En su texto sobre la amistad, Michel de Montaigne escribe largamente sobre Étienne de La Boétie, nacido en 1530 y muerto por la peste a los 32 años. Ese ensayo, en el que se encuentra la famosa frase “Si me instan a decir por qué le quería, siento que no puede expresarse más que respondiendo: porque era él, porque era yo”, el francés recorre distintos momentos vividos, entre ellos su primer encuentro, apenas cuatro años antes de la muerte del amigo.

Para Jean Starobinski, La Boétie fue algo así como el espejo fiel en el que se reflejó la verdadera imagen “gracias a la cual Montaigne vivía doblemente ‒en sí mismo y en la mirada del amigo‒”; con su envejecimiento, Montaigne debe entonces buscar otra alternativa, y en su lugar, al final, “no resta sino la página en blanco en la que decirse a sí mismo, envejeciendo, con palabras que serán siempre insuficientes en relación a la reciprocidad viviente”. “La perfecta simetría, en la que la amistad se explica por su causa individual ‒‘porque era él, porque era yo’‒”, sigue Starobinski, “se ha vuelto imposible”, porque “la muerte del amigo ha interrumpido el diálogo que a través de los estímulos mutuos, las exhortaciones, los proyectos en común, el comercio de ideas, condujo al goce mudo de la similitud fraternal”. Entonces, “Hay que, en una relación asimétrica consigo mismo y los otros, salvar todo lo que pueda ser salvado de esta felicidad abolida dándole otro cuerpo: la palabra escrita, el libro. Perpetuar lo que uno no se resigna a haber perdido es comprometerse en una actividad de reemplazo, de sustitución, de traducción...”.

Tras este fragmento conmovedor de Starobinski es que quiero introducir, como un cortocircuito, una especulación (como recuerda John Ashbery en el poema del que tomé el título para este texto, la palabra comparte raíz con “espejo”) de Pascal Quignard, que se encuentra en uno de sus Pequeños tratados. Según Quignard, efectivamente, Montaigne habría inventado la amistad con el fin de proponerla como una “comunicación perfecta y completa”. “Después de la muerte de Étienne”, comenta Marcela Labraña en un artículo en el que comenta las reflexiones de Quignard, “en sus veinte años de encierro y escritura, [Montaigne] intentó restaurar la conversación antes que la amistad, restablecer esa ‘comunicación que sostenía la cabeza fuera del agua de la vida ordinaria, del tedio, de las guerras religiosas, del olvido’”. “La nostalgia de ese tipo de conversaciones”, entonces, es la que “late y anima como un corazón los Essais”.

Esta voluntad de escribir, de recuperar un diálogo, se ve efectivamente a todo momento en los ensayos: la figura del amigo muerto vuelve a lo largo de sus tomos a contradecir, a complementar, a servir de ejemplo. El yo de estos textos experimentales se crea entonces sobre un fondo que en primera instancia podríamos llamar autobiográfico, pero no exento por eso de la posibilidad, evidenciada por Quignard, de la mentira o del encubrimiento. Evidentemente, la escritura establece siempre una distancia, porque si el yo de los Ensayos es lo que declaradamente respira debajo del texto, ¿a qué yo nos referimos?

Escribiendo sobre el género en el que brilló Sei Shonagon (zuihitsu, el arte de “seguir el pincel”), Donald Keene explica en Seeds in the Heart que en estos textos las “observaciones y reflexiones de la escritora se presentan con gracia estilística”, pero que es sobre todo su personalidad la que puede atraer a los lectores, porque provoca que “después de leer una serie de anécdotas o impresiones aparentemente no relacionadas” se pueda sentir una fuerte sensación de intimidad con la autora. La afirmación de Keene, acaso conflictiva en su uso un poco ligero de términos como autor y personalidad, presenta una oportunidad para reflexionar con respecto a este tipo de escritura, ya que tras ella no hay sino precisamente una sensación de intimidad, y lo que el investigador llama personalidad tal vez no sea más que lo que, en términos generales, podríamos llamar estilo.

Porque contrariamente a lo que se podría pensar, tal vez lo que permanece, lo que vence el tiempo, es ante todo el estilo: todo lo que en apariencia es mero adorno, todo lo externo, que se quiere ver como imprescindible y guarda el espíritu secreto de un texto. Así, ese yo que se da entero se revela, en la tradición ensayística que inicia Montaigne, atravesado por lo otro (la lengua, la palabra del amigo muerto, las voces de un mundo extinto) y abierto a los trasiegos con el afuera. En el discurso ensayístico, entonces, el sujeto ‒como Montaigne cuando argumenta que, tras la muerte de su padre, sólo es “medio yo”‒, está siempre en transformación: siempre incompleto, roto por una falta, quemado por la ausencia. El momento decisivo, como en la mirada al autorretrato de Parmigianino que sirve como motivo del poema de Ashbery, se produce entonces cuando uno se da cuenta de que el reflejo que está ahí no es el de uno, que mira el cuadro: una mirada atenta dirá, también, que tampoco Parmigianino está ahí o, mejor, que está y no está ahí, como estuvo y no estuvo en los espejos en que alguna vez el pintor se vio o creyó verse.