Hay retratos de deportistas y fotos de detalles, como las manos resecas de un hombre en situación de calle. Vemos trabajos con líneas y puntos de fuga, fotografía macro o miradas sobre países extranjeros; su comida, sus colores. Algunas son surrealistas, con tonos que se funden en formas abstractas. Otras van por lo lúdico, las tradiciones uruguayas y hasta la ciencia ficción.

¿Cómo lograr unidad en una muestra de fotos tan variada? El espacio colabora: la exposición ocupa dos pisos del museo Torres García, lo que permite que haya distancia entre las imágenes y algunas se luzcan rodeadas de grandes espacios en blanco, a lo que se suma la posibilidad de exponer copias amplias.

De todas formas, no se escapa al conflicto. La mayoría de las exhibiciones colectivas se rigen por un tema o encare en común. En este caso se trata del repaso por los 30 años de trayectoria de una institución de enseñanza de fotografía y, en ese sentido, la variedad de miradas habla muy bien sobre la amplitud de Aquelarre, pero esa disparidad por momentos atenta contra la fluidez de la muestra.

Hay otros elementos que caracterizan a algunas exposiciones colectivas y generan una experiencia diferente. Al no haber un texto curatorial que acompañe las fotos de cada autor, se deja una libertad de interpretación que por momentos se agradece. A su vez, como en varios casos las imágenes de cada fotógrafo son individuales o escasas, funcionan como una introducción a su mundo, una pequeña hendija que invita a seguir investigando su perfil.

Enigma y movimiento

Ingresando al museo, la primera secuencia de fotos atrae la mirada. Allí reina una niebla que se come partes de la ciudad y la vuelve irreconocible. En las imágenes de Amadeo Giordano los elementos que distinguimos parecen emerger de la nada, envueltos en un tono naranja pálido, que contrasta con el negro que genera el contraluz.

Siguiendo el recorrido, llama la atención la imagen única de Rafael Sanz Balduvino, un retrato en blanco y negro en una copia enorme. La ambigüedad entre lo masculino y lo femenino mediante algunos detalles es lo que la distingue. A su vez, el uso de sombras tenues contribuye a esa indefinición y habla de un buen conocimiento del lenguaje fotográfico.

En Marcelo González Calero hallamos un trabajo distinto con el color, una apuesta por el misterio y cierto dejo pictórico que crea una foto brillante. En una copia casi surrealista vemos reflejos de árboles y cielo en un agua turbia. A su lado hay una imagen totalmente diferente, pero del mismo autor, donde juega con la repetición, los patrones y ese poder de la fotografía de detenerse en un elemento común, pero acercarse lo suficiente para que parezca algo distinto.

En la primera foto de Cecilia Pellegrin vemos un escenario humano devorado por el follaje. Frente a una especie de piscina se ubican sillas formando una fila, detrás se erige un entorno casi selvático. El contraste entre los cuadrados blancos que forman las sillas y la variedad de plantas en tonos grises habla de un contraste mayor entre lo perfecto y lo imperfecto, la creación del hombre y la naturaleza. Resulta un paisaje intrigante, que parece algún fotograma perdido de la película La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001). Su siguiente foto también es enigmática: hay movimiento y zonas quemadas. No vemos la cara de la protagonista, y extraña el hecho de que parece estar vestida de una forma que no coincide con el sitio en el que se encuentra.

Hay pocas imágenes que trabajen la textura, pero eso es lo que resalta en las piedras y plantas que retrata Daniel Mourigan. También advertimos cómo pega el sol en el suelo y el clima de abandono que impera en sus fotos, con puertas de una construcción derruida que ofician de nuevos marcos y crean encuadres dentro del encuadre. A su lado encontramos una imagen muy lograda donde predomina el negro y que trabaja con la superposición: una cabeza atravesada por el reflejo de un ventanal, como si pudiéramos ver su pensamiento, obra de José Ortiz.

Es inevitable que en muestras tan amplias haya irregularidades. En algunas imágenes se ve un trabajo impecable a nivel técnico, pero donde parece faltar una voz propia. Es allí donde uno se cuestiona cuánta importancia se le da a lo autoral en detrimento de lo técnico en la enseñanza de la fotografía, pero considerando que muchos alumnos se forman para ingresar al mercado laboral, sin una fuerte pretensión artística. El tema además lleva a pensar en la ya trillada discusión sobre cuánto se puede enseñar en la creación del arte y cuánto ya viene dado en la persona.

Algunas de esas fotos “correctas” también resultan muy vistas, en un momento en que vivimos bombardeados por imágenes y las fotos que encontramos en Instagram cada vez son más profesionales. Es allí donde destacan propuestas como la de Cecilia Moreira, donde hay lugar para la imperfección con fotos movidas, confusas, y que utilizan composiciones poco familiares.

Narrar la patria

Uruguay puede ser retratado desde distintas miradas en una muestra tan extensa, lo que abre líneas para pensar en la identidad nacional desde la representación. Están las tradiciones, como la murga o las domas, la arquitectura, los vastos paisajes, pero también la sociedad (destaca una foto que dice mucho de nosotros sólo con las remeras que usan las figuras protagonistas).

El aporte de Marcela Giménez es uno de esos en los que con poco podemos ver un perfil: sus dos fotos apelan al contraste entre la vida real y las frases de la publicidad o las pintadas en los muros. En blanco y negro y con un enfoque casi político, sus imágenes recuerdan al trabajo de Margaret Bourke-White, principalmente su foto “At the time of the Louisville Flood” (1937).

Siguiendo con las miradas sobre lo nuestro, vemos dos imágenes que registran las celebraciones de Iemanjá: hay un mar embravecido, una tormenta que se forma a lo lejos y una mujer de blanco que parece flotar sobre el agua, como la diosa que adora. Estas fotos de Martín Hernández Müller se destacan porque evitan los planos generales, tan utilizados para narrar los eventos del 2 de febrero. También por su estrategia de contar a través de objetos, como un collar que se hunde entre las olas revueltas.

30 años de Aquelarre escuela de fotografía. En el museo Torres García (Sarandí 683). De lunes a sábados de 10.00 a 18.00 hasta el 29 de octubre. Entrada gratuita.