Los tiburones comienza con el plano de una adolescente corriendo en un balneario vacío. Esta imagen simple, realista y estilizada marca el puntapié inicial: ella se zambulle en el mar, el padre rezonga y sobresale una aleta de tiburón. Sin tiempos muertos, sin la pretensión de abarcar grandes temas, y centrándose en sus personajes, el debut de Lucía Garibaldi (Montevideo, 1986) tiene la audacia de detenerse en ese umbral de transición y revelación, que permite que la historia titubee y se quede pensando.

Garibaldi se formó en la Escuela de Cine del Uruguay, dirigió los cortometrajes Colchones y Mojarra, y sorprendió a los seguidores de Buenos Muchachos con el logradísimo videoclip de “Antenas rubias”. Con Los tiburones decidió explorar el complejo universo adolescente entre sus aristas movedizas y sus enredos: la historia se ambienta en un pequeño balneario antes de que despunte la temporada, y el rumor sobre la llegada de tiburones comienza a difundir un temor extraño. Rosina (Romina Bentancur) es una adolescente que cree haber visto algo en el mar, pero pocos le prestan atención. Cuando conoce a Joselo (Federico Morosini, vocalista de Julen y la Gente Sola, al que muchos conocen por el videoclip “Jordan”, de Eté y Los Problems), comienza a vivir una nueva experiencia, pero sin grandes intensidades emocionales ni actuaciones que se propongan expresarlo todo. Este cuidadísimo trabajo sorprende con su decantación y su concentración en la puesta en escena, articulada por una adolescente –imperceptiblemente– irreverente que sabe conjurar su propia aventura. Así como la amenaza latente de los tiburones, su existencia –sus subjetividades, sus venganzas– permite introducir una sensación de extrañeza, en esas pequeñas grietas que se esconden bajo la irrelevancia cotidiana.

Como ya se ha anunciado en varias ocasiones, Los tiburones fue la primera ficción uruguaya en estrenarse en Sundance, el festival más importante del cine independiente. Muchos pensaron que ese sería su gran salto, pero la película arrasó con todo: ganó el premio Cine en Construcción del Festival Internacional de San Sebastián, en Sundance se quedó con el consagratorio premio a mejor dirección, en el festival de Guadalajara obtuvo tres galardones (mejor actriz debutante, mejor guion y premio especial del jurado), ganó el gran premio del festival de Toulouse, y en el emblemático BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente) se impuso en la Competencia Oficial Internacional, entre varias distinciones más.

Antes de irse a una gira por Alemania, la directora se encontró con la diaria para conversar sobre esta historia que surgió luego de ensamblar distintos elementos, sensaciones e intereses, conformando una suma de “detalles y aristas de personajes”, que se apartan de las historias mínimas.

“Se ve que la película tiene una fuerza que no entendemos, y que es innegable. Y que va más allá del momento político. A esta altura, yo ya no tengo tanto que ver con eso ni con cómo resuena en diferentes países, porque pensé que en Argentina no se iba a dar, pero gustó muchísimo”, dice. Uno de los elementos centrales de su ópera prima es el humor depurado con el que se hilvana el relato mientras, en paralelo, las facciones de los protagonistas y su economía emocional son capaces de expresar todo aquello que ellos no saben cómo. En cuanto a esto y a la composición del personaje de la madre (depiladora, promotora de la línea de cosméticos C’est Moi), cuenta que, al principio, “su personaje era mucho más despreciable”, pero luego la fue acercando a ella, “porque si estoy muy lejos de los personajes no se me ocurre qué pueden hacer, y así no logro avanzar en el guion. Me parecía que el humor iba a ayudar a empatizar con la película, porque si era seria se iba a volver solemne, y en un momento me di cuenta de que a la solemnidad había que dejarla de lado, porque la sensibilidad, el subrayar el sentimiento, me había empalagado. Hubo un rechazo de todo eso, y creo que se tradujo en parte de la estética pop, la música, el humor y el final delirante”.

Lucía Garibaldi.

Lucía Garibaldi.

Foto: Ricardo Antúnez

Para ella, Los tiburones juega con la idea de género y la definición de ficción. Como ejemplo de esto, recuerda pequeñas escenas que incluyen guiños a detalles propios “del thriller, del policial, como cuando, en el rapto [Rosina secuestra la perra de Joselo], ella lo llama y jadea del otro lado del teléfono; hay guiños a esas típicas cosas que vi en películas: como eso de raptar a alguien y llamar al familiar y soltar el aliento. En la película, ella le acerca el teléfono a la perra para que él escuche el sonido... Estos guiños son muy de película. O al menos esa es mi lectura”.

Cuenta que ensayaron muchísimo, que dibujó cada cuadro, que no improvisó en nada. “En los ensayos sí nos soltábamos, pero igual los repetimos bastante. Todo está muy guionado. Una vez, un profesor me dijo: ‘Si las personas disimulan, los personajes también’. Eso me encantó, y Rosina siempre está contenida, disimulando lo que le pasa. Es que la vida es así: uno no va por el mundo expresando todo lo que le sucede. Sobre todo en esa etapa, en la que sos más un observador. Ella es la que desea, y los otros son los objetos”. El quiebre del secuestro, incluso, habilita una nueva dimensión: “Así ella puede manipular su felicidad. Y me encanta que sea una manipuladora perfecta”.

Los tiburones. De Lucía Garibaldi. Con Romina Bentancur y Federico Morosini. Uruguay/Argentina/España. En varias salas.