2016 dejó la impresión de haber sido un año de mortandad inusual y especialmente grave en el rock, y si bien no hay duda de que varios de los fallecidos fueron artistas de gran magnitud, hubo otros factores que contribuyeron a esa percepción. Por un lado, el mundo perdió en 12 meses a figuras destacadas de distintas generaciones y con muy diferentes públicos, lo que contribuyó a que las sensaciones de duelo se potenciaran, pero quizá lo más interesante haya sido que esas muertes se produjeron en el marco de cambios profundos relacionados con el modo de consumo de la música popular y con los medios de comunicación, que también contribuyeron a amplificar la noción de pérdida.

Para entender esto, puede ser útil recordar dos antecedentes, que tuvieron el impacto adicional de que quienes fallecieron eran jóvenes. El primero fue la muerte en un accidente de aviación, el 3 de febrero de 1959, de JP -The Big Bopper- Richardson, Ritchie Valens y Buddy Holly. El segundo, la pésima racha de setiembre de 1970 a julio de 1971, cuando perdieron la vida tres artistas de primera magnitud: Jimi Hendrix, Janis Joplin y Jim Morrison. Lo de 1959 se produjo en los albores del rock and roll, cuando esa música de origen afroestadounidense se extendía, con intérpretes blancos, a un público mucho más amplio, sobre todo a partir de la difusión por radio y de las giras. Lo de 1970-1971 ocurrió en un período de auge internacional del rock, ya apoyado en revistas especializadas, grandes salas dedicadas por completo al género, programas de televisión, festivales masivos y películas sobre estos.

Por otra parte, ambos antecedentes se ubican en un período (reciente y breve en términos históricos) posterior a la innovación de que la música pudiera ser grabada, reproducida en forma industrial y consumida masivamente por personas que nunca habían estado en presencia de los intérpretes, pero ocurrieron en dos momentos muy distintos de ese período. En 1959 predominaban aún los discos “simples” de vinilo, con una canción de cada lado -por lo general, una sola de ellas candidata al éxito-, que habían desplazado a los viejos soportes de “pasta” (goma laca endurecida). En 1969 estaba impuesto el formato del vinilo “de larga duración” (LP, por las iniciales de long play), con aproximadamente 22 minutos grabados de cada lado, y en ese marco tenía gran prestigio el “álbum conceptual” dedicado a determinada temática, con temas musicalmente vinculados entre sí, o incluso de “óperas rock”. Más allá de esta variante, cuya definición siempre ha sido imprecisa y que tenía antecedentes décadas antes (cuando el término “álbum”, que heredamos, se refería a un conjunto de discos de pasta que se vendían juntos), sin duda se consideraba más “artístico” que cada LP de un solista o un grupo expresara una fase de su trayectoria, y era bastante mal visto que no ofrecieran novedades en algún sentido -lo cual tenía bastante que ver con la noción de un “rock progresivo”- o que fueran apenas un rejunte de canciones sin común denominador.

Del vinilo al mp3

Si tratamos de ubicar las muertes de músicos durante 2016 en el sistema de coordenadas que acabamos de esbozar, lo primero que salta a la vista es que este fue profundamente alterado, desde el comienzo de los años 70, por sucesivos cambios tecnológicos. En esa década se popularizó el casete, y con él, luego, la posibilidad de que los aficionados grabaran y conservaran su música preferida sin necesidad de comprar un objeto producido en serie (de hecho, las grabaciones caseras podían tener una fidelidad mucho mayor, ya que las ediciones industriales de casetes se copiaban a alta velocidad, y por ese motivo perdían riqueza sonora). Esto, además de afectar en forma importante las ventas de discos de vinilo, influyó, sin duda, para que los álbumes de larga duración, en cualquier soporte, empezaran a perder su posición hegemónica.

