Podría decirse que el gran drama de las bombas atómicas en el cine es que todo lo que se puede filmar siempre queda pequeño, banal y ridículo al lado de ellas, sobre todo si llega a ser material fílmico real de las explosiones. Cualquier drama amoroso, cualquier autodescubrimiento, cualquier planteamiento filosófico o cualquier subtrama se empequeñece frente a la magnitud de ese hongo nuclear, porque es de esas pocas imágenes que trascienden la metáfora, que significan algo en sí mismas, independientemente de su explicación o juego semiótico.

De algún modo, la bomba atómica fue la condensación trágica de muchos trabajos teóricos desarrollados a lo largo de varios siglos de matemática, física y química, pero llevada a su dimensión más literal y traumática.

Esta es la cruz que debe cargar desde el inicio una película como Oppenheimer: para saber del drama prometeico de los hombres cuando osan jugar a ser Dios no se precisa un montón de físicos, ingenieros, milicos y políticos hablando y hablando sobre los límites morales y éticos de estas invenciones, sino que tan sólo basta ver las filmaciones documentales de las bombas. Ni siquiera es necesario el drama humano: uno se queda tan inerme ante las explosiones de Hiroshima y Nagasaki como ante los test nucleares hipercontrolados en el atolón oceánico de Bikini porque hay algo terrorífico que va más allá de la cantidad de víctimas, y que tiene que ver con la imagen en sí del despliegue de tanta furia invocada a través de una rasgadura del telón de fondo de la naturaleza.

Esa es la verdadera brújula moral y estética que cualquier película sobre el poderío nuclear tiene que atravesar: más allá de las florituras, todo termina decantando en una pulseada entre el humanismo del tema y el antihumanismo de la forma. Esta puja es mucho más compleja e interesante que una simple reseña cinematográfica, ante la que se me podría increpar (con toda la razón del mundo) que en realidad lo que volvió aterradoras a la Little Boy y la Fat Man arrojadas en 1945 fue, más que las imágenes aéreas de sus estallidos, el cúmulo de posteriores informes y testimonios de sus supervivientes.

La pulseada de Nolan

Más allá de estas disquisiciones, hay que señalar –y es acá donde nos metemos con Oppenheimer, la película– que esta también fue la histórica tirantez que ha envuelto la filmografía de Nolan. El cine del inglés siempre penduló entre su anhelo de filmar cosas que sobrepasan lo empírico y cognoscible, y al mismo tiempo utilizar estas representaciones como plataforma para disquisiciones filosóficas humanistas.

Es una extraña contradicción, en la que por un lado logra dar forma a cosas imposibles de filmar pero también de imaginar (atravesar un agujero de gusano cósmico o plegar una ciudad en distintos planos como si fuera un cubo de rubik a escala urbana), con la contrapartida de explicarnos la grandiosidad subyacente de lo que acabamos de presenciar.

Esta ambivalencia es la que le permite, por momentos, combinar fascinantes representaciones de planetas que desde Kubrick no habían sido tan finamente llevados a la pantalla con filosofía new age hiperterraja de la línea de “el amor va más allá del espacio y tiempo” (Interstellar, 2014). O incluso lograr que el culminante enfrentamiento entre un superhéroe y su villano trafique en su interior el clásico debate seudopolítico de si vale sacrificar la vida de muchos por la vida de una sola persona (The Dark Knight, 2008).

Hay films en los que este equilibrio entre filosofía y pura y fascinada demiurgia se logra (Memento, 2000), pero lo que pervive es la sensación de que las imágenes que Nolan invoca suelen ser mucho más interesantes que lo que él tiene para decir de ellas. No es casualidad, entonces, que su película más lograda (aunque no tan popular) hasta la fecha sea Dunkirk (2017), una obra que intenta retratar la guerra en su dinámica total, más allá de psicologismos, razonamientos o metáforas. Una especie de maquinaria de supervivencia donde la coralidad da lugar a un borramiento real de las personalidades y los protagonismos, como pudo haber sido la guerra misma en todo su caos o esplendor.

