Aunque no parece haber propósito de homenaje o cita, esta película es fuertemente tributaria del cine de Martin Scorsese. La velocidad de la narrativa, su bombardeo de información conducido por la voz over, la recopilación de canciones y la ironía hacen pensar mucho en Buenos muchachos (1990). Quizá la escena del tribunal de Buenos muchachos haya sido la semilla para toda la oleada actual de transgresiones de la “cuarta pared” (es decir, los personajes eventualmente se dirigen a la cámara y les hablan a los espectadores). Toro salvaje (1980) había enfocado el abuso doméstico, mostrado (al igual que la violencia en Buenos muchachos) con cierta distancia risible que, sin restarle horror, da cuenta al mismo tiempo de algo quizá aun más horrible, que es la manera en que el horror, en algunos contextos, se convirtió en algo prosaico, que no merece especial atención. Scorsese puso el foco en personajes que, como los de Yo soy Tonya, podrían entrar en la categoría de rednecks o white trash, es decir, 2 “blancos terrajas”, que se ubican lejísimos de los criterios éticos y estéticos asociados a los modelos positivos habituales del cine de Hollywood –lo hizo en Taxi Driver (1976), en Toro salvaje y en El rey de la comedia (1982)–. En Taxi Driver y El rey de la comedia las macanas perpetradas por los protagonistas terminaban estampadas en la multicolor farándula mediática, propiciando un ácido comentario sobre la hipocresía social.

El énfasis en la cobertura de los medios en aquellos clásicos de Scorsese pudo haber sido la semilla para la idea de enmarcar la narrativa de Yo soy Tonya en un falso documental: vemos entrevistas a varios de los personajes importantes en la época actual y suponemos que cuando escuchamos comentarios suyos en voz over la grabación procede de esas mismas entrevistas. El grueso de la historia lo vemos como flashbacks que ilustran, o contradicen, o cuestionan, o ironizan, esos relatos orales.

Es curiosa la permanencia de algunos estereotipos visuales: las entrevistas tienen un formato distinto del de los flashbacks, con la pantalla más angosta, algo que sigue significando “televisión”, a pesar de que el estándar actual televisivo es 1,85, es decir, más ancho. El artificio sirve para diferenciar en forma más neta las entrevistas de los flashbacks, y termina funcionando como una de las ambivalencias que impregnan esta narrativa: es como si las entrevistas a los personajes de la actualidad estuvieran realizadas en la época de los hechos narrados, es decir, hacia 1990, pese a que los personajes están hablando desde la actualidad.

La historia es real y, al parecer, está realizada con fidelidad respecto de los hechos comprobados. Tonya Harding hizo tremenda carrera en el patinaje artístico sobre hielo entre 1986 y 1994. Ganó varios títulos y fue la primera mujer estadounidense (y la segunda en el mundo) en hacer un triple áxel (un salto con el cuerpo en vertical y tres rotaciones y media antes de volver a tocar el piso) en una competencia. En 1994 su colega y amiga personal Nancy Kerrigan fue golpeada violentamente con un fierro en la rodilla. La inhabilitación de Kerrigan prácticamente garantizaba la clasificación de Harding para los Juegos Olímpicos. Pronto se identificó al agresor, y resulta que la agresión había sido ordenada por el guardaespaldas de Harding, al parecer de acuerdo con el marido de ella. Los eventos tuvieron amplia cobertura mediática y son considerados uno de los grandes escándalos en la historia deportiva estadounidense. Cuatro varones (agresor, guardaespaldas, marido, chofer del agresor) fueron condenados a algunos meses de prisión, y Harding fue permanentemente excluida de la asociación de patinaje artístico. Tenía 23 años.

Elenco estrella

El mérito de la película que salta en forma más inmediata son las actuaciones. Todo el reparto rinde en forma sensacional. Allison Janney, que interpreta a la madre de Tonya, recibió todos los premios imaginables. Margot Robbie no ganó tantos, pero vaya si los hubiera merecido, y no tanto por haber aprendido a patinar (las escenas realmente difíciles están filmadas por stunts, a las que se aplicó digitalmente el rostro de Robbie, y el triple áxel, que casi nadie en el mundo es capaz de hacer, es pura animación digital; y aun si son impresionantes y bonitas esas escenas de patinaje, no hacen total justicia al arte de la Tonya Harding verdadera), sino por los aspectos de actuación propiamente dicha: hay que verla, estresadísima, ensayando la sonrisa con que tendrá que presentarse minutos después cuando entre en la pista de patinaje (en cuanto se estrenó esta película, Quentin Tarantino la fichó para el principal rol femenino de su próxima obra, Once Upon a Time in Hollywood). La supervisión musical de Susan Jacobs es magistral, y la colección que armó de casi 30 canciones increíbles ayuda a crear el clima ochentero y noventero, y aparte de eso va tiñendo cada momento con su clima propio, muchas veces con profunda ironía. Aun en un momento tremendamente triste, como cuando la Tonya adolescente despide al padre que está dejando el hogar, la música (en la ocasión es “Spirit in the Sky”, de Norman Greenbaum) impregna la escena de algo extraño, risible (que sintoniza con la indiferencia que el mundo y el futuro manifiestan hacia el intenso sufrimiento privado de esa personita), pero también energético (como si la música aludiera a todo lo que se está cocinando en ese momento en la personalidad de Tonya: su tesón combinado con inseguridad y acostumbramiento al desamor).

