El último caso, no obstante el revuelo que generó, es un poco diferente de los demás, pero no hay duda de que cierta epidemia censoria ha empezado a circular en el mundo del arte, parcialmente a raíz de la sensibilización hacia temas como la violencia de género, la tensión racial o la corrección política lisa y llana: en seguida se han consolidado dos bandos, uno que se felicita por el ocultamiento de lo ofensivo en pos de visiones libres de sesgos patriarcales o discriminatorios, y otro que solloza frente a nuevos frenesís de censura, originados en incomodidades individuales basadas a veces en lecturas rigidísimas –y ajenas a la contextualización histórica– de las obras en cuestión. Volviendo al suceso más reciente, hace un par de semanas la Manchester Art Gallery inglesa descolgó un cuadro del siglo XIX como anticipación de una muestra retrospectiva de la artista Sonia Boyce, que pidió que se sacara de la sala (es una de sus estrategias expositivas, ya lo había hecho hace unos años en otro museo con objetos etnográficos). Se dejó el vacío en la pared donde el público podía colgar comentarios en post-it sobre varios temas, entre otros, ¿quién decide qué y cómo se expone?, ¿un grupo de ninfas desnudas mojadas en agua mitológica, de sabor prerrafaelita, perpetúan visiones machistas de lo femenino? El debate fue bien encendido y la desaparición funcionó a su vez como obra. Sin embargo, dado el nivel de irritación general, algunos críticos se lanzaron furiosos contra la institución que “obedeció” básicamente a una interdicción, traicionando su elección expositiva original. En realidad, en este caso, mucho humo. A la semana, el cuadro ya estaba a la vista otra vez, y se trata además de una pieza que Boyce eligió –creo, espero– por su anfibología: Hilas y las ninfas, pintado en 1896 por John William Waterhouse, simbolista tardíamente convertido al impresionismo. Siguiendo el mito griego, retrata al joven Hilas, amante de Hércules, mientras es raptado por las ninfas; vale decir que el hombre –mejor, el “argonauta”– es aquí la víctima que, además, termina muriendo. Claro que la lógica tardosimbolista o decadente con que se muestra a esas muchachas refleja la construcción “positivista” de la mujer peligrosa (seductora, prostituta, malvada, etcétera), que llenó cuadros, estatuas, libros y otras obras desde fines del siglo XIX hasta principios del XX (para después pasar al cine “disfrazada” de diva y/o vamp); empero, es cierto también que, pese a ser una creación de hombres amenazados por las incipientes ganas de independencia mujeriles del período, ha servido también como pequeño modelo de liberación, habilitando que la audience femenina reprimida viera otras formas de comportamiento y de posible emancipación.

Más compleja (y un poco alarmante) es la tendencia –y su éxito, por lo menos internético– de representantes de comunidades desfavorecidas socialmente que piden que ciertas obras sean retiradas de museos e instituciones, o “domesticadas”, con el argumento de que hieren su sensibilidad o promueven modelos indeseables. Así, en diciembre del año pasado Mia Merril, de 26 años, neoyorquina y ex estudiante de arte, lanzó una petición en la web para que el Metropolitan Museum de Nueva York (Met) descolgara un cuadro de Balthus, Teresa soñando (1938), o por lo menos le agregara un cartelito de alerta que indicaba que “algunos espectadores encuentran esta obra ofensiva o perturbadora, dado el encaprichamiento artístico de Balthus con las niñas”. Por supuesto, el clima creado por movimientos como #MeToo y #Time’sUp inflamó el asunto, según dijo la misma Merril (o incluso lo generó). En la imagen, el pintor francés de ascendencia polaca –que notoriamente tenía una fijación por las muchachas muy jóvenes, como atestigua gran parte de su trabajo– retrató a una chica de 12 o 13 años con los ojos extáticamente cerrados y la pollera levantada que deja ver parte de la bombacha. En poco tiempo Merril juntó más de 11.000 firmas, pero el Met no cedió: para satisfacción de varios críticos, ya preocupadísimos porque se empezaran a pedir censuras o sanitizaciones de obras maestras que, consciente o inconscientemente, se asoman, o directamente bucean en las oscuras grutas donde la libido cita a la violencia. El museo no se arriesgó a crear un precedente, y con razón: podría significar el principio de un vaciamiento inexorable: ¿qué hacer con cierto Pablo Picasso o con La violación de Lucrecia, de Tiziano (1571), como dijo Jonathan Jones en The Guardian? Y claro, se podría seguir ad infinitum: ¿y la misma escena pintada por Tintoretto pocos años antes?, ¿y El rapto de las sabinas, de Giambologna (1579), cuya copia se halla al costado de Piazza della Signoria en Florencia? Y, quedándonos en el delicadísimo ámbito de la pedofilia, ¿hay que mostrar los milenarios platos, ánforas y vasijas griegos con escenas homosexuales entre barbudos e impúberes?, ¿y los cuadros de Joaquín Sorolla con niños desnudos en la orilla del mar?, ¿y varios de los más osados de Egon Schiele, con adolescentes? En realidad, Schiele ya sufrió censura, aunque no en un museo: en 2017, para los afiches de una retrospectiva inminente, se cubrieron, tanto en Alemania como en Inglaterra, los genitales que aparecían en dibujos suyos. Parece inminente el paso para terminar en una especie de adicción a la tutela indiscriminada de los espectadores. Además, simétricamente, ¿no se ha leído la Decapitación de Holofernes, de Artemisia Gentileschi (1620), como una revancha simbólica de la pintora, que de joven fue víctima de una violación? ¿Habría que esconder el cuadro por una suerte de delirante equilibrio, evitando un generalizado miedo a la castración?

