulaban, y la otra vez hablábamos de a cuántos filósofos contemporáneos uno escucha por Youtube. Zizek, por ejemplo. ¿A vos te parece que hay una vuelta a la oralidad en la filosofía? Y si es así, ¿cambia algo?
-Eso tiene que ver con transformaciones expresivas que se provocan con la informática. En el mundo en el que una persona se mueve se le hace más entrador, más simple, escuchar una clase de filosofía que detenerse a leer un libro. A mí me puede el celular. Y es difícil el libro, porque tengo doce mil millones de cosas abiertas en el celular que no sólo tengo que resolver, sino que hasta me interesan. Entonces, lo que ofrece la informática son focos de interés múltiples que le ganan la batalla al libro. Las clases esas que vos viste, que no fueron pensadas para difundir, son clases abiertas de la Facultad Libre de Rosario -un proyecto militante por la reforma de la educación; ellos buscan un formato universitario informal y han traído a dar clase a Jacques Rancière, a Chantal Mouffe-. Había una cámara fija que tiene un primer plano donde estoy yo dando una clase sobre Foucault. Tiene cientos de miles de reproducciones. Lo que nos llega es mucho agradecimiento por el modo en que después pueden escuchar esa clase. He recibido todo tipo de mensajes, desde “me la llevo todo el día y la voy escuchando mientras viajo o como” hasta “me pongo siempre la misma clase para dormir”. Es muy loco lo que provoca la diversificación de recepciones que da la tecnología. Al mismo tiempo, hay algo en las redes que implica la cultura escrita, porque, nos guste o no nos guste, los chicos escriben más que antes. Aunque lo que escriban sean boludeces, hay escritura. Estamos recién inaugurando transformaciones para nosotros inéditas. No soy un apocalíptico en relación con la tecnología, todo lo contrario, pero tampoco soy un optimista tecnológico. Me parece que la tecnología nos transforma permanentemente, y ni hablar en el mundo educativo; la incapacidad que tenemos para relacionarnos con la tecnología en el aula me parece un problema central. Porque entiendo claramente que la tecnología está proponiéndonos un cambio de fondo en lo que entendemos como aula. Diría, nietzscheanamente, que el aula ha muerto. El aula jerárquica, estanca, disciplinaria, de cuatro paredes sólidas, ha muerto. Me parece que se ha descentrado muchísimo, en el mismo sentido en que Nietzsche habla de la muerte de Dios: no como su inexistencia, sino por la sacralización de todos los detalles de la existencia; lo más interesante de la muerte de Dios es que ahora hay que bancarse que a cada paso que da uno tenga a Dios, porque ya no está en el cielo. Y creo que con el aula pasa algo parecido.
¿Cuáles son, para vos, los filósofos contemporáneos que están presentando preguntas importantes?
-Yo creo que la filosofía es extemporánea, y que por lo tanto la recuperación de los filósofos antiguos no tiene que ver con volver al origen -hablando en términos de Heidegger- sino a lo originario, a recuperar la pregunta por la existencia, que de algún modo está presente no sólo en los griegos sino también en muchos otros pensadores. Lo que me gusta de pensar a la filosofía en forma extemporánea es, justamente, no seguir una línea cronológica ni histórica sobre distintos temas, sino poder nutrirnos de Platón, de Nietzsche o de Derrida. Porque no importa que cada uno haya pensado en su tiempo a la hora de que sus ideas puedan ser recortadas y utilizadas como un pastiche conceptual para comprendernos a nosotros mismos hoy y al mundo en el que vivimos. Eso no significa negar su historicidad, sino entender que cuanto más uno entiende por qué Derrida pensó lo que pensó, como una especie de testigo del Mayo Francés, al mismo tiempo es más posible desmarcar las ideas de su contexto, desmarcarlas metafísicamente, incluso traicionarlas. Por ejemplo, Vattimo dice que hay un Heidegger de izquierda. Yo creo que ni el más abierto de los heideggerianos habría aceptado eso.
Y Vattimo decía: si Heidegger leyera esto, me lo negaría. Pero uno puede hacer una lectura en ese sentido, en el marco de la trama en que uno pone esos conceptos. Yo recorto, y a partir de eso se van armando conceptos nuevos que me parecen fascinantes. Además, me interesa mucho el cruce, la hibridación con otros géneros como la literatura y la religión. Platón es un autor que siempre que leo me dice algo nuevo; me encanta Nietzsche, por supuesto, y lo siento un autor totalmente extemporáneo. Toda la tradición biopolítica me interesa, la iniciada por Foucault y toda la línea italiana: Giorgio Agamben, Roberto Esposito. Hay un texto de Agamben que se llama “Qué es lo contemporáneo”: va a Nietzsche, va a Pablo de Tarso -San Pablo, que es el fundador del cristianismo- pero hoy tenés a Agamben, a Alain Badiou y a Zizek leyendo a San Pablo, escindiéndolo de su contexto histórico y tomando textos suyos para pensar, hoy, formas alternativas a la globalización. Me gusta ese pastiche que cruza lo histórico, los géneros. De todos los autores, si tuviera que decir “me caso”, es con Derrida. Porque me parece que tiene una ternura muy difícil de encontrar en la filosofía. Además de buscar en lo imprevisible, de buscar lo no pensado todavía, de buscar ese abismo, al mismo tiempo está buscando lo más simple de estados de ánimo corporales elementales como la ternura, la dulzura. Habla de las lágrimas, de las caricias, de los animales. En El animal que luego estoy si(gui)endo [en francés, L’Animal que donc je suis, título que juega con el “je pense, donc je suis” -“pienso, luego existo”- de Descartes], Derrida sale de bañarse y el gato lo está mirando, o sea, escribe 200 páginas a partir de algo que lo conmueve, que es su gato mirándolo. Esa ternura recupera la ingenuidad de la filosofía. Es como que cada vez cuesta más que alguien te saque de tus lugares más conocidos, y me parece que esos tipos todavía hacen eso.
