Seis años después de la emisión de su primer capítulo, Black Mirror pasó de ser un extraño experimento en la televisión británica, seguido por un grupo selecto de fans de la ciencia ficción, a convertirse en una auténtica marca, en muchos sentidos lo más cercano en esta década a La dimensión desconocida, legendaria serie creada por Rod Serling que se emitió de 1959 a 1964. A su vez, fue sedimentando una especie de terreno emocional común, y el espectador, a medida que ve más capítulos, se prepara para que todo lo que parece agradable o interesante, por lo general a partir de una novedad tecnológica, se convierta de pronto en algo terrorífico.

En 2016 el programa fue comprado por Netflix y pasó de tres episodios por temporada a seis, y de temporadas espaciadas (la primera en 2011, la segunda en 2013, un especial en 2014) a una por año, con la consiguiente aceleración de los procesos creativos. Además, uno de los principales problemas para Charlie Brooker, creador de la serie, es cómo mantenerse al día, porque la realidad se va comiendo, como hace el océano con ciertas islas, más y más costas de la ficción. Black Mirror siempre jugó con el grado de separación entre el más acá y el más allá de sus historias, pero en la actualidad muchos productos tecnológicos parecen cada vez más cercanos a los imaginados para la serie, o de hecho ya existen. “Nosedive” (tercera temporada) planteaba una especie de red social omnipresente, en la que la calificación de un usuario por parte de los demás determinaba incluso su posibilidad de acceso a un montón de servicios –algunos de ellos de primera necesidad–. Ya hay sistemas de puntuación de ese tipo en varios trabajos asociados con aplicaciones (como el de chofer de Uber), y en China se ha desarrollado uno integral, con tecnología de big data manejada por el Estado, que regula y chequea constantemente el estatus económico y social de los ciudadanos (para más información, basta con buscar en internet acerca del demencial y apocalíptico Social Credit System). Por otra parte, muchas premisas de episodios fueron locuras políticas o sociales (por ejemplo, en el primero, “The National Anthem”, se exigía que la televisión mostrara en vivo al primer ministro británico manteniendo relaciones sexuales con un cerdo, para salvar a una princesa de ser asesinada por un terrorista; en “The Waldo Moment”, de la segunda temporada, un dibujo animado que se dedicaba a putear a políticos iba acumulando notoriedad hasta convertirse en candidato a primer ministro) que van quedando pequeñas u obsoletas al lado de la locura sin pausa de la era Trump.

En suma, esta cuarta temporada fue realizada por un Brooker acuciado por varios problemas: debía mantenerse adelante de la realidad y seguir sorprendiendo ahora que los giros sombríos ya son esperados por gran parte de un público masificado, y debía hacer eso en tiempos mucho menores que los de los primeros años.

La máquina humanista

A partir de aquí, el espectador que todavía no vio los capítulos de esta temporada o de las anteriores, y no quiere que le adelanten de qué se tratan, haría bien en dejar de leer, porque lo que se sigue es un tsunami de spoilers; jugosos y amargos spoilers.

Lo primero que llama la atención en estos seis nuevos episodios es una nueva vertiente moral, que subvierte el mensaje de desesperanza con el que se había llegado a identificar la serie (salvo en el caso de algún episodio como el famoso “San Junipero”, el más memorable de la temporada anterior). Este cambio no implica necesariamente –como se ha dicho en numerosos medios– que el resultado sea optimista; lo que prevalece, salvo en el penúltimo episodio (“Metalhead”), es más bien un mensaje humanista, o de cierta justicia, o de prevalencia de ciertos valores. Aun en capítulos como el tercero, “Crocodile”, en el que la protagonista, en busca de borrar sus huellas, se enreda en una secuencia de asesinatos, el hecho de que sea desenmascarada, gracias a un interesante sistema de recopilación de recuerdos, termina dando (pese a que el daño ya está hecho) una sensación de justicia.

