“Nunca puede quedar la silla vacía de Uruguay”. Así se instruye a los jóvenes diplomáticos que cubren organismos, foros multilaterales o conferencias. Sea donde sea, el lugar de Uruguay debe estar siempre ocupado.

Setiembre de 1979. Un boliche en Paraná y Tucumán, la esquina donde estaba emplazado el local de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos argentina. Están Violeta Malugani (madre de Miguel Ángel Moreno, desaparecido), Luz Ibarburu (madre de Juan Pablo Recagno, desaparecido), María Esther Gatti (madre de María Emilia Islas, desaparecida, abuela de Mariana Zaffaroni, recuperada), Irma Hernández de Trías (madre de Cecilia Trías y suegra de Washington Cram y de Carlos Rodríguez Mercader, desaparecidos), Milka González (madre de Ruben Prieto, desaparecido). Tomamos un café y conversamos.

Alberto Correa y yo, con el apoyo de Emilio F Mignone y Augusto Conte, que nos cedían un lugar en el Centro de Estudios Legales y Sociales, y con la solidaridad de Graciela Fernández Meijide, Alfredo Bravo y Octavio Carsen, preparábamos los informes que se iban a presentar. Hacía tiempo que conversábamos con esas madres para auspiciar la presentación de una delegación de familiares uruguayos. Era la primera vez que se veían todos los familiares. Así las cosas, era una buena oportunidad para asociarse. Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos: en ese bar porteño, esas madres, usando servilletas como actas, fundaban el grupo.

La recién conformada Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en arriesgada misión, decidía hacer una visita para un informe in loco (es decir, en el lugar) en Argentina. Luego de tanta denuncias, de habeas corpus y búsquedas, la CIDH nos recibiría.

En el gobierno estaban Jorge Videla, Emilio Massera y Orlando Agosti. Larguísimas colas de varias cuadras formadas por mujeres de pañuelos blancos se daban cita para testimoniar. Insólitamente, la dictadura argentina no sólo admitía la visita, sino que comparecía y permitía la visita de los comisionados a varios lugares. Todo esto ocurría en un clima hostil, de presencia de agentes de inteligencia en todos lados, de provocaciones.

A la improvisada delegación uruguaya se le concedieron dos entrevistas. Los familiares pudieron dar testimonio, se sintieron escuchados. Fueron conmovedoras las palabras del padre de Sara Méndez (secuestrada y trasladada clandestinamente, en ese momento todavía presa en Uruguay), quien denunció que en la calle Juana Azurduy, domicilio en el que habían sido secuestrados su hija y su nieto desaparecido, Simón, todavía funcionaba un centro de detención. Su testimonio motivó una reacción indignada del comisionado profesor Tom Farer (Estados Unidos), el más apasionado y radical: quería salir en ese mismo momento hacia ese lugar.

Fue recibida especialmente la abuela Angélica, que venía de Chile, donde había reencontrado a sus nietos Anatole y Victoria Julien; un testimonio contundente de la coordinación represiva en todo el Cono Sur. Era un tema difícil de denunciar en aquel momento.

No conozco las razones de la ausencia de representante del Estado uruguayo en el 162º período extraordinario de sesiones de la CIDH, que se hizo acá nomás, en Buenos Aires. No entiendo cómo siquiera se instruyó a la Embajada de Uruguay en Argentina. Una audiencia de la CIDH, como bien dijo el presidente del organismo, Francisco Eguiguren (luego de expresar su sorpresa y dolor por la ausencia uruguaya), es un espacio de diálogo, de escucha, de intercambio.

La silla vacía del Estado uruguayo es un gesto político que parece tener congruencia con una institucionalidad y con diseños impregnados de impunidad, como bien expresó el doctor Pablo Chargoñia, en nombre del Observatorio Luz Ibarburu. Impunidad, responsabilidad del Estado, ayer y hoy. Omisión.

Es una falta de respeto a los comisionados y a los representantes de la sociedad civil que fueron para ser escuchados, para aportar ideas. No es un juicio (de los que no abundan acá). Se trata de un diálogo.

No voy a reiterar aquí los principios que han guiado a Uruguay en todo el período de gobiernos frenteamplistas, que recogen la mejor tradición diplomática del país. Tampoco abundaré en las virtudes y reconocimientos que se han cosechado en este plano tanto en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como en la Organización de Estados Americanos (OEA). Somos un país creíble.

El brillante desempeño del embajador Elbio Rosselli, nada menos que en el Consejo de Seguridad de la ONU, se debe, entre otras cosas, no a las dimensiones de Uruguay, sino a la credibilidad, seriedad, capacidad de articulación y búsqueda de consensos, un arte difícil pero posible. La última decisión de Uruguay de integrar un grupo de países que abran un espacio de diálogo en Venezuela, a pesar de las ofensas, es también un gran mérito.

Fui embajador ante la OEA, y desde la Asamblea General de 2012 en San Salvador, participé en el complejo proceso de Fortalecimiento del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Supuso un debate fuerte, difícil, con varios actores. Mantuve siempre un diálogo abierto y transparente con cada uno de los entonces comisionados. Con países amigos, en el acuerdo y en el disenso. Con todo el amplio marco de organizaciones de la sociedad civil.

Ese proceso culminó y se saldó en la Asamblea General Extraordinaria del 26 de marzo de 2013. Tuve el honor de ser jefe de delegación de Uruguay y de exponer nuestra opinión. Fue un planteo de principios, en polémica con varios actores, entre ellos con el entonces canciller ecuatoriano Ricardo Patiño. Expuse no sólo la posición del Estado, sino mi profunda convicción acerca del significado de la plataforma de derechos humanos. De la coherencia política, humanitaria y diplomática que hay que tener no sólo respecto de los compromisos, sino de una ética que no admite el doble rasero. Que se coloca en el punto de vista de las víctimas. Que cuando el Estado es señalado o acusado no puede hacerse el desentendido y molesto, sino que debe liderar la indignación, investigar y desarmar todo tipo de violaciones que se estén cometiendo.

Nada más alejado de ello que no concurrir a una audiencia de la CIDH, dejando la silla vacía. Es un vaciamiento del alma. No imagino cuáles pueden ser los argumentos para faltar a una cita de tal magnitud. Ahora, la callada por respuesta es más necia e intolerante que cualquier argumento sobre este incalificable suceso.

No se puede hacer política callando y aceptando decisiones erradas que toman los jerarcas. Hay que armarse de coraje y poder decir, con el mayor de los respetos: “Señor presidente, señor ministro, compañeros, en esto se equivocaron feo”.