I

Famosamente, el libro sagrado de los musulmanes fue dictado por el arcángel Gabriel a Mahoma. Al principio, las palabras del Corán estuvieron grabadas sobre hojas de palmera o en cueros animales, pero después de la muerte del Profeta, en el año 632 dC, sus seguidores juntaron y organizaron esos fragmentos y les dieron la forma que tienen hoy.

En un polémico pasaje de Los versos satánicos, la novela que le valió la fatwa al escritor indio Salman Rushdie y lo convirtió en un prófugo, un personaje inventado, que es el escriba al que Mahoma le habría dictado las palabras de Alá para que las plasmara en letras, convenientemente llamado Salman el Persa, altera lo que escucha al escribirlo. El Persa, de hecho, suspicaz acerca de la conveniencia y la oportunidad de ciertas reglas que Mahoma (Mahound en el libro) decía oír, “comenzó, subrepticiamente, a cambiar cosas”. Al principio hace pequeñas modificaciones (si el Profeta decía, por ejemplo, “que todo lo oye, que todo lo conoce”, el escriba anotaba “que todo lo conoce, que todo lo sabe”) y se sorprende porque Mahound no parece darse cuenta. Uno pensaría que estas picardías son un rasgo menor, pero hay que entender que la tradición quiere que lo que está escrito en el Corán sea la palabra de Dios, tal y como el arcángel se la presentó a su más amado siervo, y por eso el mero hecho de hacer un cambio, por pequeño que sea, y que nadie se dé cuenta, es en sí mismo un acto de blasfemia porque significa, en la novela, que el Profeta no puede distinguir la palabra sagrada de Alá de la profana de un simple hombre.

A partir de esa imposibilidad, Salman cae en una profunda crisis porque, habiendo dejado todo por ese hombre, habiendo abandonado a su país y a su familia para servir al enviado de Dios, este parece no diferenciar entre la Revelación y sus palabras pedestres, contaminadas. Y es entonces que prueba hacer algo mucho más arriesgado.

“Él dijo ‘Cristiano’”, sigue la novela, “yo escribí ‘Judío’”. Al terminar la jornada, no obstante, cuando toca leer lo escrito, Mahound “asintió y me agradeció con cortesía”. Tras ese momento de espanto, Salman sigue cambiando versos, hasta que un día nota que el Profeta duda. Esa misma noche, tras meditar largamente, convencido de que debe parar antes de ser descubierto e imposibilitado de hacerlo, abandona el campamento, huyendo de una muerte segura.

II

El terrible caso de Jihad Diyab tiene muchísimas aristas, cada una más compleja que la anterior, que en su mayoría han sido abordadas con mayor o menor responsabilidad por varios periodistas y, con puntual buen juicio, por Soledad Platero en las páginas de la diaria. Sin embargo, Martín Otheguy abría recientemente en Montevideo Portal el camino a una nueva complejidad y en eso me quiero centrar, no haciendo, entonces, un análisis sociológico ni político (porque no sabría cómo) sino de discurso.

En su nota del 13 de setiembre, “Lost in Translation”, Otheguy (que no firma) señala una deficiencia muy severa en la traducción que, en un video difundido por el grupo Vigilia por Jihad Diyab, se hace de las palabras del hombre que, mientras escribo esto, sigue acumulando minutos de hambre y sed a tan sólo unas cuadras. Esa deficiencia no sería, como el primer caso narrado por Salman Rushdie, una mera transposición de palabras, una elección de sinónimos, sino, más bien como el segundo, una completa reescritura de profundas implicaciones políticas.

