El más comentado, el más mediático, el más occidental de los asiáticos (o incluso, paradójicamente, el más asiático de los occidentales, se podría decir), el omnipresente Ai Weiwei apareció en Buenos Aires, con una exposición retrospectiva, y entró así por primera vez en América Latina. Inoculación, precedida por una visita del artista en agosto del año pasado e inaugurada a principios de diciembre, ha llenado las páginas de diarios y revistas argentinas durante meses, tornándose un verdadero acontecimiento. Esto parece ser casi automático en relación con Ai, siempre involucrado en algún suceso que reverbera fuerte y que los medios de comunicación roen con gusto; sobre todo, por su atormentadísima relación con las autoridades chinas y su perenne denuncia de todo tipo de falta o atropello de estas, pero también a raíz de controversias surgidas por alguna obra suya, sobre todo del tipo site-specific (creada para estar en determinada ubicación que determina su significado): la más reciente fue la colocación de unas balsas salvavidas en la fachada del Palazzo Strozzi en Florencia, que dividió las opiniones de los italianos entre “estrago” y “gran obra”. En 2011, la revista neoyorquina ArtNews lo proclamó el “artista más poderoso del mundo”, y su fama no ha cedido en los últimos tiempos; fue sellada definitivamente el año pasado en el Festival de Cine de Venecia, donde presentó su primer largometraje, un documental sobre refugiados de distintas procedencias, Human Flow (“flujo humano”), saludado por muchos como un gran acontecimiento cinematográfico, aunque hubo quienes la consideraron superficial. Ante semejante notoriedad, una pregunta legítima asoma con frecuencia: ¿es para tanto? Tal vez la muestra bonaerense no sea suficiente para contestarla, pero seguramente da buenas pistas.

En el espacio de la Fundación Proa, una pared entera está ocupada por una detallada biografía del artista, con fuerte énfasis en el vínculo de este con su padre, Ai Qing, un destacado poeta que luego de haber apoyado a la revolución maoísta fue castigado por el régimen durante su campaña de erradicación de las corrientes derechistas, condenado a exilio interno y forzado a trabajos durísimos. Vale decir, la semilla (esa metáfora tan querida por el artista) de una relación crispadísima con el Partido Comunista Chino que nutrió y nutre buena parte de las obras de Ai. En la primera sala se condensa mucho: aparece una serie de objetos-esculturas que tocan algunos de los temas favoritos del artista y también ejemplifican una de sus fórmulas preferidas: reproducir en forma artesanal, preferiblemente con materiales enraizados en la tradición china (y no sólo en ella) algo cuya producción es industrial. Así, se pasa de las esposas en jade (2011) y madera (2015) a la porcelana del Rompecabezas de la libertad de expresión (2015), cuyo título adquiere connotaciones inquietantes en la traducción española, si se piensa en el golpe que le dio al artista en 2009 un policía chino, en un incidente que fue luego centro de una obra no expuesta en Proa. Y de los juguetes sexuales en –otra vez– jade (2014), comentario sobre la censura de contenidos eróticos en China, que llevó a que fuera acusado de divulgar material pornográfico (por ejemplo, una foto de él con cuatro mujeres, todos desnudos) se llega a la Cámara de vigilancia con pedestal (2011), en mármol, que refiere a la vigilancia –y a su rol de panacea contra la inseguridad y delación de lo disidente– en el gran país asiático (leer “el mundo”), pero sobre todo al asiduo espionaje sufrido por el propio artista. El cuño de Marcel Duchamp, posiblemente la influencia más fuerte sobre Ai, se desnuda en Hombre colgado en porcelana (2009), una pieza que emula al autorretrato de perfil que el francés dibujó en 1959 y usa la misma porcelana de su celebérrima Fuente de 1917. Pero, en general, el proceso es inverso al duchampiano: “ennoblece” al producto nimio por medio del material y la técnica ilustres y no por su simple estar ahí, recargando el aura que Duchamp trataba de domesticar con la indiferencia.

