“Ya tengo el epitafio: ‘Fue muy divertido, nos vemos pronto’”, afirmó Lito Cruz seis años antes de morir, convencido de que, en verdad, la muerte era ante todo una concepción cultural. Luego de que su hija lo encontrara muerto en la cama el martes de noche (aún no se conocen las causas del fallecimiento), muchos se dedicaron a recordar a este multifacético intérprete de teatro, cine y televisión, que fue considerado un maestro de actores y que, hace un mes, había suspendido la gira de su última obra debido a que una ex pareja lo había denunciado por violencia de género.

Inició su prolífica actividad teatral a los 15 años, dentro de grupos independientes, y cuando terminó el liceo continuó trabajando en colectivos autogestionados. Al tiempo, viajó a Chile para profundizar sus estudios, y en Nueva York se especializó en el método del Actor’s Studio del icónico Lee Strassberg. Unos años antes había fundado el grupo Equipo de Teatro Experimental de Buenos Aires, y protagonizó su primera y recordadísima puesta, La leyenda de Pedro, inspirada en Peer Gynt, de Henrik Ibsen, que tuvo un éxito importantísimo en los festivales europeos. Eso motivó que, años después, el mismo grupo presentara en Múnich, durante la realización de los Juegos Olímpicos de 1972, la pieza El sapo y la serpiente. Luego alternó clásicos del teatro popular, como Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez y José Podestá, El tiempo y los Conway, de JB Priestley, y una logradísima versión de Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, dirigida por Claudio Tolcachir, entre medio centenar de espectáculos. Incluso cuando sus logros comenzaron a hacerse cada vez más frecuentes, en ningún momento dejó de recordar a Berisso, la ciudad bonaerense donde nació en 1941. “En Berisso”, comentaba hace unos años, “paraban algunos barcos que iban hacia Puerto Nuevo. Venían de la guerra y la miseria a hacerse la América. Estaban de paso, pero al final se quedaban, porque encontraban lo mejor que un hombre puede tener, que es trabajo. A bordo llevaban chapa y adoquines para nivelar en el mar la infraestructura del barco en casos de emergencia, y con eso hacían las primeras casas; así empezó a crecer el pueblo. Yo vivía en una de esas casas de chapa, en la que hoy vive mi cuñada. Mi padre, que antes había sido estibador de frigorífico, tenía un bar enfrente del puerto, el famoso bar Rawson, ubicado en la célebre calle Nueva York, donde al principio sólo entraban los ingleses, y cuando él lo compró empezó a dejar entrar a los obreros. Yo era mozo de ese bar y así conocí a Federico Luppi, que hacía teatro independiente influenciado por el marxismo y la idea de que el teatro podía cambiar la sociedad; con él empecé a trabajar en una compañía teatral de Berisso”.

Además de su amistad con Luppi, que fue quien lo inició en el teatro independiente, muchos recuerdan la que mantuvo con Robert De Niro. Según comentó en más de una ocasión, los actores se conocieron en 1980, cuando De Niro llegó a Buenos Aires para presentar Toro salvaje. Sin pruritos, Cruz decidió ir a verlo al hotel donde se alojaba y presentarse: “Le dije que yo era un actor argentino y que su manera de trabajar me parecía fuera de serie. Que quería saber cómo hacía, cuál era su método”. Después de aquella presentación fueron a almorzar, Cruz decidió invitarlo a su escuela de teatro para que viera una clase, y parece que De Niro incluso aceptó la invitación. Fue el comienzo de una legendaria amistad que se profundizó con los años, y con la que llegó a sorprender a muchos. “Además de ser un gran amigo, varias veces barajamos proyectos de películas para hacer juntos, y colaboró para que actuara junto a Sean Connery en El curandero de la selva (John McTiernan, 1992): fui a Los Ángeles, hice el casting y quedé, pero finalmente Connery no quiso que yo estuviera porque en ese entonces llevaba barba y dijo que me parecía demasiado a él, pero en joven, y buscaba a alguien opuesto, por eso el papel finalmente fue para [el brasileño] José Wilker”, contaba Cruz.

En paralelo, ejerció la docencia, y desde el comienzo se convirtió en un reconocido formador de actores, tanto en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático como en su célebre estudio sobre la calle Suipacha, por el que pasaban cada año cientos de estudiantes. Siempre explicitaba que, en verdad, no sentía que él se hubiera vuelto mejor actor con el paso de los años, pero que sí contaba con mayor comprensión de la actuación. “Hay escenas en las que te sentís un idiota y otras en las que te inspirás: no hay buenos o malos actores, hay buenos y malos momentos de actuar”, decía, y agregaba: “A los personajes uno los suele empezar de una manera y de pronto les va imaginando otros rumbos, y les va dando ciertos giros”. Eso era central en su concepción de la interpretación, y dentro de esa línea uno de sus papeles más recordados es el de Oscar Nevares Sosa, villano diabólico de la telenovela El elegido (2011). Sobre la caracterización de aquel oscuro personaje, en su momento opinó que, en verdad, el que lo completaba era el espectador, mientras que él le aportaba signos: “Algunos lo odian, otros se ríen. Pero es el espectador el que completa al personaje de acuerdo a su vida interior”. Entre una veintena de otros programas de televisión, participó en Epitafios (2004), Mujeres asesinas (2005) y Siete vuelos, que este año se emitió en la televisión pública.

En cine trabajó en casi 40 películas, de las cuales se puede destacar Don Segundo Sombra (Manuel Antín, 1969), nominada a la Palma de Oro del festival de Cannes, y la clásica Sur (1987), protagonizada por Roberto Goyeneche, que le valió a Pino Solanas, también en Cannes, el premio al mejor director. Además de la mencionada obra de Antín, logró personajes memorables en otras adaptaciones de importantes obras literarias, como El juguete rabioso, de Roberto Arlt (Javier Torre, 1998); El sueño de los héroes (1954), de Adolfo Bioy Casares (Sergio Renán, 1997); y La revolución es un sueño eterno (1987), de Andrés Rivera (Nemesio Juárez, 2012).

Desde siempre, Cruz fue un gran defensor del arte escénico, convencido de que el teatro es el “lugar en el que la raza humana se puede pensar a sí misma”, y de que “el comunitario e independiente tiene un altísimo grado de responsabilidad social”.