“Ahora la lengua puede desatarse para hablar”, dice un verso de El jardín (1992). Diana Bellessi nació en Zavalla, en la provincia de Santa Fe, en 1946; hoy es considerada una de las mayores poetas argentinas vivas, y su obra, reunida en el monumental Tener lo que se tiene (Adriana Hidalgo, 2009), incluye varios libros fundamentales.

Era sábado 23 y la sección montevideana del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (FILBA), que la incluyó en varias actividades, está en su segundo día. Antes de su llegada, una de las organizadoras transmite preocupación: “Se escapa todo el tiempo –dice–, nunca sabemos dónde está”, pero Bellessi llega a la hora estipulada e impone una intimidad de gestos y palabras: acepta la mano en el saludo y exige un beso. Me dice que le gustaría pasar una temporada en Montevideo, se ríe y es imposible reproducir su risa, los cambios en la entonación de su voz “adorable y ronca”, como la describió la estadounidense Ursula K Le Guin, los gestos y el entusiasmo de esa tarde en la que se transgredieron protocolos y algún decreto gubernamental.

Su experiencia con la literatura es tan intensa como su vida, como las muchas vidas que lleva vividas: a fines de los años 60 partió en un viaje a dedo por América Latina que la llevó a recorrer primero América del Sur (en Ecuador, en 1970, publicó su primer libro, Destino y propagaciones), luego América Central, a donde volvería tras su paso por México; más adelante Estados Unidos, desde donde partió a Europa y a donde volvió más tarde. “Ese largo viaje cambió mi escritura y cambió mi vida”, dice hoy. “Amplió la noción de pago: en la Argentina, en Uruguay, en los países limítrofes, una tiene una noción de patria como pago”.

En esa década, el mito de los argentinos bajados de los barcos comenzaba a resquebrajarse y se hablaba de la “patria grande” como espacio utópico y real, “pero hablar de ella no es lo mismo que estar recorriéndola”, dice la poeta. Aquel viaje no sólo cambió su mentalidad y le abrió nuevos horizontes, sino que además amplió su vocabulario y, consecuentemente, transformó su escritura. “Ese castellano roto en tantas colonias –cuenta– está lleno de una belleza que cargó mi lengua personal. Y muchas de esas palabras las sigo usando todavía... los diminutivos, por ejemplo. Porque cuando vas por los Andes, por la costa del Pacífico, los diminutivos, que vienen de las culturas indígenas, son centrales”.

Ya de vuelta en Argentina, en 1981 publicó Crucero ecuatorial, cuyos poemas están escritos en el contacto con ese castellano continental que hasta hoy impregna su habla y cuyo título “es un chiste con las publicidades que salían en los diarios”. En efecto, la referencia al viaje es constante y resulta cómico pensar que ese “crucero” refiera, como dice Bellessi, a su “viaje de mochilera a dedo, que era todo lo contrario”. Más adelante, cuando en 1996 publicara su primera antología personal, la llamaría Colibrí, ¡lanza relámpagos!, palabras tomadas de un verso de un poema guaraní, evidenciando las marcas perennes del viaje americano. “Se me llenó la cabeza de la indiada –comenta– y eso no se me fue más, aunque muchos años después vino la historia de la versificación de la lengua castellana, que fue también una enseñanza fundamental”.

Tras el regreso a su país, Bellessi se fue a vivir a una de las islas del delta del río Paraná, tan cargadas de relación con la literatura argentina, desde el suicidio de Leopoldo Lugones en adelante. Bellessi no puede evitar cierta incomodidad con la referencia. “Las islas tienen detrás a Juanele [Juan L Ortiz], a [Juan José] Saer, a [Aldo] Oliva, a muchos grandes escritores y poetas argentinos, aparte de Lugones: lo tienen a [Francisco] Madariaga, que es uno de los que yo más amo... Arrastran mucha cosa. Son hermosas: de pronto sube el agua y se lleva todo y después todo vuelve a nacer. Y eso es precioso”.

