“Nací en el 63” canta Fito Páez en el primer verso de la primera canción de su álbum debut, editado en el año 1984. Desde entonces no ha dejado de contarnos su vida a lo largo de casi una treintena de discos de estudio. El barro con el que moldea su obra es su propia peripecia existencial y así lo ha explicitado en más de una oportunidad. Esa pasión autobiográfica alcanzó hace unos días su mayor performance con el estreno de la serie televisiva basada, además, en sus memorias.

Bajo la dirección Felipe Gómez Aparicio y Gonzalo Tobal y la producción de Juan Pablo Kolodziej y Mariano Chihade, la bioserie de ocho capítulos reconstruye los primeros 30 años del músico rosarino, desde su nacimiento hasta los históricos conciertos en el estadio de Vélez Sarsfield, en diciembre de 1993, cuando presentó El amor después del amor. Hablamos del disco de rock argentino más vendido de la historia, el que catapultó a Páez al olimpo de la música popular de su país y el que ahora le da nombre a la serie de Netflix.

Hay algo de novedad -aún por estos lares- en eso de ver personificados a señoras y señores de la vida real, además de una especie de fiebre ochentera como la que también desató en su momento Stranger Things, pero El amor después del amor no se queda en eso. Antes de cualquier análisis, hay que consignar que en términos de audiencias el proyecto ya es un éxito: trepó a los primeros lugares de lo más visto en la plataforma y es tendencia en las redes sociales, donde si bien hay valoraciones dispares, un común denominador es la emoción provocada por esta reconstrucción. Como sea, por estos días, sólo en Uruguay, somos tres millones de realizadores de Netflix.

Guiñadas para todos

Más allá de que, es cierto, la serie parte de un derrotero vital que tiene todo lo que una obra dramática necesita, había cierto riesgo en no encontrarle el condimento a una historia 100.000 veces espoileada por el mismísimo protagonista: el joven y humilde rosarino que llega a la capital, es convocado para formar parte de la banda de su ídolo de la infancia, conquista a la chica más linda del planeta, la vida lo castiga con fruición, se hunde en el más oscuro y profundo cuadro depresivo, pero llega el amor -después del amor- y todo vuelve a florecer. Historias similares protagonizaba Palito Ortega en aquellas películas setenteras, que aquí emitía Canal 10 en el ciclo Cartelera.

Sin embargo, los autores -Francisco Varone, Lucía Podestá y Diego Fío- logran darle sustancia a este cuento a partir de barajar dos líneas temporales: la del ascenso artístico del músico, desde 1978 hasta 1993, y la de su infancia que se muestra en salpicados flashbacks con la misión de que entendamos cómo se forjó la personalidad del protagonista a partir de la relación con su padre y la ausencia de su madre, fallecida apenas unos meses después del nacimiento. Estamos viendo una historia de éxito y a la vez una tragedia de dimensiones, es decir, ambos tópicos simultáneamente. El pulso logrado para administrar esa tensión es sin dudas un gran acierto.

Pongámonos cholulos: Además de Fito, interpretado por Gaspar Offenhenden e Ivos Hochman, desfilan por la pantalla Charly García, en la piel de un atinado Andy Chango, Juan Carlos Baglietto a cargo de su hijo Joaquín Baglietto, Luis Alberto Spinetta por Julián Kartun, y un sinfín de personalidades del ambiente. Y claro, también están Cecilia Roth, llevada a cabo por Daryna Butryk, y Fabiana Cantilo, de impactante similitud, encarnada por Micaela Riera. En términos generales las actuaciones son convincentes y encarnan gestos y modismos característicos.

El amor después del amor.

El amor después del amor.

Además, el guión es ágil y logra, en muchas ocasiones, describir a un personaje apenas con un par de elementos (por ejemplo, el Spinetta tierno, familiero y cocinero). De todas maneras, los personajes secundarios no despliegan más que una cara, a excepción de Rodolfo Páez padre, interpretado por Martín Campi Campilongo, quien le da espesura a partir de una actuación descollante. Es cierto, tiene también más tiempo en pantalla para lograr esa construcción y es uno de los nudos en la dramaturgia.

Por encima de todo el artilugio están las canciones -las de Fito y las otras- que son casi tan protagónicas como los actores y ha llevado a los internautas en estas horas a describirlo con la repetitiva confesión “la banda sonora de mi vida”. Suenan Baglietto, Charly, Virus, Coltrane, Culture Club, Los Twist, Jobim, Pescado Rabioso, Sui Generis, Palo Pandolfo, Invisible, Serú Girán, Aníbal Troilo y muchos más. En la mayoría de los casos aparecen como música incidental en las distintas situaciones: conciertos, salas de ensayo y grabación, boliches, escuchas íntimas.

Con tanta música, era fuerte la tentación de videoclipear el relato, y es lo que sucede. A veces simplemente para darle minutos a grandes temas, en otros para avanzar en la trama con mayor ritmo y en algún caso también para darle sentido a escenas descolgadas, como la de La Habana, que no aporta mucha información y parece más que nada un homenaje al recientemente fallecido Pablo Milanés.

Más allá de momentos mejor y peor logrados, la trama es entretenida y apta para panzadas de tres o cuatro capítulos. La realización tiene los estándares de calidad de este gigante del entretenimiento y la ambientación de época está bien lograda, aunque posiblemente un poco prolija de más, como suele pasar en estas producciones; de este lado del charco nos horroriza que se utilice una panorámica de Colombia para la escena de Punta del Este. Tal vez ciertas colectoras de esta autopista se hacen demasiado extensas -como el episodio policíaco- y a la vez, hay alguna ausencia inentendible (ni una mención al disco Ey, por ejemplo.

Más allá de esto, se disfruta casi como una película larga, incluso -imagino- para quienes no conozcan ni el estribillo de “Y dale alegría a mi corazón”. Aunque está claro a quiénes está dirigido este cuento y en este sentido, funciona como un despliegue ininterrumpido de toda la mitología Páez. Allí están Rosario, la Trova, la abuela -interpretada por la uruguaya Mirella Pascual- y la tía abuela, la noche porteña con Urdapilleta, Batato y Tortonese, el lexotanil, la yerba en el viejo cajón y la bola sobre el piano la mañana aquella que dejaron de cantar, entre cientos de guiños.

Fito Páez cumplió hace semanas 60 años. Luego de aquellos conciertos en Vélez editó más de veinte discos -algunos de ellos muy buenos, otros no tanto-, se hizo millonario en plena ola menemista, perdió paladas de dinero en proyectos fracasados (como películas en las que se puso el traje de director), fue padre, se separó del amor después del amor, tuvo otras parejas, se situó en un lado de la grieta, luego se corrió, nunca dejó de trabajar y dos por tres celebra el aniversario de sus álbumes más destacados, como los 30 años de El amor después del amor, efeméride en la que se enmarca este asunto. Lo cierto es que no es casual ni inocente que haya decidido obviar de sus memorias la mitad de su vida. Aunque lo fastidie y salvo excepciones -Circo Beat, por ejemplo-, nada de lo que pasó luego alcanza el nivel de inspiración que logró en aquella década dorada y su rutina transcurrió por carriles más bien confortables, es decir, poco cinematográficos. En todo caso, no importa: que le quiten lo cantado.

El amor después del amor. Ocho capítulos de entre 35 y 45 minutos. En Netflix.