En una sociedad que acepta la violencia y la impunidad del Estado como algo inevitable se deslegitima e invisibiliza a quienes luchan por defender los derechos humanos. El Estado tiene un papel sustantivo en la reproducción de la cultura de la impunidad. Hoy, como a lo largo de estos casi 34 años transcurridos desde que finalizó la dictadura, el Estado y sus instituciones han optado por políticas de memoria o indiferencia que tienen peso en la organización de las relaciones de poder en nuestra sociedad y en las garantías que tenemos de que se protejan nuestros derechos. Pasado y presente están interrelacionados, y la cultura de la impunidad continúa.

La disputa por darle credibilidad social y construir un acuerdo sobre qué significó el pasado dictatorial tiene que ver con las luchas políticas del presente. Existen y continuarán existiendo múltiples relatos sobre el pasado, pero prevalecen aquellos que tienen que ver con las relaciones de poder en un momento particular, como lo demuestra el caso de Argentina, donde hoy se discute cuántos fueron los desaparecidos.

En Uruguay, a pesar de 15 años de gobiernos progresistas, la lucha por verdad y justicia, así como la defensa de los derechos humanos básicos, son retos vigentes en nuestra democracia.

Las revelaciones sobre el Tribunal de Honor en el que se legitimaron crímenes de desaparición, asesinato y tortura, junto con el mensaje emitido la semana anterior por el Ministerio del Interior justificando el seguimiento y posterior detención de dos jóvenes que participaban en una marcha pacífica, demuestran la normalización de la impunidad a nivel institucional. Estos casos ponen en evidencia la complicidad del Estado en la reproducción de una cultura de impunidad.

Lamentablemente, vivimos en un contexto en el que la impunidad se ha naturalizado y la violación de los derechos humanos ha pasado a segundo plano. En estos días el tema logró tener más visibilidad debido a su resonancia mediática, pero hasta ahora el foco de las campañas políticas y los medios había estado en la seguridad centrada en la protección de la propiedad privada. La violencia de la que se habla en el ámbito público es la relacionada con el robo, no con la violencia ejercida por grupos poderosos o por el Estado. Las soluciones que se discuten son la militarización de la sociedad y el incremento de la vigilancia a la ciudadanía.

El Estado hace caso omiso a los reclamos y demandas de la sociedad civil organizada que pide verdad y justicia, y estos reclamos casi no son registrados por los medios masivos. Como establece el informe de las investigaciones sobre políticas de verdad y justicia en la región publicado por la Universidad de Oxford (Lessa, 2019), las víctimas, los familiares y las organizaciones de derechos humanos han tenido un papel clave al presentar denuncias e iniciar causas, ya que en Uruguay en ningún caso la Fiscalía General de la Nación actuó de oficio. Hay dos ejemplos claros de esta situación. En primer lugar, el caso de las ex presas políticas que en 2011 hicieron una demanda judicial por crímenes sexuales durante el período 1972-1983. Los denunciados fueron casi 100 militares y civiles, de los cuales sólo cinco han sido procesados. Ocho años después, la causa sigue abierta. En segundo lugar, está la denuncia de académicos, abogados y activistas sociales que fueron amenazados de muerte por el llamado Comando Barneix. Estas personas amenazadas, que cuentan con el apoyo de cientos que expresaron su solidaridad, solicitaron al gobierno que se investigara la situación, pero todavía no han recibido respuesta a su pedido. La inacción y falta liderazgo político para aclarar estos casos y conseguir justicia promueven la cultura de la impunidad y naturalizan una cultura institucional en la que quienes ejercen la violencia desde instituciones del Estado lo hacen sin rendir cuentas.

Las recientes informaciones sobre espionaje en democracia, la videovigilancia durante las marchas, y el uso de tiras en marchas de movimientos sociales son una indicación de que algunas prácticas típicas de la dictadura no han desaparecido. Todos somos sospechosos, no sujetos de derecho. Este tipo de contexto favorece una cultura en la que no existe responsabilidad penal o administrativa de quienes violan derechos humanos.

¿Por qué tiene que haber una noticia en la prensa sobre crímenes durante la dictadura para que se cumplan las leyes y se revise a quién se pone a cargo de las Fuerzas Armadas? ¿Por qué se usan cámaras de videovigilancia y operativos con más de diez vehículos policiales para detener a un joven que participó en una marcha en defensa de nuestro derecho a tener agua limpia o por estar en desacuerdo con un proyecto como UPM2? ¿Por qué no se usan esas cámaras u operativos para encontrar a los que amenazaron de muerte a defensores de los derechos humanos o para indagar a quienes han sido acusados de crímenes sexuales durante la dictadura? La celeridad y eficiencia operativa que se demuestra en el caso de quienes se manifiestan en contra de ciertas políticas y de cierto modelo de desarrollo desaparecen cuando se busca a los responsables de crímenes durante la dictadura o a quienes destruyen radios populares o destruyen sitios de memoria.

Los derechos y las garantías legales deben ser defendidos para todas y todos, y en todo caso. No puede haber situaciones de excepción. Este tipo de argumentación fue la que justificó el terrorismo de Estado, como demuestra el análisis del discurso militar durante la dictadura (Achugar, 2008). No estamos en una dictadura, pero las limitaciones de los derechos ciudadanos coartan nuestra democracia.

Hoy, en un contexto en el que los derechos humanos y las democracias están siendo atacados en la región y en gran parte del mundo, no podemos aceptar esta situación de impunidad ante la vulneración de derechos básicos como la libre expresión, el acceso a la justicia y la protesta. Para afianzar la democracia tenemos que garantizar nuestro derecho a exigir que las formas y procedimientos establecidos para proteger a la ciudadanía se cumplan. Deben marcarse las responsabilidades de las autoridades que no se hacen cargo o que son omisas ante estas violaciones de derechos.

Transformar la cultura de la impunidad a nivel del Estado requiere, como mínimo, asegurarnos de que no formen parte de nuestras instituciones quienes no defienden los derechos humanos y el funcionamiento democrático. También se necesita revisar la Ley Orgánica Militar, rediseñar los planes de estudio militares y reducir la cantidad de efectivos, como sugiere la organización Madres y Familiares de Detenidos Desaparecidos. Además, necesitamos preparar a quienes trabajan en la Policía y en el Ministerio del Interior en el respeto a las leyes y los procedimientos diseñados para resguardar nuestros derechos. La deconstrucción de la impunidad requiere una serie de políticas aplicadas sistemáticamente para transformar esta cultura instalada en las instituciones del Estado.

Mariana Achugar es docente e investigadora de la Universidad de la República.