-Es cuando te hacen dudar de las cosas más obvias -me dice Tea mientras escarba con las manos, llenas de mayonesa, dentro del pan, la lechuga y el tomate que completan su milanesa de pescado, buscando una espina que no existe-. ¿Entendés?

-Más o menos -le digo.

-Por ejemplo, la película que vimos el otro día, la del rubio que está que se parte, ¿cómo es que se llama...?

-¿Viggo Mortensen?

-Ese, sí, Dios mío, debe andar en los 50 y largos y sigue estando como quiere. Incluso en una parte sale en bolas; un lujo. Igual que Brad Pitt, aunque el Brad debe estar lleno de ciru...

-Al grano, que hay poco espacio.

-Bueno, te decía, Capitán Fantástico se llama la película. Vos ya la viste, pero para los que no: Viggo hace de una suerte de hippie maoísta que vive en el bosque, aislado del mundo, con sus seis hijos. Los educa como se le antoja y se caga en la moral burguesa, la medicina, el sistema educativo y la mar en coche. Y si bien eso les genera a los pibes serios problemas para socializar con el resto del mundo, son genios. En una parte, mientras maneja la bañadera que traslada a su familia por las rutas de Estados Unidos, Viggo ve por el espejo retrovisor a una de sus hijas, que debe andar en los 13 o 14 años, leyendo Lolita, la novela de Nabokov. La mea porque no es un libro apropiado para su edad, pero por dentro se enorgullece de que la piba no respete las reglas. Y decide interpelarla: “¿Qué te parece el libro?”, pregunta, haciéndose el boludo. “Es interesante”, responde ella, y entonces Viggo la caza al voleo y le dice: “No seas cagona; ‘interesante’ es una palabra que no dice nada; decime realmente qué te provoca ese libro”. La piba, vergonzosa, trancada, responde que el libro la confunde, porque, por un lado, el protagonista es un pedófilo, le tiene ganas a una niña de 12 años y, por eso, le da asco, pero, por otro, no puede dejar de quererlo, de identificarse con él, y tal vez eso se deba -la piba arriesga hipótesis- a que la historia está contada desde su punto de vista. Y se queda ahí, no hay conclusiones. Viggo aprueba con una sonrisa y vuelve a mirar la ruta; eso es literatura.

Tea termina de hablar y siente la lengua seca. Hace calor, es mediodía y estamos sentados en los bancos de madera del boliche barato de Cabo Polonio. Entonces se clava de un buche el vaso de cerveza. Me mira transpirar y sonríe.

-Cambiando de tema, ¿dónde está la plata? Mañana tenemos que pagar el alojamiento.

Dudo pero le cuento. La última semana de diciembre, antes de irnos, fui al cajero. Siempre voy al de la Torre Ejecutiva, aunque tengo uno más cerca, porque para llegar tengo que cruzar la plaza Independencia y entonces puedo ver un rato el cielo y el sol y sentir el aire fresco que viene de la rambla y sube por la calle Ciudadela. Pero la tarde que fui el cielo estaba encapotado, había humedad y se veían relámpagos en el horizonte. Crucé la plaza caminando, despacio, subí esas raras escaleras de piedra que parecen flotar en el aire, me paré en la puerta del cajero, comprobé alegremente que adentro no había nadie y saqué la plata en menos de un minuto. Cuando me iba, vi que una niña pobre y negra estaba parada en el primer peldaño de la escalara, mirándome. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Imposible saberlo. Un minuto antes no había señales de ella. Me pidió una moneda. Yo estaba tan contento con mi paseo que me acerqué sonriente, me llevé la mano al bosillo y le di en el pecho una patada tan fuerte que voló escaleras abajo y se partió la cabeza contra el asfalto de la calle Ciudadela.

Detengamonos aquí un momento.