De ese espacio, donde “la Sombra grave / de la muerte alerta en las tramas del deseo”, su escritura se impregnará de forma decisiva. Cuando le pregunto, no puede evitar transmitir su emoción y su amor por el lugar. “El delta fue como el Edén. Vivir ahí después de tantos años de mala vida, yirando por el mundo; levantarte en la mañana y ver la luz del sol y poder sentarte a tomar mate y a leer fue algo maravilloso, aunque pasaran las lanchas por la noche y uno se cagara de miedo... Pero yo he escrito los mejores versos de mi vida en esas islas, cuando vivía ahí y después volviendo, porque siempre vuelvo”.

–¿Cuándo te fuiste a vivir al delta?

–Primero viví en el campo, en la provincia de Santa Fe, después en un pueblito muy pequeño, después me fui de viaje por el mundo, y cuando volví cayó la dictadura y ahí me fui al delta, en el 76, más o menos. Vivir ahí fue casi como revivir la infancia. Claro que no nos fuimos porque queríamos, sino porque había que meterse en algún lado, pero yo había estado afuera muchos años y no me quería volver a ir. Decidí que hasta donde pudiera, iba a resistir en Argentina.

–Y vivir en la isla era como estar y no estar a la vez.

–Algo de eso había, porque a veces pasaban meses en los que no iba a Buenos Aires, y cuando iba no hablaba ni siquiera arriba de un taxi; si hablaba en una pieza cerrada, tenía miedo de que me escucharan los vecinos a través de la pared... o sea que fue como una manera de mandarse a mudar, también.

Pero tenía la radio, escuchaba las lanchas del Ejército y de la Policía que iban a buscar gente al delta, donde murieron muchos, y se vivía en ese terror, el mismo que se vivía en Buenos Aires, pero amainado por la belleza natural. Claro que después venían tus vecinos y te contaban que habían visto pasar flotando un cadáver por el río San Antonio; es decir que la luz y la sombra basculaban, iban y venían, y eso fue así hasta la Guerra de Malvinas.

Yo tenía un vecino uruguayo al que adoraba, don Farías, que hacía trabajos, y él me decía “los ingleses tienen unos barcos bárbaros que adentro tienen piletas de natación”... me contaba todo eso. Y yo le creía, porque las noticias del diario las leía y las releía con varios anteojos, tratando de adivinar lo que había atrás, pero escuchaba a la gente del pueblo decir esas cosas alucinantes y pensaba “¿qué vamos a hacer con esos ingleses que vienen en esos barcos y en esos aviones?”.

Y, de algún modo, ya sabíamos que las Malvinas caían, casi desde el principio. Después de la guerra es cuando empieza la transición. Yo fui a una movilización muy grande en Buenos Aires, en la que se nos tiraron arriba y nos tuvimos que meter en el subterráneo, que marcó el final de una marcha terrible, pero que fue como el signo de que la dictadura militar se acababa.

Trabajos de amor

Durante esos años luctuosos, Bellessi publicó algunos de sus libros más importantes e hizo varios trabajos de traducción y en la prensa. El conocimiento del inglés, que aprendió en el sur del barrio neoyorquino del Bronx, la llevó a verter a nuestra lengua parte de la obra de Denise Levertov, Adrienne Rich, Olga Broumas y, principalmente, de la mencionada Ursula K Le Guin, conocida sobre todo por sus obras de fantasía y ciencia ficción (o antropología ficción), pero también poeta. Le pregunto, entonces, cuál es la diferencia entre escribir y traducir un poema, y me dice: “Lo más cercano a la escritura del poema es la traducción de otro poema. Sólo hay que acordarse de que lo que estás traduciendo no es tuyo, sino que es de otro, pero lo cierto es que lo llegás a pronunciar y a amar de tal manera que por momentos lo olvidás”. Apropiándose de este modo de las obras de algunas de las más importantes poetas del siglo XX, Bellessi llegó incluso a traducir (y a publicar en la antología Desnuda y aguda la dulzura de la vida –2001–) a la portuguesa Sophia de Mello Breyner Andresen sin saber su lengua. “Creo que el diálogo que yo tenía con la escritura de esta mujer –dice, entusiasmada– era tan intenso, que después dijeron que era una de las mejores traducciones que se habían hecho de su poesía, cuando yo nunca supe un carajo de portugués, sino que iba tanteando más o menos con el oído. Pero creo que era su música la que me resultaba tan afín, tan cercana”.

