Si hay algo que diferencia al deporte del arte (y sobre ese punto crucial pesa toda su dramática ontología) es que en el deporte no se puede mentir. Por supuesto, hay deportistas inflados por los medios, odios injustificados, intereses económicos, arreglos de jueces o errores arbitrales (incluso equivocaciones de VAR), pero hay algo auténtico que tiene que ver con lo que un cuerpo puede dar, con la simpleza empírica de un torso llegando antes a la meta que otros, o la desconexión inmediata entre el cerebro y las piernas que logra un buen piñazo a la mandíbula, que hace ver a las artes como dispositivos elusivos, frondosamente mediados. Sin embargo, hay un punto de intersección, una equis incómoda, que es la lucha libre.

En un momento del documental You Cannot Kill David Arquette, la celebridad del título defiende aquel extraño universo diciendo “¡es un deporte teatral!”. Sin contar la fascinación que causa en algunos países de América Latina, la lucha libre es un producto inherentemente estadounidense. Hay algo así como una identidad nacional construida sobre el “bigger, faster, stronger” aplicado a todo que entronca a la perfección con ese país cuya cocina se caracteriza por platos capaces de alimentar a una familia entera y que disfruta un deporte automovilístico como el Nascar, en el que el secreto agazapado del goce de los fanáticos radica en la posibilidad de ver a los coches prenderse fuego. Los luchadores de lucha libre encarnan, así, una fusión perfecta entre esos coches que colisionan en circuitos cerrados, y los héroes y villanos de aquellas telenovelas que podrían durar décadas en programación matutina. Es decir, un auténtico arte popular.

Sin embargo, la autenticidad siempre fue un tema crucial en la lucha libre. Aun siendo de público conocimiento que las peleas están guionadas, sus más devotos fans pueden entrar en shock ante ciertos desenlaces, y no pocas veces manejan un conocimiento enciclopédico sobre odios de sangre entre luchadores que podría hacerle sombra al de los más bizantinos fans de Star Trek.

Sin embargo, el crecimiento de las ligas agrupadas dentro de las artes marciales mixtas ha ido poniendo en jaque a este deporte/arte que se jactaba de su condición extrema: de golpe hay una disciplina en la que todo eso que era escenificado sucede de forma pura, más dramáticamente atlética, sin el guionado previo. Se genera entonces una crisis interna que lleva a buscar una nueva verdad del cuerpo, más allá de las ficciones y la teatralidad: ahí es que entra el riesgo físico del luchador de lucha libre como médium, como figura crística de flagelaciones como cortes con vidrio, chinches en la espalda y saltos al vacío cada vez desde mayor altura.

En este documental seguimos el camino de redención de David Arquette, fundamentalmente conocido por su rol de Dewey Riley en la saga de Scream y por haber sido el responsable del súbito cambio a apellido compuesto de Courtney Cox en medio de su megaestrellato en Friends. Salvo para el público minuciosamente cinéfilo, el resto de la carrera de David ha sido, como mucho, nebulosa, pero en los oscuros anales del universo de la lucha libre ocupa un lugar polémico. La historia de su infamia es así: en el año 2000 David protagonizó una película llamada Ready to Rumble (Brian Robbins), temáticamente centrada en el universo de la lucha libre. Por aquel entonces, la liga WCW estaba buscando tender puentes con Hollywood, y decidió incluir a David como personaje de la liga. Hasta ahí no había problema, ya que era bastante común la incorporación de celebridades foráneas –incluyendo, en varias ocasiones, nada más ni nada menos que a Dondald Trump–, pero el pecado fue hacer que David llegara, meteóricamente, a campeón mundial de esa liga. Para alguien ajeno a aquel mundo, la elección de Arquette como campeón no parecía mucho más que una gruesa torpeza de guion, pero para los fanáticos y competidores aquello fue una falta de respeto imperdonable. No sólo aquel giro argumental terminó con la ya dudosa respetabilidad que tenía la WCW, sino que fue una puñalada en la espalda a muchos luchadores que venían sacrificándose desde hacía décadas y no fueron tomados en consideración.

Esta pésima decisión artística y profesional colocó al actor en un lugar crítico: su participación en la lucha libre le había quitado toda seriedad para ser considerado en el cine comercial, y a la vez su condición de estrella de Hollywood lo había hecho sospechoso para el público de la lucha. Es en este contexto que empieza el documental, cuando David decide –luego de más de una década como un paria, sin roles relevantes, con problemas psiquiátricos evidentes y portando tres stents cardíacos– intentar ganarse el respeto que le fue arrebatado. La película, fiel al formato, se presenta como esas historias a lo Rocky (más bien la tercera o cuarta parte), en las que el protagonista tiene que dejar sus riquezas y beneficios para volver a ensuciarse las manos y hallar el camino hacia su redención. Lo vemos entrenarse con luchadores mexicanos que pasan la gorra mientras pelean en el duro asfalto de las autopistas, hacerse placas para revisar sus costillas fisuradas y someterse a shows cada vez más peligrosos en los que más de una vez está cerca de perder la vida.

Contra todo pronóstico, lo que más impresiona de You Cannot Kill David Arquette no es lo físico del asunto, sino más bien lo emocional y mental. Los directores –y el mismo retratado– tienen la extraña facultad de hacer que todo lo que debería causar vergüenza ajena se vuelva auténtico y emocionante. Hay algo más épico cuanto más absurdo en ese anhelo desesperado de Arquette de ser reconocido por un montón de hombres en sunga untados con aceite de bebé. Todo está colocado de tal forma que cuanta más lástima te da, más emocionante se vuelve: detalles que van desde la rarísima cantidad de objetos agigantados que tiene en su casa (algo que podría poética o psicológicamente hablar de lo pequeño que siempre se sintió el actor frente al resto del mundo) hasta el perturbador parecido que tiene su mujer actual con Courtney Cox, que a su vez se parece al interés romántico de uno de los luchadores que Arquette más admiraba en su infancia. Hay algo muy auténtico ahí, que es la tragedia de convertirte de grande en aquello que querías ser cuando eras un niño.

Lo más criticable del film posiblemente sea la manipulación del formato, forzando a veces el arco de gloria de algo que en realidad parece ser fundamentalmente triste. Y habría ahí otra capa semiótica interesante de pelar, que es la del juego entre un arte escénico que imita un deporte y una elegía que imita un documental. Pero al final, tal como en la WCW o en el cine, uno sólo quiere verlo triunfar, signifique lo que signifique.

You Cannot Kill David Arquette. Dirigida por David Darg y Price James. Estados Unidos, 2020. Con David Arquette, Courtney Cox, Rosanna Arquette. En HBO Max.