Como en la novela de Rushdie, en ese video tenemos un mensaje que pasa a través de tres intermediarios: la fuente, que habla en árabe, un hombre que lo traduce al inglés y finalmente el tercero, que traduce desde esa traducción al español. En esa supuesta declaración, Diyab no sólo dice que este país le sigue el juego a Estados Unidos (a quien nombra “el diablo del mundo”), sino que además ha sufrido “más tortura y más presión aquí en Uruguay” que, se entiende, en Guantánamo. Tras corroborar con tres especialistas en la lengua árabe (con uno directamente y con los otros dos por intermedio del abogado Jon Eisenberg), el periodista de Montevideo Portal explica que “se trata de una traducción con intenciones, que no transmite fielmente lo que dice Diyab y agrega expresiones inventadas”, y luego transmite una traducción más fiel de sus palabras:

“Este es mi mensaje al mundo. Especialmente a América y Uruguay, que no nos escuchan y nos hacen sufrir. Estuve en América sufriendo 13 años de palizas y torturas. Luego me dejaron así y me desatendieron. Estoy ahora en el día 23 de la huelga de hambre, no tomé nada de agua desde el jueves.

Mis razones: las promesas que escuché del gobierno de Uruguay desde que dejé Guantánamo hasta hoy. Aún no han resuelto el problema. Promesas de dinero que no significan nada. No voy a comer hasta que deje este país y me encuentre con mi familia otra vez en un país que me respete a mí y a mi dignidad. No quiero nada de este país. Hace 15 años que no veo a mi familia. Mi hija se casa en diez días. Me gustaría poder estar allí.

Voy a decir algo que nadie creerá: el tiempo que pasé aquí es tan difícil como el de Guantánamo. Porque se me dice libre, pero no soy libre. Esto no es libertad. Soy musulmán, y un musulmán no rompe un acuerdo. Accedí a permanecer en este país. Pero esto tenía condiciones. Por ejemplo: encontrarme con mi familia lo antes posible. Esto nunca pasó. Sin esto, el acuerdo está roto. Yo no lo hice, ellos lo hicieron. Quiero mi libertad. Quiero mis derechos. El más simple de los derechos, que Estados Unidos todavía me impide. Quiero a mi familia.

Quiero mi libertad. Y no dejaré que nadie controle mis decisiones y mi vida. Viviré donde quiero. Y quiero vivir con mi familia. Y no en este país. Mi decisión aquí es mi decisión final. O me voy a otro país con mi familia o me muero”.

III

Los musulmanes permiten la traducción del Corán con fines de aprendizaje, pero sólo consideran “el” Corán al original, en la lengua de Mahoma. Salman Rushdie conocía esta idea de lo original, de lo falsario, de la copia y de la manipulación cuando escribió su libro, y sufrió las consecuencias. Sin embargo, lo que ese libro ponía en discusión debería discutirse ahora una vez más en torno a Diyab.

A su alrededor, como frente a todo acto político (poner el cuerpo es siempre un acto político), se ha creado un ambiente enrarecido, donde las buenas intenciones, el desinterés humanitario y la caridad conviven con el oportunismo, la estrategia y la propaganda, habiendo tantas cosas tan diversas en juego, desde relaciones diplomáticas internacionales a acuerdos económicos (nunca viene mal, para ver el fondo turbio de todo esto, recordar al ex presidente José Mujica diciendo que para venderle naranjas a Estados Unidos se tuvo “que bancar a cinco locos de Guantánamo”), desde carreras políticas en ascenso hasta una vida humana que a menudo parece ser olvidada. Pero lo cierto es que se le puede cuestionar todo a Diyab, pero la superposición terrible de versiones sobre sus palabras, la alteración brutal de su discurso, el irresponsable e irrespetuoso manejo del mensaje de este hombre dan pruebas irrefutables de que, al menos en una cosa, tiene razón: la libertad está todavía lejos para él.

Vuelvo una vez más a la novela de Rushdie. Cuando otro personaje le pregunta a Salman el Persa años después por qué estaba seguro de que si Mahound se enteraba de sus alteraciones de la escritura sagrada lo mandaría matar, el ex escriba contesta, con resignación: “Era su Palabra contra la mía”.