Para responder a la pregunta de si es válida la búsqueda de la felicidad aun recurriendo a mecanismos de control bioquímicos que pasan por encima de nuestra voluntad y alteran el núcleo de nuestra identidad, la película traza una simple parábola.

Tenemos a Alice (Emily Beecham), una dedicada ingeniera genética que intenta hacer equilibrio entre su labor de madre y el diseño de una planta que produzca la sensación de felicidad. Ella y sus colegas son portavoces de su funcionamiento: la planta emite esporas que se conectan con el sistema límbico de los humanos, que comienzan a desarrollar apego a ella, generándose una especie de loop de cuidado y gratificación.

Sin embargo, por fuera de los supuestos efectos beneficiosos emerge un lado oscuro, ya que si bien las personas inoculadas se mantienen en un imperturbable estado de bienestar, también pierden trazos de humanidad hasta volverse seres amables pero carentes de empatía. El nudo dramático del film es la relación de la protagonista y su hijo, quien, expuesto al polen, comienza a desarrollar la sintomatología.

Hasta acá, nada muy lejos de un capítulo de Black Mirror salpimentado con referencias obligadas a Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel, 1956), donde cada vez hay más personas convertidas y confabuladas alrededor de los encantos de estas plantas. Lo que hace a Little Joe diferente a las películas con esta temática es también su punto más fallido.

En primera instancia, la directora Jessica Hausner intenta colocarse en la arista más “científica” de esta suerte de ciencia ficción. El comportamiento cuasi maligno de estas plantas y las reacciones de la gente se encuentran explicados de forma muy temprana desde una perspectiva asociada a la perpetuación biológica de la especie: las “Little Joe”, al haber sido diseñadas como infértiles, tienden a protegerse generando una relación de dependencia en sus dueños. Como un parásito, la planta afecta al sistema límbico de su anfitrión, haciendo que trate de protegerla por cualquier medio.

Acá el primer problema narrativo/teórico: todo el film intenta reproducir en su estética y ritmo los estrictos criterios del método científico (similar a lo que ya había hecho Hausner en Amour Fou por medio de sus planos fijos rigurosamente encuadrados, al borde de convertirse en tableaux vivants, que corporizaban a la perfección la cultura estática que el romanticismo enfrentó a fines del siglo XVIII), pero los razonamientos y descubrimientos surgen en la cabeza de sus personajes de una forma apuradamente didáctica.

Así, esta extraña composición de escenarios quirúrgicamente blancos y verdosos, intercalados con morosos paneos y un diseño de sonido repetitivo que parece salido de una obra de teatro kabuki, luce demasiado seria y sistemática para las resoluciones que a lo largo del film nos son escupidas como metralla. Los personajes llegan a conclusiones, pero nosotros simplemente somos testigos de sus hallazgos sin que hagamos los descubrimientos con ellos.

Little Joe no es lo suficientemente terraja y emocional en sus convicciones y giros –como un montón de películas de ciencia ficción clase B– ni es tan elevada y compleja como Upstream color (Shane Carruth, 2013). Lo mismo puede decirse de su tono, ya que muestra las cartas demasiado pronto para jugárselas al thriller científico, del mismo modo que tampoco llega a generar miedo ni a ser graciosa para funcionar como una sátira. Todo es más bien un poco tristón, desafectado y estilizado (pero sin el filo absurdo de, pongámosle, Yorgos Lanthimos), tal como los personajes que pueblan la historia.

Viendo Little Joe uno puede percibir, como si respiraran debajo del grueso acrílico de su hiperestática premisa, un montón de films posibles. Uno de ellos podría expandir y difuminar los límites del gaslighting que sufre la protagonista. No nos toma mucho tiempo darnos cuenta de que cada vez más personajes están dominados por la felicidad parasitaria y una jugada más interesante hubiera sido hacernos dudar sobre si esto está sucediendo o si, tal como anota la psicóloga, es una proyección de las inseguridades maternas de Alice. Lamentablemente, el film hace lo posible para dejar claro que quien tiene la razón es ella.

Tampoco hay espacio para dudar sobre cuál es la postura de la directora con respecto a esta suerte de “falsa” felicidad: los afectados por las plantas parecen más bien robots y se enfatiza su “no vitalidad”. Es una lástima, porque, de nuevo, había un montón de películas –más interesantes, más filosóficas– aguardando ahí. Por ejemplo, bajando la premisa de ciencia ficción a algo más actual, está la clásica discusión sobre si el self del paciente psiquiátrico deviene algo menos auténtico luego de tomar antidepresivos y/o ansiolíticos. El golpe de revés más atendible de estas disquisiciones es que tampoco hay un funcionamiento auténtico y desprovisto de alteraciones bioquímicas en lo depresivo, expandiéndose entonces las ideas sobre qué es verdadero o no verdadero en el alma humana.

Todo esto me hace pensar en uno de los tantos capítulos fascinantes de Futurama, en que Fry, luego de comer un sándwich en mal estado, era invadido por una suerte de parásitos que mejoraban el comportamiento y funcionamiento de su mente y cuerpo. Pero, pese a todos estos cambios positivos, Fry sabía que, en esencia, esos avances no eran suyos y que había algo ontológicamente dislocado. Al final extirpaba a estos parásitos, en un fascinante gesto de autoinmolación y autoafirmación de la identidad por encima de toda pragmática. Esta tampoco es una disquisición que logre plantearse Little Joe.

Viendo lo que pudo ser, uno podría pensar que lo parasitario en la película es la misma estética. El estilo moroso y repetitivo termina imponiéndose como un fin en sí mismo, y la trama termina siendo rehén de sus mecanismos, tal como estas personas ante las esporas de las plantas.