En “USS Callister” la historia sigue al programador de un exitoso juego online que crea, en secreto, un sistema de simulación en el que, mediante muestras de ADN de sus compañeros de trabajo puede insertar a sus clones digitales en un mundo paralelo, en el que él es el capitán de la nave que da título al episodio (y que implica un evidente y sentido homenaje a la serie Star Trek). A diferencia de lo que ocurre en el mundo real, donde, pese a ser cofundador de la empresa que edita el juego, no es tomado en serio por casi ninguno de sus empleados, en la simulación se desquita de todos los malos tragos y actúa como un dios tirano que hace y deshace a su gusto e impone obediencia con terribles castigos y amenazas. La rebelión dentro de la máquina parece prácticamente imposible, pero una de las clonadas encuentra una manera de contactarse con su versión original de carne y hueso, y por una serie de procedimientos demasiado engorrosos para explicarlos aquí, el grupo de tripulantes logra expulsar al capitán tirano y lo deja flotando en un universo de masa negra, con su cuerpo real en estado de coma, mientras ellos, emancipados, se disponen a explorar el mundo ficticio en el que están.

Este episodio, el primero de la nueva temporada, es ilustrativo en cuanto al choque entre la vieja y la nueva vertiente de Black Mirror. Por un lado, tenemos la clásica historia de una aplicación potencialmente buena pero en malas manos (que, en su reverso, trata de una buena persona que deja de serlo debido al uso de una aplicación potencialmente mala). En este punto, el capítulo apela al mito que da forma a una de las principales formas del horror en la serie: el mito de Sísifo. Como en “White Christmas” (programa especial de 2014), “White Bear” (segunda temporada) e incluso “The Black Museum” (el último de los nuevos episodios), aparece, como el colmo de lo deshumanizante, la idea de quedar suspendido en un mundo –real o virtual– en el que se debe repetir la misma tarea una y otra vez. En este sentido, quizá la parte más interesante de “USS Callister” es que por primera vez nos permite evaluar moralmente el peso de la dimensión fantástica. La modernidad nos fue apartando progresivamente de la noción cristiana de que el pecado está enraizado en la fantasía o el deseo, para centrar cada vez más lo moral en los hechos concretos, en lo que el individuo hace o no hace. En este episodio, el programador que interactúa socialmente en el mundo real se comporta en forma apocada y respetuosa, francamente menos nociva que la de varios de sus compañeros de trabajo, pero en la fantasía da rienda suelta a todo su sadismo contenido. En los tiempos actuales, muchos no lo juzgarían, considerándolo un miembro respetable de la sociedad que, simplemente, encuentra en la tecnología de simulación una forma de manejar sus demonios internos (como un montón de gente lo hace en juegos de rol o videojuegos, o simplemente en su imaginación). Sin embargo, aquí el equilibrio en base a dos opuestos (fantasía y realidad, mundo interno y comportamiento social) se desarticula, replanteando un argumento filosófico bastante poco tocado en la actualidad, sobre qué significa realmente ser bueno, más allá de nuestros actos.

En esta cuarta temporada, lo interesante no es tanto si los buenos ganan o no, sino cómo. En el clásico tópico del hombre contra la máquina, casi siempre pasa que esta termina enfrentando al ser humano con algo demasiado humano de sí mismo. En “The Entire History of You” (primera temporada) la historia seguía un curso similar al del cuento “Puedes hacer el favor de callarte, por favor”, de Raymond Carver, en el que un tipo enfrenta a su pareja una y otra vez acerca de un suceso en el que ella pudo haberle sido infiel, hasta que logra desmoronarla. En este episodio, una tecnología de registro integral, con la que es posible revisar un banco de videos de todo lo registrado por los ojos de los usuarios, termina desenmascarando la infidelidad de una mujer, pero de una manera tal que su compañero no puede afrontarla.