Hacés énfasis en esa filosofía de la deconstrucción, de la duda, de lo incierto, con referentes como Vattimo, Esposito o Derrida, y sin embargo sos un pensador con un compromiso político. ¿Cómo articulás las dos cosas? Porque es muy común que gente que toma partido por este tipo de autores prefiera abstenerse de la política más doméstica o de compromisos más estables...
-No sé si es tan así eso. Yo creo que obviamente hay una política tradicional en crisis, y esos autores me dan las llaves conceptuales para pensar esa crisis, ante la cual ha surgido con mucha fuerza, en los últimos años, la antipolítica: los que vemos a la antipolítica como una forma política maquillada estamos buscando una alternativa. Esposito tiene un libro que se llama, en algunas ediciones, Diez pensamientos sobre la política, en el que, del mismo modo en que Derrida aplicó la deconstrucción a la filosofía, él la aplica a la política, y es fascinante lo que abre en ese mundo donde los conceptos políticos tradicionales empiezan a sucumbir y a mostrar sus contradicciones. Él lo hace con la democracia, con la política misma, con el mal. Sobre todo, Esposito se pelea con la idea de relacionar el poder con el bien. La política es poder; entonces, desconfíen siempre del que hace política en nombre del bien. Mi primera definición política tiene que ver con eso. Luego, a lo largo de diferentes contextos histórico-políticos, coyunturales, vos te vas sintiendo más cercano o más opositor a ciertas propuestas. Dentro de lo que es la realidad política argentina, obviamente hay modelos muy distintos, y me queda muy claro qué tipo de modelo para Argentina no tiene que ver conmigo. Ese posicionamiento me lleva a estar siempre cerca de aquellos lugares en los que se intenta construir una Argentina más justa, más democrática, más popular. Si llevás a fondo tu fundamentación filosófica frente a propuestas de gobernabilidad históricamente concretas, vas a tener miles de contradicciones; yo esas contradicciones las vivo, las padezco y hasta las trabajo. El día que me sienta 100% cómodo con alguna propuesta política me revisaré fuertemente. Pero, por lo menos hasta ahora, entiendo con claridad qué modelo de país está en las antípodas de lo que es mi sensibilidad para con el otro. Una sociedad que le dé prioridad al mercado sobre el Estado no tiene que ver conmigo. No soy un fundamentalista de ninguna posición, y menos un personalista en política. Eso es difícil, en una Argentina donde, por la experiencia del peronismo, los proyectos están muy puestos en personas que los representan, pero yo sigo eligiendo los proyectos, no a las personas. Creo en una sociedad politizada.
Entonces, te cierro la ventana que me quedó abierta: frente a la crisis de la política tradicional, se propone la antipolítica; a mí me interesa, como otra alternativa, la politización de la existencia. Se trata de recuperarla, como en el feminismo radical, cuando decían que lo personal es político. Un poco esa línea. Se hace política en el aula, en el ómnibus, en la calle, en la casa. Me parece que esa repolitización ontológica de la existencia es una forma muy interesante de darle pelea a la antipolítica, pero sobre todo para encontrar una respuesta a la crisis de la política tradicional. ¿No será el momento de que la propuesta política sea deconstruir la política? ¿De entender que todavía no se están viendo formas de acción política porque todas las que uno piensa las termina, de algún modo, encorsetando en las estructuras tradicionales, que son las que están en crisis?
Para terminar, si tuvieras que casarte con una única pregunta filosófica, ¿con cuál sería?
-Con la pregunta por el origen. O sea, por qué estoy. Me preocupa mucho morir, pero me angustia más no entender qué soy. Entender que voy a dejar de ser lo puedo licuar con clonazepam; entender qué soy, no hay clonazepam con que pueda, todavía (la farmacología, creo, va a ser con el tiempo mucho más eficiente que el cristianismo en su capacidad de sujeción de las angustias humanas). Pero es esa, la pregunta por el origen. No la típica de para qué estoy y cuál es el sentido de la vida. Sino la que se refiere al hecho de ser. Saber que mi mamá y mi papá garcharon y que de ese cruce, hasta donde sabemos, surgió un cigoto que se fue desarrollando y acá estamos: eso es insoportable. Hay algo ahí que falta. La muerte también, obvio, pero es más fácil angustiarse por la muerte que por el origen.
Gabriel Delacoste y Lucía Naser