El verano que recientemente terminó en el hemisferio norte fue, en términos de recaudación de la taquilla cinematográfica, el peor en dos décadas. Prácticamente todo lo que los grandes estudios intentaron -desde innecesarias secuelas o remakes de películas clásicas a buenas películas comerciales que deberían haber tenido mejor suerte y, por supuesto, los grandes blockbusters llenos de superhéroes y efectos especiales en 3D- fracasó sonoramente o apenas pudo recuperar sus costos. Dos de las escasas excepciones fueron la artística, estetizada y misteriosa La bruja, de Robert Eggers, y la pesadilla acuática con tiburón de Miedo profundo, de Jaume Collet-Serra, dos films notables por su foco narrativo, su cuidada fotografía y su escaso presupuesto, que fue varias veces multiplicado en las boleterías. También tenían en común que ambos, con sus enormes diferencias, podían considerarse esencialmente películas de terror.

No era casualidad; el cine de horror no había gozado de tan buena salud creativa y económica desde el período clásico para el género que fueron los años 70, cuando directores como John Carpenter, George Romero, William Friedkin, Tobe Hooper y David Cronenberg revolucionaban el cine y aterraban plateas con obras como El exorcista, El loco de la motosierra, Rabia y El amanecer de los muertos. Las virtudes de esos films pasaron bastante inadvertidas para la crítica, que en parte seguía sin tomarse el género muy en serio, y en parte estaba distraída con la abundancia de maravillas que poblaron la pantalla grande durante la que tal vez haya sido la mejor década de la cinematografía mundial. Pero 40 años después el panorama es muy distinto: el cine mundial comercial (el de los limitados circuitos de los festivales es un fenómeno aparte) tal vez esté pasando por su peor período artístico desde los tiempos de los hermanos Lumière y, por mucho que se quiera subestimar al género del temor y la inquietud, es imposible ignorar las virtudes de algo como The Green Room, de Jeremy Saulnier. Ante este panorama, en el que se aprecian particularmente los buenos resultados conseguidos con una economía de guerra, casi inevitablemente tenían que aparecer y triunfar algunos uruguayos.

La historia de Fede Álvarez y su descubrimiento cinematográfico a partir del videoclip, tan barato como logrado, del tema “Ataque de pánico”, de Snake, ya ha sido contada varias veces y no es necesario repetirla, pero vale la pena señalar que el principal atractivo de ese corto era, más que su simple trama, la asombrosa habilidad técnica del director para conseguir resultados de calidad increíble en relación con el dinero invertido. Con esa habilidad tan oriental, Álvarez y su guionista Rodo Sayagués emigraron, de la mano de Sam Raimi (alguien que también se destacó al comienzo por su talento para hacer cine a lo grande con presupuestos diminutos), con la difícil tarea de hacer una nueva versión de la ya clásica Evil Dead (1981), y la cumplieron en forma satisfactoria tanto en términos artísticos como económicos. Tras demostrar su capacidad con esa remake, Álvarez y Sayagués deambularon por varios rumores de proyectos -también relacionados con secuelas o reversiones- hasta que desembocaron en una historia original, la de No respires, que los ubica no sólo como buenos artesanos técnicos, sino también como nombres destacados del nuevo “cine de terror inteligente” (una calificación algo simplista, ya que ese tipo de cine siempre existió), además de reventar la taquilla el fin de semana pasado, casi triplicando en pocos días la inversión original.

El éxito económico era destacable por sí mismo, sobre todo en vista de la voluntad de Álvarez de abrir el juego a otros cineastas uruguayos, pero no probaba la calidad de la película. La llegada de No respires a nuestras carteleras demuestra que, además de oficio y economía, hay mucha inquietud cinematográfica detrás de este éxito. En primer lugar, los responsables podrían haberse aferrado a las fórmulas de su film anterior, pero hicieron algo muy distinto. En la remake de Evil Dead, Álvarez enfrentaba la imposibilidad de superar el original apelando a un notable extremismo en términos de violencia y gore. En cambio, No respires es, pese a su textura áspera -y a una escena excepcionalmente desagradable, relacionada con un fluido corporal que no es la sangre, y que se destaca por su originalidad-, una película de terror casi vacía de violencia explícita y sangre. Tres ladrones veinteañeros, no muy simpáticos, se meten en la casa de un veterano de la Guerra de Irak ciego, con la intención de robarlo, y descubren que, lejos de estar indefenso, es una criatura peligrosa y siniestra. La trama es simple y tersa, y los diálogos escasos: Álvarez deja hablar a las imágenes, narrando mediante la acción y el espacio. Para ello cuenta con la colaboración deslumbrante del director de fotografía Pedro Luque, también uruguayo. Mediante dinámicas de claroscuros, de acciones parcialmente iluminadas y sugerencias de movimientos, ambos logran sumergir al espectador en el desconcierto y la inseguridad de los personajes. No es casualidad que el título del film sea una apelación en imperativo, porque desde que la acción se desencadena, la película no se olvida ni un instante de las personas en las butacas, a las que invita a compartir la confusión y el miedo.

El juego con los sentidos también está presente en una producción de sonido que hace casi obligatorio ver el film en un cine. Álvarez no cae en el recurso berreta de causar sustos mediante golpes de ruido más o menos inesperados que buscan sorprender a toda costa; de hecho, va en la dirección opuesta. La banda de sonido, omnipresente y ligeramente industrial, introduce un elemento de incomodidad sónica ominosa durante buena parte del film, y es su interrupción lo que produce los mayores momentos de tensión, cuando casi lo único que se escucha es la respiración contenida de los protagonistas, sumada al aliento no menos contenido de quienes están viendo la película. La interacción de los desplazamientos de los personajes y el juego entre la luz y el sonido es prácticamente perfecta, no ya para un film hecho por uruguayos (si alguien considera que habría que medirlos con una vara distinta por ser compatriotas), sino para cualquier película actual realizada en cualquier parte.

¿Cuánto hay de auténtico cine bajo esta demostración de virtuosismo relacionada con lo sensorial? Muchísimo, o todo, ya que todo gira alrededor de la tensión que se puede transmitir mediante recursos estrictamente cinematográficos. No respires no busca la empatía con sus personajes amorales ni algún tipo de reflexión poético-existencial, sino simplemente la inmersión en una montaña rusa de recursos audiovisuales que, a pesar de ser explícitos en su depurada técnica, funcionan tan engrasados y articulados entre sí que terminan haciéndose invisibles y dejando al espectador en medio de una experiencia vertiginosa de una hora y media. Nada más, pero absolutamente nada menos.

Tal vez también es válido preguntarse cuánto hay de uruguayo en esta película, cuyos principales responsables nacieron y crecieron en este país. En una lectura superficial, uno estaría tentado a decir que no hay gran cosa, más allá de alguna guiñada (un distintivo termo en un armario), pero no es muy difícil descubrir una referencia algo amarga en la breve introducción previa a que el trío de ladrones ingrese a la casa. Al fin y al cabo, toda la trama está ambientada en esa ciudad quebrada y casi tercermundista en la que se ha convertido la otrora industrial y pujante Detroit, de la que la protagonista quiere salir a toda costa -rumbo a California-, alegando que “todo el mundo ya se fue”. Un sentimiento que, desde acá, es imposible no relacionar con las ambiciones de cualquier artista uruguayo. Al fin y al cabo, Álvarez, Sayagués y Luque saben muy bien sobre eso. Se fueron, esto es lo que están haciendo y, la verdad, impresiona.