El 29 de julio se cumplieron 100 años del nacimiento de Chris Marker (1921-2012). También los nueve de su muerte, en el día de su cumpleaños 91. Fue uno de los grandes cineastas de todos los tiempos y en casi 60 años de producción legó una obra vasta y múltiple (su última película es de 2011).

Su film más famoso fue un corto muy particular de 1962 (La jetée), quizá la única de sus obras que puede ser tildada sin problema de “ficción”. Con ella, la crítica pasó a integrarlo a la Nouvelle Vague, que hacía eclosión por esos años. Refinando, dentro de la Nouvelle Vague él integró la barra de la Rive Gauche junto a Alain Resnais, Agnès Varda, Jacques Demy y Henri Colpi. Este grupo se diferenciaba del que estaba nucleado en la revista Cahiers du Cinéma (Jean-Luc Godard, François Truffaut y otros) en que los integrantes estaban más cerca de los 30 que de los 20, tenían mayor cercanía con la “alta cultura” (literatura, bellas artes, filosofía), una postura más decidida de izquierda, mayor experiencia en cine. De toda la Nouvelle Vague, Marker fue el único que nunca hizo un largo de ficción, operando en el ámbito del documental y otras formas inclasificables.

Marker siempre fue esquivo con respecto a sus datos personales. Son escasísimas las fotos suyas, quizá no haya ninguna filmación de su rostro, concedió muy pocas entrevistas. Como imagen solía ofrecer un avatar: el dibujo de un gato anaranjado. Lo poco que se conoce (o que suponemos conocer) de su formación se ajusta con el perfil Rive Gauche. Parece ser que estudió Filosofía, integró la resistencia armada durante la Segunda Guerra Mundial y luego de la liberación de Francia militó en una organización de educación popular.

En la posguerra hizo periodismo cultural, publicó una novela en 1949 y un libro sobre el escritor Jean Giraudoux en 1952. Ese año, el mismo en que realizó su primer documental (sobre los Juegos Olímpicos), fue contratado para dirigir la colección Petite Planète, de libritos geográficos, dedicados cada uno a un país y caracterizados por los textos ingeniosos y la abundancia de fotos. La preparación de esos libros dio inicio a otras facetas de Marker, las de trotamundos y fotógrafo profesional, que desembocarían naturalmente en los documentales de viaje que le dieron la primera fama.

La siguiente película fue codirigida con Resnais. Les statues meurent aussi (“Las estatuas también mueren”, 1953) es como el prototipo de los cortos documentales que por el resto de la década realizarían ambos cineastas y que la crítica designó como documental de autor, documental creativo o cine ensayo. Partía de las esculturas africanas en el Museo del Hombre parisino para tejer una reflexión sobre el colonialismo y el racismo. Una de las características es el texto hablado (de Marker), intelectualmente denso, en una prosa de frases cortas, vocabulario sencillo, una poética escueta hecha de imprecisiones, arbitrariedades, elipsis, repeticiones y comparaciones insólitas que dejan revoloteando en el aire implicancias intrigantes: “Cuando los hombres se mueren entran a la Historia. Cuando las estatuas se mueren, entran al Arte. Esta botánica de la muerte es lo que llamamos Cultura”. La importancia del discurso verbal se peleaba con la premisa estética de que en el cine las imágenes debían valerse por sí mismas, bajo riesgo de reducirse a literatura o teatro ilustrados. Aquí las palabras eran muchas y requerían toda la atención, pero las imágenes no eran mera ilustración, y el virtuosismo del montaje era evidente. La música, casi constante, muy elaborada, juega casi en pie de igualdad con imágenes, montaje y texto en cuanto componente compositivo de la película. Casi nadie la vio en su momento: fue censurada y quedó encajonada hasta 1964.

Chris Marker filmando Le joli mai, 1963.

Chris Marker filmando Le joli mai, 1963.