En la siguiente sala se respira un aire cargado, en igual medida, de respeto por la tradición de su cultura y cierta animadversión hacia esta, casi impalpable a veces pero presente, quizá en pos del arte occidental y sobre todo del estadounidense (hay que recordar que Ai vivió varios años en Nueva York y que, por ejemplo, los dos empapelados presentes en Buenos Aires tienen un fuerte precedente en Andy Warhol, aunque en versión austera y cool). Así, tenemos Dejando caer una urna de la dinastía Han (2016), tres paneles que reproducen con ladrillos Lego la secuencia fotográfica de una acción artística de 1995 en la que rompió la pieza en cuestión, antigua y valiosa: como reflexión sobre las destrucciones operadas durante la Revolución Cultural china se puede considerar una performance eficaz; cabe dudar, frente a este tríptico, si valió la pena (aunque es una preocupación menor). Las obras en madera se mueven entre la reverencia a Duchamp y un formalismo cercano al minimalismo. Uvas (2014) es una estructura de 28 taburetes añejos de tres patas encajados entre sí hasta formar un arco escultural que se sostiene sin ayuda de pegamento o clavos: elogio, como siempre, de las milenarias habilidades artesanales chinas, y de su impulso “colectivista”, es a la vez una cita del primer readymade duchampiano (completada por otra obra, que se mencionará más adelante y que remite a la misma Rueda de bicicleta de Duchamp) y una deformación en sentido estrictamente estético. Lo mismo pasa con los Cofres de luna (2008), de los que hay sólo una parte; con Contenedor de basura (2014), que es lo que dice ser, pero armado con una madera noble; y con el llamativo Mapa de China (2017), suerte de mesa ratona construida con pedazos de madera recuperados de templos de la dinastía Quing demolidos en el marco de la Revolución Cultural y aquí encastrados, en forma extremadamente meticulosa, hasta conformar la silueta del país: todo se fusiona en un mueble chic y panfletario a la vez. En este sentido, no hay nada más posmoderno –de un posmodernismo un poco anticuado, en verdad– que Ai, especialmente en las obras que flirtean con el design: juega en forma desenvuelta con las tradiciones, volcándolas a lo contemporáneo y utilizando mano de obra especializada de su país, algo que por un lado es una celebración de esta y por el otro denuncia, quizá acariciándolos, notorios modelos de explotación; a la vez, carga el juego formal políticamente, pero de forma casi mecánica. El punto álgido de ese modus operandi llegó con Semillas de girasol (2010), 150 toneladas de reproducciones de eso mismo en porcelana, que cubren enteramente el piso de una sala (aquí en versión muy reducida, de 15 toneladas), cada una de ellas hecha y pintada manualmente por trabajadoras de Jingdezhen. Es, entre otras cosas, una (algo vacía) demostración del poder de China, con metáfora de su concentración humana, en un momento en el que parece permanentemente a punto de superar a Estados Unidos en cuanto a empuje económico, además de una especie de nostálgica visión del “hecho a mano”, pero para números descomunales y masivos (¿la “vieja” idea de la alienación relacionada con la maquinaria, a lo Marx o Chaplin, valdrá también cuando todo se hace de modo artesanal?).