No pasa un minuto sin algún movimiento de cámara increíble o un corte notable. Esos rasgos de estilo tienen su interés sensorial intrínseco, y algunas veces participan activamente en la conceptualización de lo que vemos. Un momento muy evidente se da cuando Tonya es tumbada de una piña por una boxeadora, y su caída en cámara lentísima es alternada con un recuerdo, también en cámara lentísima, de su histórico triple áxel. Mi momento preferido es cuando decide por primera vez dejar al marido: mientras Jeff, desolado, se agacha en el piso, la cámara se aparta. Por lo tanto, físicamente, la cámara se identifica con Tonya (que no aparece en la imagen), aunque, desde otra dimensión, parece actuar también una patética reducción de Jeff a la insignificancia y lejanía: cuando la cámara cruza el umbral de la puerta de calle (siempre mirando hacia atrás) el ajuste en la iluminación sume a Jeff en la oscuridad, y luego la cámara sigue, en un único movimiento fluido, como si estuviera arriba de un auto que se va.

Hay unas curiosas ambigüedades narrativas: en su entrevista a cámara, el Jeff actual cuenta que Tonya una vez le disparó con un rifle, y vemos representada la escena en un flashback. Pero luego de dispararle, Tonya mira la cámara y, asumiendo el rol de subnarradora, nos dice: “¡Esto es mentira [bullshit]! ¡Nunca hice tal cosa!”. Acto seguido, en actitud desafiante, siempre mirándonos, corre el guardamanos del rifle para eyectar el cartucho. ¿A qué le creemos? Se supone que los flashbacks (como en la mayoría de las películas) cuentan la “verdad”, pero Tonya nos desmiente lo que vimos: el flashback sería una mera representación de la versión de Jeff. Pero esa misma “meta-Tonya” que nos habla es la que, en actitud desafiante y empoderada, bombea el cartucho, insinuando que ella nos dijo una cosa pero sabe que sabemos que hizo otra. En ese juego entreverado, la película de alguna manera se deslinda de asumir una versión: simplemente, nos tira las distintas posibilidades en juego.

La historia de Tonya Harding involucra cuestiones que tienen que ver con clase social y género. La película lidia con esos aspectos en forma clara y crítica, no necesariamente por primera vez (hay un libro de 1995, Women on Ice, que es una colección de ensayos feministas sobre el caso Harding/Kerrigan). Oriunda de Portland, Oregon (una ciudad de medio millón de habitantes), Tonya venía de una familia humilde y disfuncional. La madre, LaVona, le pegaba, la impelía obsesivamente a dar todo por el deporte y, con sus comentarios mordaces y crueles, parecía dedicada a boicotearle todo posible vestigio de amor propio y autoconfianza. Tonya se casó temprano para escapar del vínculo enfermizo con la madre, pero se vio involucrada en una relación igualmente violenta con un marido golpeador. Logró brillar como patinadora, pero nunca logró construir la imagen que los organizadores de concursos y el Comité Olímpico pretendían de ese deporte, que era, en el decir de un personaje, la de una “saludable familia americana”. Sus vestidos, peinado, pintura de uñas, coreografías, elección de músicas, manera de moverse y moretones, nada de eso encajaba en el estándar Barbie/bailarina de ballet que se espera usualmente de una patinadora artística. Durante toda su carrera se enfrentó con jurados que le daban notas bajas, que trampeaban sus evaluaciones con respecto a su innegable talento como patinadora para promover ese otro criterio implícito: querían que la campeona, potencial representante internacional de Estados Unidos, fuera alguna otra, más “femenina”, delicada, con “buen gusto”.

Ningún personaje está mostrado en forma maniquea. LaVona es el personaje más rico: tiene costados monstruosos, pero nadie va a decir que no puso todo lo que estuvo a su alcance para formar a la hija, algo que, en alguna medida, logró. Dice que hubiera querido tener una madre como ella misma, que legara a la hija un talento y una posición, para no terminar, como ella, trabajando de mesera. A Tonya la oprimen los abusos que sufre, pero aunque algunas veces reacciona, no parece desarrollar una conciencia ética al respecto; en distintas ocasiones vuelve a buscar al marido, quizá porque parece considerar que es la única persona que puede efectivamente quererla. Su porción de culpa en el caso Kerrigan se muestra como prácticamente inevitable.

El policía ve el rostro ensangrentado de Tonya luego de que fue maltratada por Jeff, y lo único que hace es charlar amigablemente con él, sin siquiera dirigirle a ella la palabra. Los medios y la opinión pública la condenan de antemano en función de expectativas suscitadas por su apariencia y su origen social. El juez –es quizá el episodio más indignante de toda la película– emite la más cruel de las sentencias judiciales, quizá sin haber considerado las consecuencias que tendrá para ella (el final de su carrera, que era lo único que le importaba en la vida). En todo lo mucho que esta obra tiene y muestra de incómodo, hay algo que produce un enorme alivio: que esta película sí está mirando a su personaje, dispensándole su cuota de atención, con disposición a oír y a entender.

Yo soy Tonya (I, Tonya), dirigida por Craig Gillespie. Con Margot Robbie, Sebastian Stan, Allison Janney. Estados Unidos, 2017. Life 21, Alfabeta.