Los años siguientes estuvieron dominados por los documentales de viaje, casi todos a países comunistas: China, la URSS, Cuba. Brindaban una visión compleja pero esencialmente optimista de las sociedades que describían. En todo caso, Cuba sí (1961) terminaba con un tinte preocupante, debido a que fue rodada en la época de la invasión de la Bahía de Cochinos.

El documental de viaje implica la necesidad de amalgamar la dispersión. Se filma esto aquí, aquello allá, y luego, en el montaje y en el texto hablado, hay que descubrir o inventar la lógica para entablar una ilación. En Dimanche à Pekin (1956) la voz comenta una cierta pérdida de pintoresquismo con el desarrollo urbano (sobre travellings que recorren las calles). Entonces dice: “El precio del modernismo no parece tan alto cuando lo medimos con el precio cruel de lo pintoresco”, y cortamos a la imagen de una pobre anciana con sus pies deformados en virtud del gusto imperial de privilegiar los pies femeninos chiquitos. El montaje es sensacional, casi como el de Resnais, y toma de este, incluso, el procedimiento de cortar de una escena a la otra con un barrido: dibujo de una mujer con una flecha / barrido de la cámara como si fuera el disparo la flecha / movimientos acrobáticos en la ópera pekinesa (como si fueran la explosión energética derivada del impacto de la flecha).

En Carta de Siberia (1956) los recursos se multiplican. La música especialmente compuesta se alterna con un sin fin de fragmentos de música rusa y de otros orígenes. Se juega mucho más con la forma y con el espectador: “Mire bien, porque esto no se lo volveré a mostrar”. Y está la secuencia magnífica que recorre por cuatro veces consecutivas la misma serie de planos, cada vuelta con un texto y una música distintos, generando impresiones totalmente diferentes: la primera es preparatoria, la segunda es propaganda soviética, la tercera es propaganda antisoviética, la cuarta intenta un “justo medio”. Se volvió el locus classicus en las reflexiones sobre que la mentada objetividad del cine –o de la imagen fotográfica– dista de ser tal. Aparte de la poética siempre cautivante del discurso verbal de Marker, la subnarración vocal nunca se priva de comentarios fortuitos (que los yakutos se parecen al Nanook de la película de Robert Flaherty, que un funcionario ruso se parece a André Gide). Hay canciones hablando de bichos (en ruso, con subtítulos) como descanso para la subnarración verbosa. Hay fragmentos bastante cómicos de animación, y luego de hablar de las múltiples utilidades del reno, viene una “publicidad moderna” tipo “tenga usted también su reno”. Frente a esos divagues, en un momento la película decide ordenarse y gana el aire de un noticiero careta que resume los datos esenciales sobre Siberia, en blanco y negro, como corresponde. Al terminar esa sección, la voz dice: “Color”, junto al regreso de las imágenes en color.

La dispersión explosiva de Carta de Siberia empieza a manifestarse en una producción cada vez más variada. Así, en 1959 hace un corto de animación (Les astronautes, codirigido con Walerian Borowczyk). La jetée es un corto de ciencia ficción posapocalíptica y que involucra un loop temporal. Está hecha esencialmente con fotos fijas. Esa limitación es parte de su encanto, y se anima con el sonido: aviones, un coro religioso ruso, la música incidental bellísima de Trevor Duncan, los susurros, el efecto ceremonioso de la voz over. Las fotos son formidables: la distribución de los volúmenes en el cuadro, el granulado, la luz, el misterio evocador contenido en cada una. Esos elementos a veces están procesados: zooms sobre algunas imágenes, cambios de ritmo, fundidos ablandando oportunamente la percusividad de los cortes, que luego regresa de manera impactante. Esta película baratísima fue, en 1995, refilmada por Terry Gilliam como blockbuster (Doce monos).

Sin sol, 1983.

Sin sol, 1983.