Pensando en su trabajo como traductora, es imposible no recordar The Twins, the Dream. Las gemelas, el sueño (1996), una obra realmente sui generis. El libro recoge los poemas de Bellessi que Le Guin tradujo al inglés, pertenecientes a Crucero ecuatorial y Tributo del mudo (1982), y, en el sentido contrario, los de Le Guin que Bellessi pasó al español, reunidos bajo el título Días de seda. “Esa es una historia de amor –cuenta–, una historia de amor que duró muchos años, entre Ursula y yo, que nos mandábamos dos o tres cartitas semanales”. Fue en ese intercambio epistolar, que comenzó en los 70, cuando empezaron a traducirse. Esa, cuenta, “fue una manera de unirnos más, de sentirnos más cerca. Por eso yo no diría que fue un trabajo de traducción, sino que fue un trabajo del amor”.

–¿Cómo empezó todo?

–Cuando volví de Estados Unidos, después de mi viaje, me traje una cantidad de libros, entre ellos uno, de una pequeña editorial californiana que se llamaba Capra Press, en el que estaban los poemas de esta mujercita [Wild Angels, 1974], que leí. Pero, acto seguido, fui a una librería y me encontré con una de sus novelas, una de las que más me han gustado, y entonces le escribí a ella por medio de Capra, que era como tirar una botella al mar, y a los 20 días recibí una carta suya. Es decir: de la editorial le enviaron mi carta de manera inmediata, ella me contestó de manera inmediata, y a partir de ahí tuvimos esta cosa loca.

Por ejemplo, yo le mandaba los cogollitos de un arbolito del sur –había muchos alrededor de mi casa en el delta–, y ella me mandaba unas hierbitas de Oregon, a donde iba mucho... Y así empezó, nunca se trató de una escritora que le escribe a otra escritora... éramos dos mujercitas locas. Yo le escribía en inglés, porque ella no sabía castellano todavía, pero después aprendió bastante y, además de a mí, tradujo a [Gabriela] Mistral [y a Angélica Gorodischer].

Y fue eso: una auténtica historia de amor... Yo le decía “soy tu creature”, y le escribía como si fuera un personaje de sus libros, porque ella tiene una novela muy bonita, que es una metáfora de Vietnam [El nombre del mundo es Bosque, 1976], en la que unos personajitos alienígenos se llamaban creatures, criaturas. Era una cosa muy chiflada...

Tanto era así que, en su nota introductoria a Las gemelas, el sueño, Le Guin cuenta que al principio no quería conocer a Bellessi personalmente, porque tenía miedo de decepcionarla. Finalmente, sin embargo, la argentina fue a verla, y después la estadounidense vino también de visita, en 1997. “Vino y se tomó con Charles, que es su marido y es un tesoro, un barquito, con el cual se fueron hacia el sur, dieron vuelta por el estrecho de Magallanes y recalaron en Chile. Fue muy hermoso”.

Una pueblada en la lengua

Ya terminada la dictadura argentina, en 1988 se editó el primer número de Feminaria, emblemática revista feminista dirigida por Lea Fletcher –esposa del poeta José Luis Mangieri, encargado de la editorial Libros de Tierra Firme–, en la que publicaba Bellessi, quien se volvió pronto colaboradora del emprendimiento de Fletcher (hoy se puede leer la colección de aquella revista, que duró hasta 2007, en res-pu-blica.com.ar/Feminaria/).

Cuando le pregunto sobre esa experiencia, sin embargo, Bellessi es moderada: “No fue gran cosa”, dice y se ríe, como si estuviera cometiendo una picardía. “En la época en que estuve en Estados Unidos, en mi viaje, aquel país estaba atravesado por el feminismo, el lesbiano feminismo y el mundo gay. Y yo me volví con todo eso en la cabeza... pero me topé con la dictadura militar argentina, o sea que me quedé hablando con las paredes. Entonces, cuando la dictadura pasó y salió Feminaria, yo algo aporté, pero era un feminismo muy atrasado ya para ese entonces. La verdad es que ya me había empezado a aburrir de él cuando surgió la revista, porque no había muchas novedades en el frente, como no las hubo después, salvo con el movimiento trans, que fue de las últimas cosas importantes que pasaron por el feminismo. No digo que no sea importante, sigue siéndolo, pero yo, que empecé a principios de la década del 70, a esta altura estoy harta y podrida: militancia no tengo más ninguna, desde hace muchos años”.