La otra mitad de la sala la ocupa Cangrejo (2011), con cientos de reproducciones en cerámica de ese crustáceo –el mismo procedimiento empleado con las semillas– que invaden parte del piso y representan otra etapa “biográfica” de su lucha contra el comunismo chino (la palabra china que da título a la obra se relaciona con el concepto de “armonía”, invocado para defender la censura). En unas fotos y un video de Shanghai Studio (2010-2011) se muestra cómo el Poder Central le tira abajo al artista un enorme estudio que acaba de inaugurar, alegando que se había construido sin la autorización correspondiente (pese a que, según asegura Ai, altos funcionarios de la ciudad lo habían alentado a realizar la obra, como parte de una nueva área cultural de la ciudad, y habían supervisado su desarrollo), y lo puso en arresto domiciliario para que no fuera a una protesta en el predio antes de la demolición, donde se comió cangrejo. Ahí está concentrado el personaje del Ai mártir, indivisible –por su propia elección– del artista. El mismo personaje que, luego de haber participado en el proyecto para la construcción del estadio de Beijing destinado a los Juegos Olímpicos de 2008 (es también arquitecto), denunció su uso como pura propaganda y fue hostigado; el mismo que fue arrestado abruptamente y maltratado en 2011 y el mismo que fue dejado en libertad pero no puede volver a su país, y vive exiliado en Berlín. Eternamente presente en las redes sociales, es visto, por supuesto, como un héroe (porque por cierto sufrió ultrajes inaceptables y tuvo el coraje de denunciarlos), aunque entre varios críticos (y una minoritaria parte del público) circula la sospecha de que parte de su activismo se basa más en estrategias publicitarias y espectaculares que en el compromiso con una batalla puramente ideológica. En el general coro elogioso disuenan, por ejemplo, el destacado crítico estadounidense Jed Perl, que aprecia su acción política pero considera a Ai nada más que un trasnochado creador minimalista; y el curador italiano Francesco Bonami, quien lo tilda directamente de artista pretencioso que utiliza la disidencia para promocionar su obra y levantar los precios.

Alguna duda queda, en este sentido, si uno mira la última fase de su trabajo. Ai movió el foco y parece haber dejado de lado –parcialmente– la puesta en escena egocéntrica para concentrarse en otros sujetos sufrientes de nuestro mundo globalizado: los refugiados. Digo “parcialmente” porque, en una de las acciones artísticas más cínicas que se recuerden, en 2016 se fotografió boca abajo sobre la orilla del mar, en la misma posición que un niño sirio muerto cuya imagen se había vuelto tristemente viral: sin duda, el punto más bajo de su carrera. De alguna manera, Ai parece moverse indefectiblemente ahí donde los media más percuten: si por un lado tiene, así, la ventaja de obtener más visibilidad, por el otro produce un antipático efecto de redundancia, tal vez oportunista (porque en definitiva no se trata sólo de militancia, sino también de prestigio y ventas). Así, la sala del segundo piso de Proa está casi enteramente ocupada por una enorme balsa negra de PVC cuyos ocupantes –a quienes debemos suponer emigrantes desesperados, adultos y niños– están representados por el mismo material que su medio de transporte: la obra, titulada Ley del viaje - Prototipo B (2016), se expone por primera vez junto a fotos y a un video en los que el artista registró a refugiados de más de 20 países; apuesta al gigantismo como recurso formal y al fugaz asombro que produce, práctica usadísima en el arte contemporáneo con tendencias efectistas, aunque aquí resulte difícil relacionarla con uno de los dramas actuales más acuciantes. La misma lógica pantagruélica, para concluir, rige la obra que se encuentra fuera del museo, en la vereda frente a él. Bicicletas Forever (2013, también en versión reducida respecto de la que presentó en Toronto) es un imponente conjunto de armazones con ruedas de bicicletas en acero, diseñados por el artista, que se amontonan por varios metros de acuerdo con una disposición matemática, dando una sensación de movimiento al conjunto, además de hablar de uno de los objetos metonímicos de China, de su imparable “marcha” o “carrera” y de la rueda duchampiana que le faltaba al taburete nombrado más arriba. Una vez más, pizcas de minimalismo (la repetición de un módulo), esprit dadaísta, guiño a sus orígenes geográficos, sensacionalismo.

Inoculación, en definitiva, reafirma a Ai Weiwei como un artista tan incómodo en su país (aunque las malas lenguas afirmen que allá no es para nada famoso ni relevante) como cómodo para Occidente, por su corrección política y por demostrar también, en carne propia, la injusticia del régimen chino, sobre la cual todos los estados democráticos concuerdan, a pesar de que sigan haciendo negocios con él.

Ai Weiwei / Inoculación. Curador: Marcello Dantas. Fundación Proa (Pedro de Mendoza 1929, Buenos Aires), hasta el 2 de abril.