El cuerpo. A prueba de balas, resistente, estoico luchador que convierte oxígeno en energía, concatenación perfecta de los engranajes que mueven al ser, esa sutilísima red de sensaciones fantasmagóricas que tanto ha dado para hablar desde los comienzos de la historia. El cuerpo despierta y alerta lo que uno, sinceramente, ya sabe. Y allí es cuando se produce el más fiel de los síntomas, la ineludible cuestión: un dolor.

Para ella fue una lumbalgia que la dejó tumbada boca abajo en la cocina de su recién estrenada amante, entre los dos tachos de basura (uno para lo orgánico, otro para lo seco). Y esto desencadenó una secuencia de situaciones trágico/jocosas. Primero, el esperpento: la había elevado por los aires con algarabía, a su amante, la soltó súbitamente y, con el rostro desfigurado de sufrimiento, culminó el acto en el suelo de baldosa fría sin poder levantarse. Tal impedimento le recordó a la inercia de la que había sido víctima unos años antes, le hizo pensar en la muerte y en la desgracia; por eso lloraba con pánico como una niña indefensa, los mocos fluían como cascadas hacia el suelo sin que ella pudiera secárselos –cada movimiento le provocaba un incendio entre las vértebras de la espalda media, en donde había sentido el tirón–. La amante miraba cómo ella temblaba y con espasmos intentaba ni siquiera ponerse en pie (empresa demasiado ambiciosa para el momento), sino al menos despegar un poco el torso del suelo. Y al no saber qué hacer, la mencionada amante fumaba tabacos y tomaba el café que habían preparado para desayunar, a las dos de la tarde de un sábado. Un café que ella, entre los tachos de basura, reclamaba sollozando. La amante preocupada le trajo una manta para protegerla del frío y, fingiendo no estar asustada hasta la médula, intentaba consolarla con frases que ella no oía por estar sumida en un dolor ya no tanto físico sino más bien de la infancia, y el padre, y su ausencia, y esas cosas que una llora cuando tiene la excusa perfecta y lo permite la circunstancia.

Para levantarla del suelo hubo que tener paciencia; una vez que ella exorcizó su llanto primitivo, la amante le alcanzó una conjunción de remedios exactos: una bolsita de agua caliente y una pastilla sedante. Tras esto, ella hizo el esfuerzo de levantarse porque su dignidad ya le pedía estar en pie, aunque sólo lo logró a medias, quedando en una posición semierguida, con el torso doblado en ángulo recto sobre la cadera, y, apenas pudiendo mover las piernas, avanzaba con más parsimonia que el caracol mientras la amante se aseguraba de sostener la bolsita en el punto medio de la espalda, que sin esa fuente de calor podría haber quedado rígida, fosilizada en esa postura de mesa plegable, trancando el paso hacia la habitación para siempre. Sonaba detrás la emisora de radio más vieja del país, con folclores que acompañan las tardes de señores jubilados hace tiempo. Y tras un catálogo de quejidos y de risas –ambas eran conscientes de lo cinematográficamente ridículo de su situación–, ella estuvo tendida en la cama, inamovible, sintiendo el efecto aletargante de la pastilla y cómo todo comenzaba a estirarse y a hacerse más lento; el dolor dejaba de estar presente para ser parte de un entramado de sueños mezclados con frases. En un momento en el que sostenía con fuerza sus párpados casi abiertos vio a su amante llorar diciendo que le preocupaba el efecto aplastante del sedante, que si estaba bien, que qué podía hacer, pero ella balbuceaba respuestas desestresadas, poseída por el dulce letargo. Intentó mantener esa apertura visual para indicarle a la otra que no estaba tan sumergida en un sopor incuestionable, pero fue en vano; se durmió como un angelito.

Esa noche, ambas tuvieron que asumir lo peor: habría que dirigirse a buscar atención médica urgente a un hospital cercano que ni siquiera se animaban a pronunciar. La emergencia de la salud pública. Donde todo podría pasar. Ella inventó varias excusas para esquivar el trámite, incluso quiso fingir su mejoría, de forma tan torpe y ridícula que sólo generó lo opuesto: la confirmación de que había que ir al hospital. No perdió ocasión de seducir a su amante, buscando distraerla y distraerse, hacerse olvidar el episodio trágico, pero la calidad robótica de sus movimientos despertaba en la otra incluso menos pasión que la mueca de dolor constante acompañada del “agghhhh” murmurado entre dientes con cada movimiento de la espalda. Y allá fueron, despacito, a la emergencia.