Se considera feminista (“debo serlo”, dice) y cuando le pregunto sobre sus “estudios en Estados Unidos” no puede evitar reírse de mi ingenuidad y responde “¿Qué estudios feministas? Yo iba a la plaza con las locas que iban a la plaza... He leído parte de eso, de los estudios de género, pero nunca me ha afectado demasiado. No me interesan”.

En los años 90 llegaron algunos reconocimientos. Obtuvo una beca Guggenheim en 1993 y tres años después la Trayectoria en las Artes, de la Fundación Antorchas; además, publicó poemarios como Sur (1998) y el libro de ensayos Lo propio y lo ajeno (1996). En los primeros años del siglo XXI (“que yo también, sabés, / me vuelvo gente de antes”), vieron la luz antologías y dos libros importantísimos: Mate cocido (2002) y La edad dorada (2003), que está por reeditarse.

–¿La escritura de La edad dorada y Mate cocido fue simultánea?, porque son libros muy distintos...

–La escritura del primero es bastante anterior; cuando lo escribí todavía vivía en la isla, pero Adriana Hidalgo se demoró en publicarlo y Mate cocido salió antes. Pero es la misma lengua, creo que no hay una gran diferencia. Si ves algunos de los poemas de La edad dorada entendés cuan cerca están, aunque es verdad que ese es un libro que no lee mucha gente, mientras que Mate cocido se ha agotado.

Lo que sucedió en ese momento fue que me empecé a volver vieja y fue algo maravilloso, porque me empecé a acordar de cómo hablaba cuando era chica y eso produjo una locura en la sintaxis. Lo cierto es que ahí debo haber cumplido 50 y pico de años, más o menos, se me vino una pueblada en la lengua y era como las puebladas que había en la calle, como las que había en todas las ciudades argentinas. Eran los años terribles de fines del menemato... es en ese momento que Mate cocido se escribe: los últimos poemas son de 2001, cuando ya era la caída de [el presidente Fernando] De la Rúa y el horror, el mismo horror que vamos a tener ahora.

Y, claro, al lado de La edad dorada... Ahí había sido como la edad de oro de la lengua, en un momento en el que yo empecé a descubrir el arte mayor y a escribir en versos endecasílabos; en Mate cocido volvió el verso menor, por lo que estaba pasando en las calles.

–¿Hacés poesía comprometida?

–¿Qué significa eso?

–En una época designaba una poesía que apuntaba más hacia lo social.

–Yo siempre he escrito sobre aquello que toca mi corazón. Si en alguno de esos momentos ha tocado mi corazón algo que tiene que ver con las sociedades y con el momento que se vivía (y creo que eso atraviesa toda mi obra), es por esa razón, no porque quiera escribir poesía comprometida, que no sé ni qué quiere decir. Porque cuando vos escribís un poema de amor también escribís poesía comprometida, cualquier cosa que escribas está comprometida con la lengua y con lo que te pasa a vos. Es una fea etiqueta.

–Claro, yo pienso lo mismo, pero a veces se utiliza esa distinción y se da como una idea de que es una poesía más “entendible”, que no creo que sea el caso...

–No, pero yo creo que “mientras más simple y más hondo, más mejor” es lo que uno escribe. Me peleé con las vanguardias: las atravesé, ellas me atravesaron a mí y después me peleé con ellas, y creo que por eso lo que yo escribo le gusta a mucha gente, incluso a la gente que no lee poesía, que no escribe poesía, pero que me dice “qué lindo, es como una oración”. Y sí, es como una oración.

–Hablando de eso, hay un aspecto religioso en tu poesía, también.

