Es notorio el impulso que el nuevo gobierno de Estados Unidos pretende darle a la desregulación del sistema financiero. Por vías inconcebibles se transmite de manera sistemática una “agresión institucional” a la Reserva Federal y a los organismos encargados de la supervisión financiera. Ya durante la campaña electoral, Donald Trump había hecho múltiples referencias negativas hacia la autoridad monetaria encabezada por Janet Yellen. Y a ello se agregan diversas señales luego de la asunción de la nueva administración. Comentarios en la línea de que la regulación financiera genera costos que encarecen el financiamiento de las empresas estadounidenses (¡incluso desnudando que eso se lo hacían notar sus amigos!) y la presión que llevó a la dimisión del encargado de la supervisión bancaria son perlitas de este proceso. Incluso un diputado le mandó una cartita a la Reserva Federal planteándole que se retire de los organismos coordinadores de la regulación a nivel global.

Las presiones, además, son difíciles de entender porque son inconsistentes desde el punto de vista técnico. Por ejemplo, se empuja la suba de las tasas de interés de la política monetaria, a la vez que se quiere bajar las tasas de interés para el financiamiento empresarial y evitar que se fortalezca la moneda estadounidense por razones de competitividad. No cierra. Una suba de tasas se hace justamente para encarecer el crédito y no para abaratarlo, como mecanismo de transmisión de la política monetaria. Y además conlleva un fortalecimiento global del dólar, tanto por vías financieras como por expectativas. Todo no se puede en la vida, aunque uno tenga ínfulas de magnate todopoderoso.

Regular y no regular

No es la primera vez que se da el debate sobre si se debe regular o no de manera específica el sistema financiero. El argumento de que acarrea costos que, en última instancia, son pagados por los tomadores de crédito, suele aparecer en momentos críticos, tanto desde representantes del sistema mismo como desde el sector empresarial. Y es cierto que respetar las exigencias regulatorias implica incurrir en erogaciones por parte de los agentes. Pero justamente eso se hace por diseño: la regulación debe encarecer la toma de riesgos. Para eso está pensada.

Seamos un poco más didácticos. El sistema financiero se regula, desde un punto de vista conceptual, por dos razones fundamentales: (i) representar los intereses de los agentes no sofisticados del sistema (pequeños depositantes) y (ii) prevenir los riesgos sistémicos que interrumpen la cadena de pagos y deterioran la confianza en su funcionamiento. Con relación a la primera motivación, los pequeños ahorristas no están en condiciones de controlar lo que los bancos hacen con su dinero y estos tienen incentivos para tomar riesgos en exceso (por la sencilla razón de que manejan dinero ajeno). Por lo tanto, el regulador genera un andamiaje normativo (llamado regulación prudencial) cuyo objetivo es justamente limitar, encarecer y desestimular la toma excesiva de riesgos. De la misma forma, se procura mitigar los riesgos que afectan el funcionamiento sistémico, que tiene un valor agregado para la economía porque reduce costos de transacción.

Una buena regulación induce a los bancos a ser más cuidadosos en sus riesgos, mitigando la vulnerabilidad del sistema financiero y preservando el sistema de pagos. Por lo tanto, no es una anomalía de la regulación que implique costos a las instituciones, sino que, por el contrario, está diseñada para eso: hacer más dificultoso y costoso tomar riesgos que, a la larga, afecten a los ahorristas y a la sociedad.

Y la vida ha confirmado esas presunciones conceptuales. Las áreas deficientemente reguladas de los sistemas financieros han estado en el epicentro de las corridas bancarias y las crisis financieras. Y, por consiguiente, han desembocado en crisis productivas y sociales profundas, tanto en los países emergentes como en los países desarrollados.

Por lo tanto, regular es costoso, pero no regular es más costoso aun. Se paga con desequilibrios macroeconómicos, recesión, desempleo, pobreza, marginalidad y desigualdad social. Mucho más costoso que medio punto de tasa de interés, para todos, menos para los amigos de Trump.

La desregulación, las crisis y la ética

Repasemos someramente los casos de Uruguay y de Estados Unidos.

El sistema bancario ha estado siempre en el centro de las crisis que vivió nuestro país desde mitad del siglo XIX (Banco Mauá) a la fecha, pasando por las más recientes de 1982 y 2002. Las bombas de tiempo que se iban conformando en el funcionamiento bancario no eran atendidas adecuadamente por la regulación. No se habían generado mecanismos para desactivarlas. Y cada crisis trajo caída de la producción, uruguayos sin trabajo, desplome de ingresos, pobreza y marginalidad, con todo lo que ello implica en impactos sociales de mediano plazo.

Los uruguayos hemos aprendido y hemos ido vigorizando el entorno regulatorio y la supervisión. Las normas se han adecuado a las mejores prácticas internacionales, y la institucionalidad basada en el Banco Central se ha fortalecido. Y esa es una de las causas por las que la crisis internacional de años recientes no ha tenido impactos sobre el sistema financiero en el país. Si esta crisis global nos hubiera sorprendido hace algunos años, con las debilidades regulatorias de entonces, los efectos hubieran sido catastróficos y el costo social, inconmensurable.

Por su parte, en Estados Unidos prevaleció una oleada desregulatoria desde los gobiernos de Ronald Reagan de la década del 80. Y ese proceso alimentó la bomba que estalló en 2008: áreas enormes del sistema financiero con escasa o nula fiscalización, interactuando con el resto del sistema bancario, de seguros y de mercados de capitales, hicieron volar por los aires todo un andamiaje de riesgos fuera de control. Eso estropeó la producción, el empleo y las condiciones sociales, aun en un país poderoso como el norteamericano.

La crisis originada en Estados Unidos se trasladó a Europa y a los mercados internacionales, desestabilizando los flujos de capitales y, mediante los tipos de cambio, los flujos comerciales. Volatilidad e incertidumbre pasaron a ser las características dominantes a nivel global, el peor escenario para la toma de decisiones económicas.

El problema central que queremos enfatizar aquí es que los costos de las crisis los pagan las sociedades, pero fundamentalmente los sectores más desfavorecidos, aquellos que no tienen herramientas para protegerse de los flagelos de la inflación, la recesión, el desempleo.

Yo participo en la idea de que la ética de una sociedad se mide por la forma en que esa sociedad trata a los más desprotegidos. El descontrol macroeconómico y las crisis financieras las pagan los sectores de la sociedad que tienen menos recursos. Una mejor regulación y una mejor supervisión del sistema bancario deben visualizarse entonces como un complemento de las políticas que protegen a los más pobres. La inestabilidad aumenta los riesgos para la institucionalidad política, el desmembramiento social y la violencia.

Los intentos trumpeanos de relajar la regulación abren el espacio para que se repitan los excesos inmorales que alimentaron la crisis financiera global. Despreciar la necesidad de supervisar el sistema financiero es despreciar los costos que paga la sociedad cuando ocurren las crisis financieras. Y eso está lejos de ser ético.

Mario Bergara.