Suele suceder que en Uruguay el verano se constituye en sinónimo de calma, meseta, cierta quietud, por un lado, y cierto distanciamiento con respecto a los problemas centrales del país y del mundo, por otro, que se asocia a un espíritu de distracción e incluso festivo. Pero a veces este mismo impasse ofrece el espacio para sentarse a escribir unas líneas, incluso sobre cuestiones que nos preocupan pero no necesariamente se vinculan con un emergente específico que cope la agenda de la opinión pública.

Integro, como docente, el Departamento de Pedagogía, Política y Sociedad, inscripto en el Instituto de Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Lejos de querer complicarla, resulta pertinente la contextualización para situar estas palabras, ya que uno de nuestros cometidos principales es el de aportar elementos para la reflexión sobre el campo de la educación. En particular, una de nuestras preocupaciones es la de analizar los discursos que se despliegan en esta área e inciden en la definición de políticas educativas.

El desarrollo reciente de las neurociencias ha ampliado sus vínculos con el campo de la educación, generando una trama discursiva que acentúa los componentes bioquímicos y biofísicos que describen la estructura y la función del sistema nervioso central, tratando de comprender la articulación de las neuronas y otros elementos de este. Entre otras cuestiones, las neurociencias vienen desplegando un conjunto de nociones que plantean las bases biológicas para comprender más y mejor las conductas de los sujetos. Para simplificar algo, un conjunto de disciplinas que desde hace más de dos siglos venía acrecentando la profundización en áreas vinculadas a los impulsos eléctricos y las moléculas que los transportan, entre otras, viene aumentando su incidencia en la explicación de fenómenos educativos, como la potencialidad para el aprendizaje, la (im)posibilidad para la convivencia y las fuentes de la violencia en los centros educativos, la pertinencia de la inclusión de las nuevas tecnologías en los procesos de enseñanza, etcétera.

Este y otros discursos encuentran terreno fértil de desarrollo ante la ausencia de la construcción de discursos pedagógicos que permitan comprender las relaciones educativas en sus múltiples e incomensurables dimensiones. Y también se amplifican ante una creciente preocupación por lo educativo y su papel en la construcción de la identidad personal de las futuras generaciones y su inserción como futuros ciudadanos en el desarrollo de sus respectivas sociedades.

Reivindico aquellas posiciones pedagógicas, diversas por cierto, que sitúan las prácticas educativas en la historia humana y se apartan de toda suerte de determinismo biologicista. Para ser más claros: las neurociencias plantean, y es un discurso que viene creciendo en la voz de distintos actores políticos, que en los primeros años de vida se juega buena parte del desarrollo del cerebro y que, por lo tanto, el componente nutricional resulta central. Estamos de acuerdo. El punto es que se simplifica el análisis si se termina ahí y no se sigue: cómo algunos acceden a los alimentos y otros no resulta esencialmente un problema histórico, social y político. Peor aun si como actores de la educación nos convencemos de que, como el cerebro ya no se desarrolló, el individuo ya no aprenderá y, por lo tanto, toda apuesta educacional será inútil.

Por poner otro ejemplo: retomando el planteo anterior, hay algunas partes del cerebro que guardan relación con el comportamiento social, y cuyo adecuado desarrollo contribuye a internalizar pautas y normas sociales; ante la ausencia de ese desarrollo pueden surgir las anomalías sociales y las dificultades para relacionarse con otros, pudiendo llevar a expresiones violentas ante la falta de otras posibilidades de resolver los conflictos. Esta visión va ganando terreno entre los actores de la educación ante la falta de construcción de discursos pedagógicos que puedan colocar arriba de la mesa cuestiones como la participación, el diseño organizacional que habilita (o no) a construir acuerdos, y el reconocimiento del otro como resorte ético primordial. Así, se construye una noción de violencia casi de orden genético, en lugar de rastrear factores históricos, sociales, institucionales y políticos que sean el caldo de cultivo para expresiones violentas.

Podríamos seguir con otros ejemplos, como la cuestión de la inclusión de la diversidad. Valoro el aporte de las neurociencias como el de la historia, la economía, la sociología y tantos otros saberes que aportan sus instrumentos conceptuales para comprender la complejidad de los fenómenos educativos. Pero la pedagogía tiene algo para decir, no sólo como campo específico de conocimientos, sino también como síntesis de aquellos aportes en una lectura educacional. Cuando la pedagogía calla, cede espacios a los discursos de distintas procedencias que captan la atención como posible moda. Cuando la pedagogía se pronuncia, le resulta inherente la perspectiva política de las prácticas educativas.

Álvaro Silva Muñoz.