La jetée ilustra otro aspecto importante de Marker: la disposición para revolverse con presupuestos ínfimos. Hizo otras películas basadas en fotos fijas, un falso documental en súper 8 (L’ambassade, de 1973), películas recopilando fragmentos de películas preexistentes (El fondo del aire es rojo, 1977). Cuando no tenía para un sonido directo profesional, grababa en un casete y buscaba la manera creativa de sortear esa carencia. Desplegó la inteligencia descollante de sus voces habladas en la mayoría de su producción, pero Le joli mai (1962, codirigida con Pierre Lhomme) está basada esencialmente en entrevistas, El fondo del aire es rojo en los sonidos de los fragmentos que emplea, y Junkopia (1981) no tiene una sola palabra.

Fue el más grande terminador de películas de la historia del cine. Era un maestro en encontrar ese momento final inesperado pero que, constatamos, condensa, ilumina y potencia todo lo que lo precedió, deja al espectador colgado, sorprendido, acongojado, sacudido por el remolino de ideas y emociones que lo precedieron y que contribuyen a hacer que la película se le pegara por horas, días. Mi preferido es el de Le joli mai: el montaje de rostros tristes de distintas personas en la calle, y la subnarración (voz de Yves Montand): “Mientras exista la miseria, usted no es rico. Mientras exista la angustia, usted no es feliz. Mientras existan las prisiones, usted no es libre”. Esto último viene sobre el rostro de un hombre con una expresión tan profunda y tan dolida que pensamos que si ese peatón anónimo hubiera sido actor habría hecho historia. La pantalla oscurece y entra la música de Michel Legrand, de las más conmovedoras que llegó a concebir.

La dispersión entre una película y otra, a su vez, estimuló la tendencia tentacular dentro de algunas de sus películas, imposibles de aprisionar en un resumen. Si j’avais 4 dromadaires (1966) recorre fotos de personas, objetos, lugares. Cada tanto se detiene en un lugar en particular, como si fueran los restos de los documentales de viaje de los primeros tiempos: la URSS, Corea, Japón, Escandinavia, Cuba, un monasterio griego. En otros momentos lidia con la infancia, las simultaneidades, los dilemas de la izquierda (los crímenes del estalinismo, el cisma entre la URSS y China, los intelectuales y artistas perseguidos, la chatura del realismo socialista, la permanencia de la religión). Hay una peregrinación a la tumba y al lugar de muerte de Anton Webern, “el más grande compositor de este siglo”.

La Jetée

La Jetée

Al igual que Godard, los argentinos Fernando Pino Solanas y Octavio Getino y varios otros, hacia 1968 Marker decidió relegar las realizaciones individuales a favor de un cine militante producido con criterios colectivistas. Esa etapa terminó con un cierto sentido de desencanto, de derrota, condensado en la monumental El fondo del aire es rojo (1977), un repaso de tres horas sobre los movimientos más notorios de la izquierda entre 1966 y 1976.

La música incidental y el trabajo sonoro de El fondo del aire es rojo incluyen unas manipulaciones electrónicas realizadas por el propio Marker en su flamante sintetizador EMS. De ahí en más, haría la banda sonora de casi todas sus películas (en una ocasión lo acredita como “tejido sonoro”).

