Una historia muy pequeña puede esconder otras mayores, como la de la cultura musical acumulada de un país al sur en más de medio siglo de existencia, o la de un grupo de hombres insoportablemente orgullosos, metidos en un sótano y contagiados de una música incomprensible para multitudes, poco preocupados por su apariencia personal pero mucho por el estado de sus discos. El cineasta Maxi Contenti, impulsado por una inquietud entre propia y ajena, tomó la posta de una ambiciosa idea, y metido en la labor fue más allá, hasta el presente, para contar, como guionista y director, la historia del Hot Club de Montevideo.

Hasta ahora, los no allegados quizás sólo supimos de esta institución cultural uruguaya, fundada en 1950 por cuentos de Cacho de la Cruz o Ruben Rada (ambos integrantes del grupo Los Hot Blowers), en los que los nombres de Héctor Finito Bingert, Daniel Bachicha Lencina y Roberto Pelin Capobianco eran pronunciados con profundo respeto.

El club llegó a tener 2.000 socios y una “época dorada” retratada en este documental, al igual que sus primeros años, y un momento de “hundimiento”. Los hermanos catalanes José y Francisco Paco Mañosa, mudados a Uruguay, cargaban con un montón de discos importados y estaban obsesionados con la idea de abrir un club de jazz y sólo jazz, no sólo para tocar, sino para funcionar como espacio de encuentro entre los aficionados al género. Además, iba a tener su propia revista, cuyo primer número salió con fecha del 2 de marzo de 1950.

En una de las primeras entrevistas que muestra la película, el saxofonista y cofundador del club Horacio Bocho Pintos reposa en un sillón de su hogar y como fondo puede apreciarse un voluminoso equipo de audio y una colección de vinilos, entre ellos, uno de Chet Baker. El living podría ser el de cualquiera de los entrevistados para este documental: los elementos escenográficos y la impronta de cada protagonista retratado sorprenden por su similitud. Todos, alguna vez, fueron socios del Hot Club y guardan en su memoria una pieza del rompecabezas, recortes de diarios, fotos, videos y, particularmente, una impresión de pertenencia que los marcó para siempre.

Bocho recuerda la vez que conoció a Paco: “este tipo no es de este mundo”, se dijo, después de escucharlo en el piano. Mañosa le preguntó si sabía improvisar, y luego de tocar juntos, entusiasmado con la capacidad de su colega, le contó lo que tenía en mente.

Contenti, que actualmente vive en España, comienza el documental con registros del concierto del 70o aniversario del club, que ocurrió en un respiro de la pandemia, durante diciembre de 2020. Tras bambalinas, Hugo Fattoruso, un habitué del lugar, corta cualquier romanticismo con un espasmo de realidad fáctica: “creo que de mi época quedan dos vivos”, dice.

A partir de ese momento, el director sale a la búsqueda de nombres y rostros, desperdigados por el mundo, con bastante suerte. En Nashville encuentra al pianista Enrique Pelo de Boni y en diferentes ciudades de España, a otros socios.

Sigue por Montevideo, y con facilidad y afecto se abren las puertas de cada casa. La visita es del cineasta, pero también de su padre, Gastón Contenti, trompetista de Hot Club y productor ejecutivo del documental, que intercambia bromas y abrazos con sus viejos amigos, antes de ingresar en el terreno de los recuerdos.

Al principio, la iniciativa del club pudo constituirse sin un espacio propio. Funcionó en muchos lugares hasta que, en 1954, abrió su propia sede en un sótano del 1946 de la calle Guayabo.

Según época y evocador, escaleras abajo había un lugar en donde instalarse para tocar jazz, y también una notable discoteca y biblioteca con material para consultar y disfrutar en cualquier momento. Otras fotos lo indican como un rústico sótano de clima adverso donde vivía una rata que no pudieron mudar, incluso luego de una jornada intensa de limpieza y pintura a cargo de algunos de los fanáticos.

Entre muchísimos, por ahí pasaron importantes figuras de la cultura uruguaya como Daniel Lobito Lagarde (bajista de Tótem), Federico García Vigil y el escritor y humorista Jorge Cuque Sclavo, que aquí, rescatado de un videocasete, define su ingreso a la institución como algo “surrealista”, y recuerda la primera jam session y la foto de aquel momento en la que se ve a un misterioso trompetista que luego del flash, y sin haber tocado una nota, desapareció de allí y nunca más se supo de él.

Alberto Magnone se atreve a compartir algunas de las postales menos distinguidas. Si tenías la llave podías ir al club cualquier día, a cualquier hora. Así, unos cuantos arreglaban para juntarse a fumar porro, mientras zapaban cuatro horas seguidas o se quedaban escuchando un disco de John Coltrane. La libertad del club era un asunto engañoso. La mayoría coincide en que había que animarse a improvisar, que Paco Mañosa, que hacía de todo en el club, también podía ser antipático a veces, y muy exigente, sin excepción.

El día oficial de actividades siempre fue los viernes. Esa jornada estaba reservada para los que ya se habían probado y, con el visto bueno de Paco, podían volver a intentarlo. Bocho Pintos dice que era como “una escuela”, en donde se podía aprender, no a tocar un instrumento, sino “a tocar jazz”. Para Raúl Medina, era como ir a tomar examen.

El carácter celoso y exclusivista de la entidad y sus afiliados no impidió que se acercara una gran cantidad de músicos a tirar sus fichas, y al mismo tiempo alimentó la mística del lugar durante todos estos años. La cuestión llegaba a tal extremo que hasta el blues era mirado de reojo y el rock fue el que le dio “un golpe bajo” al club, del que le costó recuperarse, según la mirada del pianista Rodolfo Rolo Suzacq. A Paco no le gustaba nada cuando Tótem usaba el lugar como sala de ensayo, agrega el Lobito.

El documental logra captar la esencia del club, en sus aspectos más y menos simpáticos, como la competencia entre músicos siempre latente y la casi nula participación de mujeres, hasta entrados los años 90, tal como lo cuenta María Noel Taranto y queda registrado con la aparición en escena de la hija de Paco, Elena Mañosa.

El documental también se nutre de muchas de las actividades y fenómenos que quedaron vinculados a la institución: los conciertos en Mar del Plata, la formación de bandas estables como El Quinteto del Hot Club, las visitas de músicos extranjeros de la talla de Dizzy Gillespie, Louis Armstrong, Duke Ellington y Ella Fitzgerald, la elaboración de la banda de sonido de Color, un film de cine experimental a cargo de Lydia García Millán, y la participación en el programa Martini Pregunta del saxofonista y archivista del club Edgardo Falero, pieza fundamental para la concreción de la película.

“Honestamente, racionalmente, no te puedo decir lo que va a venir, lo que te puedo decir es que esto no se termina”, aclara Rolo Suzacq a la cámara, sobre el futuro del club, que sigue en funcionamiento.

Hot Club de Montevideo. En Cinemateca y Sala B del Sodre.