La de Carlos Busqued es una historia demasiado fascinante como para resistirse. Un docente de ingeniería proveniente del Chaco (pero mudado a Córdoba a los 16 años), fumón y totalmente desconocido, se presenta sin ninguna esperanza al premio Herralde, queda como finalista y es contactado por el mismísimo fundador de Anagrama. Este le comenta que, pese a que no fue seleccionado como ganador del premio, está interesado en publicar su novela. Busqued, un poco por gusto y un poco por no poder procesar del todo la sorpresa, se demora unos días en responderle, pero terminan llegando a un acuerdo. Bajo este sol tremendo es publicada y resulta ser una de las obras más ásperas y siniestras de la literatura argentina, lacónica, metódica e inmisericorde, como si fuera el reverso chaqueño de una novela de Cormac McCarthy.

Pasa el tiempo y Busqued no vuelve a publicar. El mundo literario, acostumbrado a ritmos editoriales que intentan exprimir a los autores mucho antes de que la fruta siquiera llegue a caer del árbol, espera una segunda novela, pero él se demora, no da demasiadas entrevistas y dice estar en un proyecto mucho más grande. El mito de la novela crece junto con el del escritor, sobre quien se comienzan a tejer historias semificcionales que beben de la naturaleza de sus personajes. En toda esa lenta pero persistente locura, Israel Adrián Caetano decide llevar al cine Bajo este sol tremendo, con actores de la talla de Daniel Hendler y Leonardo Sbaraglia.

A primera vista, el nombre del uruguayo Caetano, autor variopinto, responsable del primer gran hito del “Nuevo Cine Argentino” (Pizza, birra, faso, 1997) y director de Un oso rojo (2002), que llegó a coquetear con el género del western, en oposición al tono mucho más parco y cuasidocumental de Bolivia (2001), parece ser el punto de intersección preciso, entre lo alternativo y lo mainstream, para realizar una versión de esa novela. Desde la primera zona se podría haber producido una obra demasiado yerma, y desde la segunda, simplemente otra película policial ambientada en el norte argentino.

En la adaptación, Caetano respeta lo estrictamente ligado al argumento. Cetarti, un porrero sin demasiadas luces ni emotividad (Daniel Hendler), recibe la truculenta noticia de que su hermano y su madre fueron asesinados a escopetazos. La llamada llega de parte de Duarte (Leonardo Sbaraglia), albacea del asesino (pareja de la madre, que decidió acabar con su vida una vez perpetrado el crimen), quien intenta ganarse unos mangos haciendo de puente entre el único familiar directo de la muerta y un seguro de vida de la caja militar que sabía que su amigo había dejado. La llegada de Cetarti a la localidad chaqueña de Lapachito y el contacto con Duarte son sólo el primer escalón en un descenso al infierno, y lo que comenzó con apariencia de una transacción oportunista comienza a entremezclarse con secuestros, violaciones, extorsiones y resabios de la dictadura militar argentina.

En lo estrictamente cinematográfico, poco se le puede reprochar a El otro hermano. Caetano logra cocinar a fuego lento varias subtramas sin que se interrumpa un crescendo lóbrego y acuciante, como quien comienza a bajar el dimmer de una habitación hasta llegar a la completa oscuridad. Y es curioso tener que hacer referencia a la oscuridad, porque gran parte de lo acción de El otro hermano sucede a plena luz, una luz que, más que dejar claridad, y permitirnos o permitir al protagonista ver alrededor, calcina la vista, las calles de tierra y los propios cuerpos. “Ese sol tremendo” aparece como un testigo inmóvil e infatigable de la crueldad de los hombres, de un ecosistema cerrado sobre sí mismo con un montón de seres devorándose entre sí por dinero.