Por supuesto, la temática sexual, sobre todo a raíz del caso de Harvey Weinstein y de los acosos de celebrities, se ha vuelto más candente que de costumbre. Sin embargo, no sólo de sexo se trata. Hace un año se le pidió al Whitney Museum que retirara de su bienal y destruyera un cuadro que la pintora blanca Dana Schutz dedicó a Emmett Till (un adolescente negro que fue asesinado en los años 50 por blancos, y cuyo cadáver, desfigurado por los golpes recibidos, fue mostrado adrede por su madre, como advertencia contra la violencia racial de Estados Unidos, y se volvió un símbolo capital para el movimiento antirracista en ese país). Hanna Black, una artista británica, demandó, también en redes sociales, la eliminación física de esa pieza que, a su parecer (y el de quienes la apoyaron), implica un abuso: que un blanco se apropiara del sufrimiento de un negro para crear algo que podía reportarle dinero (por eso se pedía la destrucción del objeto y no sólo su remoción). No hay duda de que parte del resentimiento es legítimo –la apropiación de la voz del otro desde lo hegemónico siempre huele mal– y está bien el debate, incluso vehemente (que fue cubierto por todos los medios yanquis más destacados). En ese sentido, la obra parece exitosa: ¿no es una tarea del arte sacudir el general estado vegetativo en el que se mueve –o movería– el espectador medio? Pero ¿no será demasiado fácil hacerlo tocando ciertos botones? Y además, ¿destruirla?, ¿taparla? Por un lado, las obras escapan, muy a menudo, a todo tipo de coincidencias (entendidas en sentido amplio, incluso étnico) entre creador y representación. Aun defendiendo una posición fundamentalmente adorniana sobre la creación (según Theodor Adorno, quien escribía canciones de protesta contra la guerra de Vietnam, por ejemplo, alimentaba la tragedia al volverla mero entretenimiento), quizá la expresión de malestar y la denuncia deberían evitar ponerse del mismo lado que los fascismos, notorios quemadores de “arte degenerado”. También en este caso el Whitney, al rechazar la propuesta de Black, adoptó, parece, la postura correcta, pero los casos de “resistencia” institucional no eximen a los museos de su rol central en la constitución de cánones todavía indiferentes a temas como la marginalización o la disparidad de tratamiento económico (es suficiente ver las escalofriantes estadísticas en la página web de las Guerrilla Girls y saber que, por ejemplo, en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo la presencia de artistas mujeres en el acervo no llega a 10%).

La nueva censura es una cuestión fundamentalmente EEUUrocéntrica; por estos lares sigue habiendo escándalos más “clásicos”, guionados por grupos ultraconservadores: en setiembre, miles de personas apoyaron una campaña en internet contra el Museo de Arte Moderno de San Pablo por haber hospedado una performance de Wagner Schwarz en la que, desnudo, se hacía manipular por el público (como si fuera, según sus palabras, una de las esculturas móviles de Lidia Clark): el problema fue que les tocaron las manos y los pies una mujer y su hija de cuatro años. Hubo protestas y crucifixión pública del artista y del museo, que, sin embargo, no se arrepintió.

Cabe terminar señalando la que quizá es la característica más llamativa y nodal de esta “censura 2.0”, reacción extrema de una hipersensibilidad que cubre diferentes núcleos del cuerpo social (pero ya no “las clases”). Algo que se podría incluso llamar un cambio de paradigma, aunque sea más apropiado definirlo, más livianamente, como un cambio sintomático de la inestabilidad de la nueva izquierda. Sucede que la misma área política –digamos progresista, con sus diferencias y disidencias, por supuesto– que antes se indignaba frente a cualquier tipo de reprimenda artística promovida por la derecha (contra las fotos de Robert Mapplethorpe o, quedándonos acá, los dibujos de Óscar Larroca) ahora pide cautela al mostrar o, directamente, censura. Deberíamos recordar que con las obras de arte nos movemos en el campo simbólico, que es muy diferente de lo real, cuando no antitético, y el reino por excelencia de la ambigüedad. Que hay que preservar (y mostrar) las obras, y preservar también, si lo tienen, su legítimo componente inmoral (siempre históricamente determinado: por qué y en qué medida enfurecerse es algo que fluctúa inexorablemente). Y preservar asimismo su prerrogativa de molestar al público (aunque sea muy discutible molestarlo midiendo la molestia, como hace parte del arte contemporáneo, al buscar un equilibrio entre lo que no es permitido oficialmente y lo que sí lo es oficiosamente: una irrespetuosa respetabilidad). El arte también es un campo de batalla ideológico: ¿a dónde puede llevar que las izquierdas soterren –por decreto facebookesco– sus facetas más puntiagudas, como históricamente lo hizo la reacción?