–Claro, yo leí por años a los padres de la iglesia católica, padres y madres, pero pasé también por el budismo, por el hinduismo y por el chamanismo americano... La mía es una poesía de un orden místico, pero a veces el orden místico tiene que ver con lo que canta una viejita en la plaza.

–¿Cómo influyeron en eso tus estudios de filosofía?

–De una manera rara: como que leí y quedé apta para seguir leyendo libros que si no hubiera estudiado filosofía quizá no habría leído, simplemente porque presentan alguna dificultad de comprensión. Haber estudiado me ayudó, pero yo ni siquiera terminé esa carrera, me faltaban dos materias, que cursé y todo, pero nunca rendí.

Escribís de acuerdo a lo que leés, y yo he leído muchos libros de filosofía, todavía sigo leyendo... Por ejemplo, el italiano este que me encanta, el que escribió K...

–Roberto Calasso.

–Sí, ese. Me fascina lo que escribe.

–También hay ciertas discusiones filosóficas que entran en tu poesía, puestas en lenguaje poético.

–Yo creo que tiene más que ver con la discusión mística... Que es como la prima hermana despreciada de la filosofía, y por eso me gusta Calasso. Este verano leí uno de los últimos libros que se tradujeron de él [El ardor, un ensayo de 2010 sobre los textos védicos hindúes] y ahí habla del sacrificio y cuenta una historietita –que uno no sabe si es cierta o mentira, pero se cree igual– de cómo nace la cruz. Yo detestaba la cruz cuando era chica, le dije un “no” muy rotundo al catolicismo en un momento determinado de mi vida, pero resulta que el pueblo latinoamericano es cristiano, y está tan cerca de mi corazón que yo asumo todo, hasta su cristianismo, me conmuevo frente a su fe y a veces se la envidio también.

He ido muchas veces a la iglesia, a las fiestas de Pascua, por ejemplo, y oí misas maravillosas, como cuando encontrás un curita joven de pueblo que hace metáforas maravillosas al dar el sermón. Entonces la poesía abreva de esos lugares, más que de los lugares de conocimiento de la filosofía, de lo más racional.

Resistir

Hace un tiempo, Bellessi compró una casa en Zavalla y pasa allí unos meses al año. En las historias de la gente (parientes y vecinos) de su pueblo natal abreva el libro que está preparando, Fuerte como la muerte es el amor, cuyo nombre remite a una sentencia de Salomón.

En la charla que iba a dar un rato después en el Centro Cultural de España, sobre la muerte en la poesía de tres de esas poetas argentinas que hay que leer –Elena Anníbali, Paula Jiménez España y Sonia Scarabelli–, no olvidaría mencionar los nombres de Jorge Julio López y de Santiago Maldonado, desaparecidos en 2006 y este año, respectivamente, ni a las “mujeres asesinadas cada semana” ni a la “violencia del hambre que se lleva a tanta gente”, signo de su preocupación por la situación actual del mundo y de su país, sobre la que también habíamos hablado. Al oírla, era difícil no recordar los versos suyos que dicen: “El vaticinio estuvo / y es grave no querer mirar / adónde va el verso por aviso / y por pena enmudece su cara / cuando late un agujero / que todo lo disuelve”.

–¿Cómo ves la cosa en Argentina?

–La veo pésima. Creo que en un año vamos a estar como en 2000-2001, por la enorme cantidad de gente que se está quedando sin trabajo, porque cierran todos los negocios, sobre todo los pequeños, porque las pequeñas y medianas empresas van cerrando también en todas partes y por la represión, la represión a los mapuches y la represión de toda índole que se vive en Argentina: es como si estuviéramos en una dictadura militar, pero con un dolor mucho mayor, porque estos subieron por el voto.

Yo tenía una bandera en mi biblioteca, pero la saqué y dije: “Hasta que no vuelva el pueblo, no quiero más la bandera argentina”.

–¿Y cuál es el lugar de la poesía?

–Resistir. La narrativa argentina perdió unos cuantos años tras la última dictadura, porque no podía seguir escribiendo, pero la poesía salió intacta. Creo que eso fue porque se mantuvo en secreto y, como nosotros no necesitamos el mercado ni que nos publiquen los libros, lo pudimos hacer. Y lo vamos a poder hacer de nuevo.