En los 12 años que pasaron desde primer capítulo de Black Mirror sucedieron muchas cosas: Donald Trump entró, salió y quiso volver a la fuerza a la Casa Blanca; el coronavirus, además de llevarse millones de vidas, dejó paralizada a la casi totalidad del globo; en algunos países las apps de citas se volvieron la forma casi exclusiva de encontrar pareja; todo hecho, voz y rostro se tornó factible de ser alterado y replicado, al borde de desfondar el peso natural de lo empírico y la evidencia; y la inteligencia artificial empezó a mutar de algo útil y fascinante a una red de crecimiento entrópico capaz de modificar para siempre la utilidad de lo humano.

Históricamente cada revolución tecnológica tenía un ida y vuelta con cambios económicos y sociales que metabolizaban sus innovaciones. Sin embargo, esta última década fue la que confirmó que algo de esta polinización cruzada entre tecnología, economía y sociedad falló, con lo tecnológico anticipándose a la misma demanda de lo social, para terminar volviéndose una especie de ente autónomo, una especie de mutación definitiva del ADN de los procesos históricos.

Lo que pasó, a fin de cuentas, es que la realidad terminó por ganarle la pulseada a la ficción. En la sexta temporada de Black Mirror es palpable ese agotamiento: comenzó a abandonar el tema de la tecnología y sus implementaciones como hilo conductor entre los episodios.

Parece un cambio demasiado grande para permitir a la serie permanecer en pie. En casi la mitad de los episodios la tecnología perdió su peso metafórico, a veces convirtiéndose en una mera excusa. “Mazey Day” (el peor capítulo de la serie hasta la fecha) es una historia de licantropía ambientada a comienzos del siglo XXI, con el tema de los paparazis como un mero tic a algo tecnológico para justificar una historia que no tiene nada diferente de lo que podría aparecer como “el monstruo de la semana” en The Twilight Zone o Los archivos X. En el capítulo “Demon 79” la tecnología brilla por su ausencia, siendo un demonio el que lleva a la protagonista a realizar cruentos actos para prevenir el apocalipsis. Y “Loch Henry”, si bien perturbadora y evocativa en el final, es apenas una investigación sobre un asesino múltiple en un pueblo escocés. Ninguna de estas historias precisa de lo tecnológico en su premisa. Sólo “Beyond the Sea” y “Joan is Awful” tienen un interjuego simbólico de ese tipo.

Ahora es comedia

Uno podría pensar que la mayor traición de la serie tiene que ver con esta amputación de lo tecnológico, pero hay más. El tono es un elemento específico de cualquier serie, algo tan identificativo como la temática, la estética o los personajes insignes. En este terreno, el ambiente asfixiante de esa suerte de embudo en el que, sin importar lo que uno hiciera, todo iba a ser más terrible era para Black Mirror un patrimonio tan invaluable como su agenda y peso alegórico. En tiempos de un acostumbramiento casi geométrico a los estímulos fuertes, difícilmente podía encontrarse algo tan opresivo como Black Mirror, algo que tenía que ver con el “dread”, esa palabra inglesa medio intraducible al español, mezcla entre devastación, ansiedad y terror por algo que se viene.

La serie se fue volviendo una marca y, como tal, cada vez más consciente de sí misma. La sensación de angustia devastadora ya no podía ser llevada con la misma gravedad, y los capítulos, incluso los jodidos, comenzaron a tratar desde un lugar más lleno de guiños esos giros terribles, como un remate ante el que debía excusarse con sarcasmo. En el fondo uno podría decir que las primeras dos o tres temporadas de Black Mirror eran, de cierta manera, comedias (negrísimas, como el humor bien inglés), pero esa especie de sátira fue perdiendo su costado salvaje hasta incorporar el humor más descontracturante de, pongámosle, Jordan Peele.

Esta autoconciencia llega a otro punto en la sexta temporada, con algo actual y constante que llamo “la legitimación flagelante de las marcas”. Black Mirror, como un montón de marcas, series, productos y celebridades, encontró un extraño recurso legitimador al hacer alarde de sus propias miserias. Como cuando los reyes llamaban a los bufones para que se burlaran de ellos y así hacer sentir a sus súbditos que había una restitución de poder, los primeros dos capítulos de la nueva temporada son un mea culpa de inversión carnavalesca, casi bajtiniana, de ataque a la plataforma que soporta a la serie. Es un gesto gatopardense: cambiar algo para que no cambie nada, atacar a los superiores para reproducir esa costumbre tan actual que se ve en las ceremonias de los Oscar con ricos premiando a ricos que filman a ricos siendo unos hijos de puta.

Así, en “Joan is Awful” tenemos una plataforma (Streamberry, que alude a Netflix) que por medio de IA espía y reproduce, día a día, la vida de una de sus usuarias. “Loch Henry” es apenas un thriller, pero en el fondo hay una crítica a la autoexplotación rayana en lo banal que tienen los nuevos documentales de corte autorreferencial y la sobresaturación de los true crime que dan de comer a la misma plataforma. No son necesariamente malos capítulos, pero uno nota que, más que mirar al mundo, al futuro y sus implicaciones, es una serie mirándose a sí misma, que no sale de su propio ombligo.

Quizás la máxima novedad de la serie sea la idea de que en un mundo cada vez más regido por otras fuerzas, lo kafkiano logró pasar del terror de la burocracia a la banalidad de las aplicaciones, las IA y los algoritmos, a lugares donde ya no hay nada humano donde reclamar. El problema es que la misma Black Mirror parece, hoy en día, hecha por una IA inspirada en los clichés de la serie.

Black Mirror, temporada 6. Cinco capítulos de entre 40 y 80 minutos. En Netflix.