La sala de espera tenía algunas sillas de metal ocupadas por unas pocas personas. Ninguna de ellas sangraba visiblemente ni tenía síntomas terribles que pudieran notarse. Se sentaron en el centro y comenzaron a observar a su alrededor: el lugar blanco, no muy limpio, sin cuadros, sólo una recepción, una máquina expendedora de café y otra de yerba, un tacho de basura semilleno y, al fondo, la entrada a unos baños poco prometedores. El flujo de pacientes sucedía a través de dos puertas: una, ubicada junto a la recepción, se abría seguido para llamar a personas o para despedirlas; por la otra, detrás de los bancos, era donde ingresaban los enfermos para ser atendidos. De la primera puerta surgió un hombre alto, de unos 70 años, con un pantalón bastante suelto y un caminar desequilibrado. Tenía un gorro de lana sobre la cabeza, de esos de corte ruso con protectores para las orejas, aunque había olvidado ajustárselo y le bailaba sobre el escaso pelo gris. Pronunció unas palabras, quizá para sí mismo, se dirigió hacia el tacho de basura que estaba junto a la entrada y revisó un poco el material, al parecer sin encontrar nada de su interés. Luego se sentó en una de las sillas de la sala de espera. Mientras el hombre se sentaba, ingresaba a la emergencia un señor aun más alto, con el pantalón más suelto y el andar más desequilibrado. Se dirigió inmediatamente a los baños. A todo esto, otro hombre iba y venía nervioso; el golpeteo insistente sobre la puerta del consultorio era producto de su ansiedad. La puerta no se abría, a pesar de que él llamaba con una voz de lamento grave. Tenía un pantalón deportivo y una camiseta arremangada que dejaba ver una parte de su abundante constitución, con unos curiosos rasguños en el lateral de la panza. Una campera de tela atada a donde debería estar su cintura no servía para ocultar nada. El hombre que había ingresado al baño salió de él y se dirigió a la primera puerta. En ese lapso entraron unas cuatro personas, una de las cuales emitía sonidos desgarradores de desasosiego; tuvieron que esquivar al hombre más alto (el que había ido al baño), que, surgido del interior de la emergencia, se dirigía expreso al tacho de basura para revisar el desorden que ya había dejado el otro. Este, por lo visto, sí encontró artículos de su interés: seleccionó una bolsa de contenido dudoso y se la llevó de equipaje. El golpeteo del hombre de camiseta arremangada fue oído y la puerta se abrió. Él pronunció, con una voz pegajosa, palabras que no quedaban claras; las enfermeras lo interrogaron sin mucho éxito. Entretanto, ella y su amante intentaban reprimir las carcajadas de lo absurdo de los hechos del día mientras el hombre decía que había estado internado ahí y que quería volver, a lo que la respuesta era: “¿Se fugó, señor?”. La risa de ellas se cortó súbitamente cuando entró a la sala una mujer de unos 50 años que, con actitud violenta, las miró directo a los ojos tras revisar lo que venía quedando del tacho de basura y extraer de él unos vasos de plástico, con fines misteriosos. La señora fue llamada de inmediato desde la puerta del fondo, por donde habían hecho entrar al hombre de la camiseta arremangada; ya no cabía duda de que se había fugado. Ellas se entretenían jugando con acertijos infantiles para matar el tiempo: el viejo y querido veo veo, satisfacción garantizada. En el veo de la amante descubrió estar casi sentada sobre lo que parecía ser el desecho salival de quien ocupara previamente ese asiento.

Veo veo. ¿Qué ves? Una cosa, ¿Qué es? Es transparente, aunque medio verdosa, empieza con “g” y termina con “o”. Mmmm... ¡Un gargajo! ¡Exacto!

La mujer de los vasos de plástico salió como un torbellino y atravesó la sala, feroz, quitándose la campera y dejando ver una musculosa negra que acentuaba su aspecto andrógino. Se detuvo junto al tacho de basura nuevamente, miró de frente a todos los que estaban en la sala de espera y los contó en voz alta. “Uno, dos, tres...”, y así sucesivamente hasta el nueve, varias veces, ignorando la evidencia de que, en realidad, eran unos 13, y confirmó la cuenta con un grito: “Son nueve”, para efectuar luego, para su público, una serie de gestos circulares con las manos, que incluían un golpe con la palma de la mano en el antebrazo; con mayor bronca les advirtió que esta sería la última vez que robarían su pensión, y dejó la sala.

Al fin, las llamaron desde el consultorio y pudieron contarle lo sucedido a la doctora, que, por cuestiones evidentes, tenía una mirada estresada y agotada, algo ida. Obviaron el hecho de que el dolor se había producido al levantar la una a la otra, inventaron una simpática historia de cajas con libros. La doctora dictaminó “lumbalgia”, recetó calmantes y las despidió. Al dejar la emergencia no pudieron evitar echar una hojeada al codiciado tacho de basura y vieron que el artefacto tenía un fondo falso; a través de los restos de papeles y de envoltorios de dulces se adivinaba una luz que parecía provenir de abajo, un curioso haz dorado que hacía que todo resplandeciera de forma sobrenatural. Ambas pudieron dominar la extraña tentación de meter la mano, pero no fue fácil.