La película, al llevar el foco de Cetarti hacia Duarte, redobla la importancia que tenía el dinero en la novela. Todo sucumbe al peso de la plata: la psicopatía del albacea, el desinterés afectivo del familiar de las víctimas (que se dedica a vender todo lo que quedó de la casa), la renuencia de un hijo a pagar el rescate de su madre. Todo parece una escalada de robos y vilezas, avanzando lentamente hacia la entropía radical.

Siguiendo ese trazo del dinero hay, sin embargo, algo propio de la esfera de la maldad que diferencia notoriamente a la adaptación del original. En la obra de Caetano, Duarte es el más malo de los malos (realmente, es difícil encontrar a un tipo más sorete en la historia del cine argentino). Pero hay algo mefistofélico y casi juguetón en esa maldad, una cuestión de matices que convierte al personaje interpretado por Sbaraglia en un ser mucho más dueño de sí mismo, más bajo control que todo lo que ocurre a su alrededor y lo que él mismo ocasiona en los demás. Al ver la primera media hora de El otro hermano (sobre todo en lo referente a los descubrimientos de los cuerpos despedazados, casi en clave de Cronenberg), pasa algo similar a lo que ocurre con la crueldad en las obras de Osvaldo Lamborghini: uno se espanta o se empieza a matar de la risa.

Este último aspecto, que casi bordea (¿accidentalmente?) el humor cáustico o deadpan, es quizá la mayor fidelidad –o mejor dicho, la fidelidad más profunda– al libro. Sin embargo, después de la primera mitad lo auténticamente bizarro comienza a desmigajarse alrededor del influjo cada vez mayor de Duarte y sus planes, y entonces es donde todo comienza a perder brillo.

El tema es que mientras que el Duarte de Caetano es una especie de monstruo amoral que devora todo a su alrededor, el de Busqued siempre dejaba entrever algo ligeramente más bizarro o más patético –sin ganar por ello en humanidad– que colocaba el centro de la cuestión en otro lado.

Quizá la diferencia estriba en que, sinceramente, no creo que Bajo este sol tremendo sea una novela sobre la maldad. Es más una obra sobre la nada, sobre cómo intentar zafar de todo (vivir como Cetarti, fumando porro y viendo documentales de pulpos, no es suficiente para alejarnos de un mal radical), o más aun, sobre el modo en que, un poco más allá de la nada, está justamente el mal. En el libro, el mal y el destino son mucho más circunstanciales, ofrecidos al azar. Hay un montón de cosas terribles que ocurren –especialmente que le ocurren a Cetarti–, pero muchas de ellas son producto de su boludez, o de su inocencia dentro de su dejadez. La diferencia se ve con mucha claridad en el final del film, ya que se reescribieron por completo las circunstancias del desenlace, dándole a la catarsis un criterio ordenador que está completamente en las antípodas del final azaroso –pero a la vez, mucho más nihilista– de la obra de Busqued.

En el reverso de la frase onettiana “Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no”, El otro hermano cuenta los sucesos que ocurren en Bajo este sol tremendo, pero nunca llega a abordar la historia del alma de esa novela. El libro de Busqued no se hizo grande debido a las intrigas y secuestros perpetrados por Duarte –que, en versiones más o menos jodidas, se pueden ver en muchísimas otras obras–, sino por su universo propio y ligeramente bizarro, lleno de escarabajos venenosos, axolotes, perros enloquecidos y calamares de Humboldt. Todo eso aparece en el film, pero como una cuota necesaria a cumplir, una suerte de homenaje al autor. Sin embargo, uno lo ve y sólo ve eso, simples elementos decorativos, desprovistos del aura que ganaban en el papel escrito. Está el axolote en la pecera, y están casi calcados los diálogos alrededor de su figura, pero es como si hubiera sido vaciado de todo su peso metafórico. Simplemente está ahí, pero más allá no hay nada, como pasa con frecuencia en El otro hermano.

El otro hermano, dirigida por Israel Adrián Caetano. Argentina/ Uruguay/España/Francia, 2017. Con Leonardo Sbaraglia y Daniel Hendler.