En los 80 se produjo el auge de los videoclips, entre cuyas consecuencias estuvo un regreso a la producción de temas aislados en busca del éxito, y también la expansión de otra forma de consumo, mediante la televisión, que no implicaba comprar un objeto (y no pasó demasiado tiempo antes de que estuviera al alcance de muchos interesados en la música la posibilidad de grabar los clips en un VHS, para verlos cuando quisieran). Fue un nuevo factor que subvirtió el reinado de los álbumes, conceptuales o no, como formato principal de las ediciones musicales. En la misma década se introdujo masivamente en el mercado, con bombos, platillos y promesas de alta fidelidad eterna, el disco compacto, que podía contener al comienzo hasta 74 minutos de música (y que, supuestamente, no era copiable, lo cual les devolvió a las compañías discográficas una breve ilusión de control), pero el efecto combinado de otros cambios determinó que el advenimiento del CD, si bien borró del mapa a los casetes y relegó a los LP a un lugar marginal, no devolviera demasiado vigor a la producción de álbumes extensos (de hecho, a muchos discos de la era del compacto les sobra obviamente material flojo, que no habría podido incluirse en un vinilo de 40 o 45 minutos). Y, en definitiva, ya en los 90 los archivos de música en formato mp3 y la facilidad creciente para intercambiarlos mediante internet le asestaron golpes durísimos a la estructura previa de difusión y venta de música, a los que luego se agregarían, como tiros de gracia, las posibilidades de escuchar música sin pagar o pagando muy poco, mediante plataformas como Youtube, streaming y otras modalidades.

Corresponde señalar aquí que aunque, como se dijo al comienzo, los músicos fallecidos el año pasado surgieron en distintas décadas, con trayectorias atravesadas por los cambios mencionados hasta ahora, varios de esos artistas fueron responsables de obras que se consideran típicos “discos conceptuales”. Esto es claro en los casos de David Bowie, Prince, Leonard Cohen, Paul Kantner -de Jefferson Airplane-, Keith Emerson y Greg Lake (de, obviamente, Emerson, Lake & Palmer) y Glenn Frey -de Eagles-; la mayoría de los demás, incluyendo a los más jóvenes, como George Michael y el rapero Phife Dawg, de A Tribe Called Quest, desarrollaron de todos modos carreras en las cuales los discos de larga duración (incluso en la era del CD) marcaron hitos y fueron la unidad de medida para identificar períodos creativos.

No es sólo, entonces, que haya muerto en 2016 una gran cantidad de músicos destacados. No es sólo que esos músicos habían sido héroes para muchas personas que actualmente ocupan posiciones de poder en los medios de comunicación o forman opinión desde otras plataformas (lo cual incidió, obviamente, para que los obituarios se difundieran con especial dramatismo). No es sólo que la masificación del uso de redes sociales haya multiplicado, en una forma inimaginable hace apenas una década, las expresiones de pesar por “el muerto del día”, construyendo una especie de velorios virtuales masivos y globalizados. Todo eso es cierto, pero también lo es que las muertes de esos artistas fueron signos de que está terminando un período prolongado, pero no tanto en perspectiva histórica, en el cual la producción musical se organizó con base en determinadas posibilidades de grabación, de difusión y de comercialización.

Ya vendrán tiempos peores

Considerando la expectativa de vida en Estados Unidos (79 años) y en el Reino Unido (81), lamento informar que, obviamente, la mortandad de artistas que se hicieron famosos a partir del estallido mundial del rock irá in crescendo, con un pico previsible en torno a los años 20 de este siglo (supongamos que la relación de este grupo particular de personas con el promedio se ve afectada por dos factores contrapuestos que se neutralizan entre sí: si bien han cometido probablemente más excesos que la mayoría de sus compañeros de generación, y eso puede acortar sus vidas, también se volvieron a menudo ricos, y eso les da acceso a mejores cuidados médicos). Al ritmo actual de los cambios tecnológicos, es difícil prever cuáles serán los amplificadores de noticias y las plataformas de intercomunicación que canalizarán el duelo en esa década, pero aún más difícil de pronosticar, y mucho más relevante, es cuáles serán las formas de difusión y consumo de la música que a esa altura estarán moldeando su producción.