Intuyo que a esta altura del relato la mayoría de ustedes habrá descubierto que lo que acabo de contar nunca ocurrió realmente. Nada. Ni lo primero, ni lo segundo. Es probable que varios estén evaluando abandonar la lectura en este preciso instante. Quédense un rato, nada más. Primero, porque les voy a dar la razón: si bien el nombre del medio en que estoy escribiendo sugiere que las cosas que se presentan en sus páginas pueden hacerlo bajo formas alternativas u opuestas a las tradicionales, en última instancia no deja de ser un diario y todos aspiramos a que las cosas que aparecen escritas en los diarios no sean creaciones de la imaginación pretendidamente reales, a no ser que el propio diario nos advierta explícitamente de ello. Ese es el pacto que firmamos los lectores.

Pero hay otro pacto... [interrumpe Tea; con las manos engrasadas de pescado lee la versión final de este texto, que logré imprimir en el almacén de Lujambio, e introduce una observación que me obliga a reformular todo lo que sigue].

-Estás mintiendo -dice, y desliza la hoja hacia mi lado de la mesa con un sutil movimiento de tres dedos-. Decís que te apoyás en ese pacto para hacer otra cosa. Decís que jugás con las formas de la escritura confesional, decís que no sos vos cuando escribís, decís que escribís como el personaje de una novela, que el yo del texto es diferente del yo de la vida, que incluso a veces defendés posturas en las que no creés para provocar determinado efecto en el lector. Pero no te das cuenta de que en ese proceso estás diciendo de vos mucho más de lo que querés.

Siento que me atacan.

-No te sigo. Explicate mejor.

-A ver, querido, podrás rastrear el origen real de mis elucubraciones, pero eso está muy atrás en el tiempo; soy un personaje salido de tu imaginación y, por lo tanto, conozco el funcionamiento de tus procesos creativos tanto o más que vos. Sé que inventaste la historia de la niña y el cajero sin asignarle un sentido específico y sé que luego, mucho después, pensaste en escribir algunas cosas sobre los vínculos entre realidad y ficción; ahí echaste mano a ese cuento, porque entreviste que contenía algunos elementos que podían servirte. Y además sé que, posteriormente, pasó algo con unos choferes de Cutcsa y un grupo de Whatsapp y se te ocurrió usar a Lolita para inducir, sobre el final de este párrafo, una sensación de asco en los lectores, que graficara los efectos reales, en el cuerpo, de cierta irresponsabilidad con la que los seres humanos manejamos nuestros relatos. Pero nada de esto invalida el hecho de que, al decidir contar esa historia y no otra, estás diciendo de vos mucho más que lo que pretendés. No importa que los personajes sean “ficticios” o “reales”; vos los inscribiste en un relato, los hiciste vivir, les asignaste un sentido a sus acciones, te involucraste con ellos de determinada manera, y de ello emerge una verdad sobre vos mismo que te interpela mucho más que cualquier promesa que puedas hacer de contarte tal como sos (dicho sea de paso, yo no te creería nada de lo que dijeras bajo esa categoría). Entonces, hablando mal y pronto: ¿qué mierda significa el hecho de que hayas producido la imagen de un varón adulto pegándole una patada en el pecho a una niña negra y pobre? ¿Y qué significa el hecho de que decidas que está bien contarlo? ¿Y qué significa el hecho de que yo sepa que sos bien consciente de lo que eso implica y que, por lo tanto, pueda espetarte a la cara que también sé que es altamente probable que tu imagen no haya sido esa sino otra (mucho más oscura, como esas cosas que pasan en los sueños) y que la disfrazaste para hacerla aceptable a los contenidos que imaginás que debe tener la sensibilidad... [interrumpo; esto se está yendo de las manos y creo que el punto acerca de la fuidez de los vínculos entre las palabras y las cosas ha quedado claro, si no en el intelecto, por lo menos sí en cierta humedad que aspiro a que esté asomando, ahora mismo, en las glándulas salivales de los lectores].

* Este relato es un fragmento de una novela a cuatro manos que el autor y Tea escriben actualmente.