Iñárritu quiso filmar una película totalmente mexicana, con producción, actores y mayoría del personal mexicanos, algo que no hacía desde su ópera prima, Amores perros (2000). Adoptó un tono confesional: es la película sobre un director mexicano internacionalmente famoso, radicado (como Iñárritu) en Los Ángeles y que viaja a México y reflexiona sobre la mexicanidad, el desarraigo y el proceso creativo. El tono tiene mucho de onírico / realismo mágico / surrealismo / absurdo, y por eso el subtítulo indica que es una “falsa crónica”, sin contenerse de aclarar que es sobre “unas cuantas verdades”, porque, es bien sabido, Iñárritu las tiene todas. Lo del título principal, Bardo, yo lo había tomado en el sentido de “tremendo bardo”, como quien dice “flor de lío”, pero leí por ahí que se refiere a un concepto del budismo tibetano, bar do, que sería como un limbo entre la muerte y la reencarnación.

La inspiración más clara para la película es Federico Fellini, y el gesto de tomar esa referencia puede verse como una imitación de la imitación: Alfonso Cuarón, amigo y coterráneo de Iñárritu, también usó al autor italiano como referencia principal para su propio “regreso a México”, que fue Roma (2018), financiada por Netflix al igual que Bardo. Mucha gente señala las similitudes entre Bardo y 8 ½ (1963), de Fellini, sobre todo el hecho de que el personaje principal es claramente un álter ego del director y pasa por un momento de crisis, y porque la película tiene un tono delirante, la mirada objetiva contagiada, en mayor o menor medida, de las fantasías o delirios del protagonista. Otros puntos en común con 8 ½ son el inicio intrigante en que el personaje parece soñar que está volando, una película dentro de la película que resulta ser muy parecida a la película que estamos viendo, y la presencia de un crítico antipático que señala que dicha película es pretenciosa y delirante y que no lleva a nada. Se puede señalar que la explicitación de esa crítica funciona, en Bardo como una autodefensa pueril: Iñárritu se adelanta a pintar como banalidades intelectuales las opiniones que mucha gente tendrá al ver la película, y en el mismo gesto insinúa que hay una forma de apreciarla más profunda y sintonizada. Parece más bonito y ambientado opinar como Silverio (el protagonista) que ser metido en una misma bolsa con el crítico mediocre y resentido.

Una diferencia entre Silverio y Alejandro G Iñárritu es que Silverio es un periodista convertido en documentalista, y no un director de ficción. Esto propicia acercamientos con otra obra de Fellini, que es La dolce vita (1960). En cuanto periodista, Silverio hace entrevistas y cubre eventos, y eso sirve de fundamento para una forma episódica sin una estructura causal fuerte y que permite al director ofrecer un panorama de la nación mexicana. En distintos momentos y de distintas maneras, la película toca los asuntos de la guerra con Estados Unidos de 1846-1848, la conquista española y el genocidio de la población nativa, la migración ilegal a Estados Unidos, el narcotráfico, los desaparecidos, el clasismo y racismo en la sociedad mexicana, y también los prejuicios sufridos en Estados Unidos aun por mexicanos residentes legales prestigiosos como Silverio y su familia.

Aparte de remitir directamente a Fellini, Bardo también emula películas inspiradas en Fellini. De All That Jazz (El show debe seguir, 1979), el “8 ½” de Bob Fosse, deriva la actitud morbosa de infligir al álter ego un accidente cardiovascular, propiciando que el moribundo, en estado inconsciente, repase su vida en estado delirante, y aquí tenemos el tal bar do. Ya la fiestona bailable que hay hacia la mitad del metraje recuerda La gran belleza (2013), la “dolce vita” de Paolo Sorrentino.