Oppenheimer, sin ser su peor película –incluso sin ser una mala película o ni siquiera una mediocre–, sí es la más verbosa y desenfadadamente moral de toda su filmografía. Es una obra que está todo el tiempo remarcando lo gigantesco que es su tema, su protagonista y ella misma también, pero que en el fondo no es nada más (ni nada menos) que un montón de gente dándole vueltas, una y otra vez, al mito de Prometeo.

Cadena o mandala

Nolan desarticula la vida del creador de la bomba atómica en tres tiempos, que adquieren un formato y cromatismo diferentes, y sabe bien del poder de llevar a su más terrible literalidad algo que era meramente metafórico. Esta idea de lo metafórico y lo literal también se plasma en el film, ya que los momentos más grandes de Oppenheimer se dan cuando intenta llevar a la pantalla la materialidad casi imposible de ese mundo paralelo pero existente de las partículas subatómicas.

Se trata de escenas en las que se busca representar la velocidad desgarradora de los electrones circulando en enloquecidos trazos alrededor de la mente de Oppenheimer cuando entra a tomar noción de la dimensión de sus descubrimientos teóricos. O de aquella en que trata de mostrar la grandiosidad de la primera bomba testeada en el Proyecto Trinity, en la que el director no se circunscribe a la clásica imagen del hongo atómico sino que opta por una especie de zoom sobre la belleza avasallante de esa explosión que parece tragarse y parirse a sí misma una y otra vez.

En esta línea, más allá de las imágenes, lo más sobresaliente del film es su edición de sonido: todo lo que escuchamos (incluso el soundtrack fuertemente tonal de Ludwig Göransson) parece más bien una expresión del mundo interior de Julius Robert Oppenheimer que de lo que ocurre a su alrededor. Así, el silencio inesperado en que caen las imágenes al momento de la eventual detonación de la primera bomba no obedece tanto a un efecto sonoro real, sino a la soledad muda y apoteósica de un teórico enfrentándose de forma definitiva a su destino.

Lo mismo puede decirse alrededor de la escasa profundidad de campo que borronea todo alrededor del rostro y los ojos gélidos de Cillian Murphy –quien encarna a Robert Oppenheimer– cuando la cámara lo capta en esos cercanísimos primeros planos frontales: su presencia como una estrella muerta que genera una curvatura de todo lo que yace a su alrededor.

Dramas grandes e intrigas pequeñas

El problema, como viene ocurriendo con un montón de films (especialmente las biopics), llega cuando irrumpe el tema de las escalas. Si bien las intrigas palaciegas que involucran el tratamiento a la figura de Oppenheimer después de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki son igual de morales, filosóficas y políticas a todo lo que sucede antes en el film, el drama adquiere un tono demasiado doméstico para las verdaderas preguntas que intenta hacerse la película. Al mismo tiempo, el tras bambalinas de este proceso de interrogatorios incurre en una explicación al borde del didactismo, bajando línea moral una y otra vez. Pero, más que nada, se siente esa cosa que siempre se pierde cuando uno intenta llevar vidas (ya sean artísticas o científicas) a la pantalla, que es el inevitable despliegue de líneas causales entre descubrimiento y biografía, algo que se puede ver en su claridad más meridiana en el reciente libro Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, cuyos cuentos/ensayos, cuanto más se acercan a las posibles semblanzas (registradas o imaginadas) de los científicos que llevaron a cabo ciertos descubrimientos, más fuerza pierden. Por el contrario, lo que más brillaba en ese libro (y en Oppenheimer) era la profusión de inventos, unos encadenados a otros, pero no de forma lineal, sino en una especie de caótico mandala, a pesar o más allá de la voluntad de sus creadores; su agenciamiento maquínico, su voluntad sonámbula, su crecimiento rizomático, su silencio de esfinge ante los planes y designios de los humanos.

Oppenheimer, de Christopher Nolan. 180 minutos. En cines.