Amor algorítmico

La idea de la máquina que devuelve los defectos humanos como un boomerang potenciado contra nosotros es una marca de fábrica de Black Mirror. Sin embargo, en esta nueva temporada parece que la máquina, en vez de mostrarnos nuestro costado más oscuro, termina devolviéndonos algo bueno de lo humano, o al menos rebelándose ante su propio mal uso. El ejemplo más claro es quizá el de “USS Callister”, en el que las simulaciones se sublevan contra quien las manipula, pero también ocurre esto con los registros del sistema de seguros de “Crocodile” y, más que nada, con la aplicación romántica de “Hang the DJ”, el cuarto episodio y quizá el más redondo. La historia sigue a dos usuarios de una aplicación de citas similar a Tinder, que define no sólo con quién hay que estar, sino también por cuánto tiempo. En principio, parece una simple historia en la que se exagera un elemento tecnológico de actualidad, pero pronto vamos entendiendo que el mundo donde las parejas transitan no es el real que aparenta ser. Los protagonistas, tras un primer encuentro que sólo fue pautado para un par de horas, quedan románticamente ligados, pero luego cumplen a rajatabla, con otras personas, las instrucciones de la aplicación. A ella se le asignan tipos bellos y musculosos (pero con los cuales experimenta una creciente apatía), mientras que a él le toca una horrible y aburridísima relación con una muchacha amargada. El reencuentro entre los dos se termina dando, pero lo que vemos en principio como una rebelión contra ese sistema, en el que todo está determinado casi militarmente por un más allá tecnológico (y en el que ellos no hacen más que vivir como pareja, sin trabajar ni realizar ninguna otra actividad aparente), termina siendo algo mucho más complejo. La pareja quiere escapar de ese mundo cerrado (como el protagonista de The Truman Show –Peter Weir, 1999–, a través de la puerta al final del domo gigantesco) pero cuando lo hacen se funden en un mundo de códigos y réplicas de ellos mismos, casos repetidos y paralelos en los que el amor terminó venciendo al sistema. Todos esos seres se funden en uno, y terminamos descubriendo que lo que sucedía era parte de un algoritmo de variaciones, planificadas para evaluar la verdadera complementariedad de una pareja.

La vuelta de tuerca (la única verdaderamente sorprendente de la temporada) por un lado plantea que la propia subversión del sistema era parte integral de su funcionamiento (algo así como el reverso humanista de “Fifteen Million Merits”, en la primera temporada, donde la rebelión de un hombre era finalmente fagocitada por el sistema, convirtiéndose apenas en otro tipo de explotación). Fundamentalmente, este episodio, más que jugar la carta sencilla de lo deshumanizante de un mundo cada vez más guiado por apps de levante, termina apelando al mito de los amantes que se reúnen pese a todo y siguen juntos para siempre, en un más allá del mundo terrenal, algo que bebe de los torrentes del romanticismo clásico, con sus abundantes fantasías del reencuentro tras la muerte (relacionadas con un montón de suicidios en los siglos XVIII y XIX). Sólo que el más allá de “Hang the DJ” es la vida real, en la que todo está recién empezando.

Por fuera de todas estas vueltas de tuerca, lo que hace a “Hang the DJ” el capítulo más bello de la cuarta temporada es, simplemente, el detalle romántico de que con el tiempo, cuando damos con una persona que realmente nos importa, tenemos que aceptar que todas las personas anteriores formaron un camino para hallarla, y que, en definitiva, no somos nuevos (tal como diría Leonard Cohen en “Hey, That’s No Way to Say Goodbye”).

No todos los capítulos son de igual calidad y perspicacia. “Arkangel”, dirigido por Jodie Foster, parte de un interesante implemento tecnológico, que es una aplicación para que el responsable de un niño vigile todo lo que este experimenta, con la posibilidad de censurar lo que considere inconveniente. Con un procedimiento similar al del bloqueo de personas en “White Christmas”, las imágenes que causen estrés a juicio del adulto serán pixeladas y distorsionadas para los ojos y los oídos del niño o la niña. “Arkangel” toma el caso de una chica a la que se le aplicó el implante en cuestión, pero el principal error de escritura del episodio es que se queda en lo anecdótico de qué horrible es estar en el monitor de tu madre todo el tiempo, mientras quedan muy por fuera los efectos semióticos y psicológicos de haberse expuesto a una vida sin violencia. El abrupto y violento final quizá trata de abrochar ambos conceptos, pero de una manera por demás fallida.

El último capítulo, “Black Museum”, es el más rocambolesco, con una construcción casi circense que parece más cercana al formato de La dimensión desconocida, y la presencia de tres implementos tecnológicos que se van sucediendo en la narración del dueño de un museo. Es posiblemente el episodio más meta de la serie, y trata de combinar en muchos otros de distintas temporadas. Quizá lo más atractivo es cómo va manejando un tono casi de comedia, llevándonos de las narices hacia un comentario interesante sobre la explotación de imagen y las fantasías de la derecha supremacista estadounidense.

Desde la tercera temporada, a partir de la cual esta serie dejó de ser exclusivamente británica, se han percibido algunas señales de desgaste, no sólo en la construcción de su propio mundo, sino también en la experiencia del público. Aun así, con sus luces y sombras, Black Mirror no deja de ser un producto relevante de nuestra época, que muy probablemente será analizado, dentro de 20 años, cuando se intente rastrear los orígenes de cierta sensibilidad, o cuando ya sea demasiado tarde.