Los muchos elementos absurdos de la película terminan regresando, ganan explicaciones, interactúan de distintas maneras unos con otros. La considerable elaboración de todos esos motivos trasunta el empeño en hacer un guion de cierta densidad, lleno de interrelaciones. Esto es positivo y tiene un interés considerable, pero al mismo tiempo resulta en cierto “surrealismo explicado”, decodificado, poéticamente simplón. Por ejemplo, casi al inicio de la película nace un bebito, pero los doctores comunican a los padres que él no tiene intención de seguir en el mundo exterior y lo meten de vuelta por la vagina de la madre. De ahí en más el bebito seguirá viviendo en la panza materna por años y años, y cada tanto asoma la cabeza, para pronto meterse de vuelta. A la larga, vemos que ese componente absurdo es una alegoría literalizante: el hijo de Silverio y Lucía murió al nacer; pasados muchos años, el trauma sigue presente, es una impresión que no se sacan de encima y con la que tienen que convivir, hasta que deciden hacer el gesto simbólico de “dejarlo ir” (el bebito Mateo sería otro personaje que está en el bar do).

Otros ejemplos de sutileza poética (es una ironía) incluyen a Hernán Cortés sentado arriba de una montaña de cadáveres de indígenas, o la noticia, que escuchamos en la radio, de que Amazon está comprando la Baja California, o Silverio reducido a la estatura de un niño cuando dialoga con su papá. También hay linealidad en aspectos estructurales: Silverio ajusta cuentas con la memoria de su papá, y a eso le sigue el diálogo con su mamá anciana; hay dos situaciones con la hija, y también dos con el hijo (el que sí sobrevivió y creció), y entremedio algunas con la esposa. Algunos de esos momentos sentimentales y confesionales adornados de “miren qué loquitos somos nosotros, los que tenemos un alma poética” casi que hacen añorar el cine de Eliseo Subiela y pasar por modesto al de Pino Solanas. Hay una niña que pregunta algo así como “¿Hay ángeles en Los Ángeles?”, y en otro momento Silverio comenta que “El éxito ha sido el mayor de mis fracasos” –qué lo parió, todas las musas del Parnaso se habrán conjugado para urdir tales ocurrencias–.

La película está hecha en México pero luce primermundista: efectos especiales complejos, tremendas escenografías, muchas locaciones, muchos extras, muchos roles hablados. La inmensa mayoría del equipo es de técnicos mexicanos pero, a excepción del propio Iñárritu, todos los roles que más afectan la forma en que percibimos la textura cinematográfica son “internacionales”: el director de fotografía es iraní, el compositor, los principales responsables del sonido y el operador del Steadicam son estadounidenses. La película deja una desagradable sensación de excusa, como si Iñárritu se sintiera interpelado por haber tenido éxito y haberse instalado en Estados Unidos para hacer cine en inmejorables condiciones de producción y con estrellas de Hollywood. Bien por él y por quienes aprecian su cine, y también está todo bien si quería filmar en México, pero la película luce como un pedido de disculpas, uno que además es de esos hipócritas, meros gestos retóricos que no implican arrepentimiento sino autojustificación: en México es imposible vivir, es una sociedad llena de pequeñeces y de la que es necesario tomar distancia, y además el pobre de Iñárritu también es un inmigrante oprimido por el funcionario cipayo de Migraciones.

Silverio es un personaje bastante anodino, lo cual es un problema si vamos a pasar casi tres horas (lo que dura la película) procesando sus vínculos personales, sus dudas existenciales, y sufriendo con él las angustias de ser un artista mundialmente famoso. La fotografía puede impresionar para quienes aprecien ese look con gran angular exageradísimo que hace que cualquier desplazamiento de unos pocos centímetros gane un tremendo dinamismo, y también contribuye al tono irreal, onírico y teñido de grotesco. Hay mucho virtuosismo en el trabajo con las luces y los movimientos de cámara. Sin ser fan del estilo, sospecho que varias de las imágenes de la película me quedarán impresas en el recuerdo. Apreciaciones similares valen para el uso, bastante libre, del sonido. Hay un detalle realmente muy gozoso, que son las increíbles canciones mexicanas que suenan en la escena del baile.

Durante años muchos lamentamos cierta solemne falta de humor en el cine de Iñárritu. Se ve que en Bardo quiso atender esas críticas e incluyó elementos de un humor retorcido. Bueno, perdón, fue un error: mejor vuelva a regodearse en las peores miserias de la existencia con expresión estrictamente seria.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades. Dirigida por Alejandro G Iñárritu. Con Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Ximena Lamadrid. México, 2022. Cinemateca, Sala B, Life 21, Alfabeta, Movie Montevideo.