En Sin sol (1983) una voz femenina nos va diciendo los hechos y reflexiones que un “él” le contó, mientras vemos las imágenes correspondientes. El punto de gravitación temático es Tokio y alrededores, en pleno milagro económico. Vemos las tradiciones japonesas, el futurismo y aspectos bizarros del choque entre ambas cosas: misticismo, el culto al pene, el culto a los gatos, cine de terror, una tribu urbana adolescente que baila como si fueran bebés marcianos, rituales, juegos electrónicos, costumbres, obsesiones, estilos, robots, marginales alcoholizados, una cantidad absurda de gente, más gatos. Pero esos elementos se alternan con otros: Cabo Verde, Guinea-Bisau, la guerrilla de Amílcar Cabral, Vértigo de Alfred Hitchcock, la imagen de tres niñas sonrientes en Islandia, una canción de Modiest Músorgsky, un japonés que tiene la obsesión de procesar imágenes del pasado en un sintetizador de imágenes (y tenemos extensos fragmentos de esas imágenes depuradas, saturadas, deformadas, extrañadas). Vemos la espantosa cacería de una jirafa, en cámara lenta, sobre la música de gagaku japonés manipulada electrónicamente. Lidiamos con la imagen misma: la duración de un único fotograma de la mirada a cámara de una mujer africana. Es imposible decir de qué va esta asociación de ideas. Sin embargo, el montaje, el texto y las imágenes son tan poderosos (aunque también apabullantes), que guardamos muchos de esos detalles en la memoria, y varios de ellos regresan, resignificados para ulterior desarrollo, o para ser usados como una metáfora o referencia oportuna para algo más.Se activa en nuestra percepción una búsqueda furibunda de rimas, conexiones, contrastes, selección de motivos. Y una cosa que ocurre es que nos damos cuenta de que vemos mejor. Esta es una de las premisas del modernismo político: excitar, estimular nuestra conciencia crítica, nuestra capacidad de mirar el mundo en formas renovadas, frescas, sensibles, lúcidas. Sin sol funciona como una máquina extraña capaz de abrir nuevos pasillos en la arquitectura de la mente. El que lea la ficha técnica se enterará de que el “él” mencionado por la voz femenina es un tal Sandor Krasna. Pero es simplemente un pasaje más en el laberinto, al igual que el japonés del sintetizador de imágenes: fue Marker quien escribió, filmó y procesó las imágenes con el sintetizador, e implantó esos autores ficticios como una capa más en el estatuto esquivo de esta obra.

Sin sol

Sin sol

Como vemos, las exploraciones tecnológicas de Marker no se detuvieron en el sintetizador sonoro, y se expandieron hacia el sintetizador visual. De ahí fue, para él, que tenía las habilidades, un paso hacia las instalaciones de video arte, la programación de computadoras, coqueteos con la interactividad y la realidad virtual, computer art. La película Nivel 5 (1997) ilustra esa etapa. Es por lo menos dos películas en una. Por un lado, tenemos un ensayo documental reflexivo sobre la invasión de Okinawa por las fuerzas aliadas en la Segunda Guerra Mundial. Fue un episodio trágico que terminó con unas 150.000 muertes civiles por suicidio o sacrificio a manos de parientes. Esa historia está llena de episodios terribles, documentos terribles, memoriales extraños y toda la carga compleja inherente a mirar a un pueblo forzado a encarar su propia locura. Luego, tenemos a un personaje, Laura, que es quien hace la investigación, con miras a programar un juego de computadora sobre ese episodio de la guerra. Laura constantemente habla con un tú, amado y ausente (¿muerto?), visualmente identificado con el lente de la cámara, es decir, nos mira a nosotros. Quizá Laura sea un programa de computadora (su voz suena siempre con un leve e inquietante delay electrónico), o quizá ese tú sea un programa, o el programador. Y cada tanto escuchamos la voz de Marker, que puede también ser ese tú. No parecemos estar en el presente de 1997, ya que internet aparece ahí con un desarrollo considerable, incluida una especie de enciclopedia multimediática, cruza de Wikipedia con YouTube, que Marker parece haber anticipado.

Es basado en esas cosas que Resnais dijo que Marker era el “prototipo del hombre del siglo XXI”: “Viene circulando la teoría, y tiene un cierto fundamento, de que Marker es un extraterrestre. Él parece humano, pero quizá provenga del futuro o de otro planeta. [...] Hay algunas pistas muy bizarras. Él nunca se enferma, no siente frío y no parece necesitar dormir”.

Marker parecía corroborar esa noción cuando pensaba en un cine que trascendiera el cine: “La película, movilizadora como lo es, sigue siendo para mí una especie de tráiler, el primer boceto de la película que sigo queriendo hacer en un futuro indefinido. Mi deseo más profundo es que pueda haber suficientes capas familiares allí: la película de viaje, el álbum de familia, el animal totémico, que el espectador pueda reemplazar mis imágenes por las suyas, mis memorias por las suyas, y que mi memoria pueda funcionar como un trampolín para su propia peregrinación en el tiempo recuperado”.