Aún tengo la banda de sonido, tuve primero el video y luego el DVD, y más de alguna foto original llegó a colgar en la pared de mi cuarto. Y todavía lamento no haber tenido jamás el afiche. De hecho, tal vez haya sido una de las películas que más veces vi en mi vida. En realidad –como buen cinéfilo– hay muchas candidatas para semejante lista, pero de lo que no tengo dudas es que Betty Blue es al menos la que más veces debo haber visto salteándome el final. Hubo una época en la que, cada vez que la reponían en algún ciclo, decía presente. Pero siempre listo para irme de la sala luego de la escena en que la pareja protagonista saca una torta de cumpleaños del baúl de un auto. Porque sabía que, a partir de ahí, comenzaba la tragedia.

37,2 en la mañana es el título original de la tercera película de Jean-Jacques Beineix, la que metió de prepo a Béatrice Dalle en el cine francés y la imaginación de cualquier cinéfilo que la viese iluminar aunque más no sea una sola de sus escenas en la pantalla. Y 37,2 debe de haber sido más de una vez la temperatura por estos pagos durante casi todos los días de la semana pasada, en la que se conoció la noticia de la muerte de Beineix, el tipo que le dijo no a Isabelle Adjani y descubrió a Béatrice. Una decisión que de alguna manera me condenó a un imaginario trágico y romántico mucho más que mi vieja bautizándome en honor al protagonista de Sobre héroes y tumbas, la novela que estaba leyendo durante mi gestación. Algo es seguro: en mi vida hubo más Bettys que Alejandras.

Estudiante de medicina que terminó pasándose al cine, Beineix fue un fanático de la Nouvelle Vague que alumbró –codo a codo con Luc Besson y Léos Carax, con quienes compartió una fascinación por el Metro de París– una escena que la crítica francesa denominó algo despectivamente “Cinéma du look” y que de alguna manera fue ubicada en las antípodas del cine que confesaba admirar Beineix, acusándolos de ser pura superficie y poca sustancia.

Se hizo conocido por Diva, su ópera prima, que como señala el obituario publicado en The Guardian supo ser infaltable en la programación de las salas de cine de arte al despuntar los 80. Pero Betty Blue es la película que lo salvó del fracaso de la segunda, una adaptación de Goodis que fue un estruendoso fracaso, La lune dans le caniveau, protagonizada por Gérard Depardieu y Nastassja Kinski.

Leo por ahí que le pasó lo mismo que a mí la noche en que leyó por primera vez la novela que decidió adaptar: cuando llegó al momento en que todo desbarranca dejó de fantasear con que ese libro sería su próxima película, abandonó la lectura y se fue a dormir. Al día siguiente, sin embargo, la terminó de leer y decidió que justamente por eso la filmaría, porque no era una historia de amor así nomás, porque había mucho más en ella. Lo que hay en Betty Blue es Béatrice, deliciosamente Béatrice, y un Jean-Hughes Anglade –su coprotagonista– tan encantadoramente mundano que cualquier espectador masculino puede imaginarse en su lugar. Y vaya que nos imaginamos. Desde su primera escena, y a pesar de toda la estilización de la escena a la que supuestamente pertenecía su director, Betty Blue es una película casi punk, en la que el sexo está en primer plano, todo termina siendo refregado en la cara, y, sin embargo, es imposible no quererla. Como a Betty, como a Béatrice.

Poco importan las cuentas pendientes que la prensa francesa no deja de recordar incluso a la hora de su despedida, Beineix quedará en la historia del cine que nos importa por Betty Blue, y ahora que acaba de morir, a los 75 años, después de una larga lucha contra la leucemia, nos regala nuevamente la posibilidad de recordarlo todo nuevamente, aquella juventud, aquellos fanatismos, aquella inexperiencia, aquellos romances errados pero eternos. Y esa Béatrice Dalle, la criatura más bella que haya regalado el cine, un retrato que completaría años después Claire Denis, al convertirla literalmente en la comedora de hombres que romantizó –y a la que de alguna manera también condenó– Beineix. Pero, como suele decirse, eso ya es otra historia. Ahora es el turno de despedir a un director, de una noticia llegada desde una semana de más o menos 37 grados, y de un espectador que se va una y otra vez del cine, atento a que la fiesta no se termine convirtiendo en tragedia.