“Soy un tipo tranquilo”, dijo alguna vez Tony Bennett, y recordó cuando estuvo a bordo de un Concorde que tuvo problemas durante el vuelo, y George Benson se sorprendió por su actitud. “Fue el único tipo que se mantuvo tranquilo mientras el avión corría riesgo de estrellarse”, dijo el guitarrista. “¿Qué otra cosa podía hacer? Sólo podíamos esperar”, se preguntaba Bennett como remate de una anécdota que asocia la tranquilidad a la espera, algo que supo hacer el buen Tony durante toda su vida, y eso que bien pudo pensar que no tenía todo el tiempo del mundo cuando a sus diez años su padre verdulero pasó a mejor vida, y al ver a su madre esforzarse por mantenerlo a él y sus hermanos se prometió alcanzar el éxito para que pudiese dejar de trabajar.

Recordó en sus memorias que probó entonces todos los oficios que estaban al alcance de un adolescente –fue botones en un hotel, cadete en una agencia de noticias–, pero sólo pudo conservar el de mozo y cantante en un restaurante para turistas. “Fue entonces cuando me di cuenta de que no me molestaría cantar durante toda mi vida”, escribió, y eso fue lo que justamente hizo Anthony Dominick Benedetto, conocido por todo el mundo como Tony Bennett, que murió el viernes pasado en su hogar de Nueva York, apenas un par de semanas antes de cumplir 97 años.

El nombre con el que se hizo famoso se lo puso el cómico Bob Hope, que lo contrató poco después de que el aspirante a cantante cumpliera con su servicio durante la Segunda Guerra Mundial, y empezó a presentarse bajo el seudónimo de Joe Bari.

Fue en el campo de batalla europeo donde Bennett aprendió una lección que lo moldearía para siempre: en un ejército norteamericano que aún era segregacionista cometió el pecado de invitar a un amigo afro –un vecino del barrio, con el que se había encontrado de casualidad– a pasar la cena de Acción de Gracias con el resto de los oficiales. Lo degradaron y lo mandaron a formar parte del equipo que desenterraba los cuerpos de las fosas comunes, para darle a cada uno su propia sepultura. “Un oficial me sacó en ese momento mis jinetas, escupió sobre ellas y las tiró al suelo”, recordó Tony.

“Ese tipo era un ignorante, y decidí que no iba a soportar jamás ese tipo de ignorancia”. Dos décadas más tarde respondió a un llamado de Martin Luther King y no dudó en ponerse a su lado en Selma, Alabama, participando en la famosa marcha por la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos.

El gran golpe de suerte de su carrera artística llegó cuando se cruzó con Mitch Miller, el ejecutivo de Columbia cuyas elecciones de repertorio convencieron a Frank Sinatra de que debía abandonar el sello. Miller contrató a Bennett esencialmente para reemplazar a Sinatra, y funcionó: desde su primer simple, en 1951, recorrió un camino de éxitos que lo condujo hasta un tema que sería inmortal: “Dejé mi corazón en San Francisco”. Nada mal para un neoyorquino de corazón.

Los problemas para Bennett llegaron con el ascenso del rock, como le sucedió a gran parte de sus compañeros de generación. Reacio a cambiar o adaptarse –o simplemente incapaz de hacerlo: la leyenda cuenta que vomitó durante la grabación del único disco en el que aceptó versionar un repertorio beatle–, se convirtió casi en un chiste, también como muchos de su generación.

Pero todo chiste deja de ser gracioso al repetirse, y cada artista marca su destino por la forma en que enfrenta el desierto que le tocará atravesar. La historia testimonia que Bennett lo hizo sin perder su legendaria tranquilidad: siempre de traje y micrófono en mano.

Amigo de Sinatra hasta la muerte (y después también: la escuela artística que Bennett fundó y financia en Nueva York no lleva su nombre sino el de Frank), italiano que siempre se negó a ser violento o machista, según decía, y un tipo con convicciones políticas tan arraigadas que llegó incluso a declarar que había que culpar a la política exterior de Estados Unidos por el atentado de las Torres Gemelas (tuvo que retractarse por eso), Bennett confesó en sus memorias que su vida tocó fondo cuando, a fines de la década del 70 –arruinado económicamente, sin contrato discográfico y debiéndole millones al fisco–, casi muere por una sobredosis de cocaína.

A partir de entonces su suerte quedó en manos de su hijo mayor, que lentamente fue reconstruyendo su carrera hasta convertirlo en lo que terminó siendo: el único artista que tuvo un número uno en cada una de sus décadas en actividad, aquel chiste para los rockeros que terminó ovacionado por una multitud en Glastonbury 98, y, lo más importante, un cantante que añejó de manera soberbia con el tiempo.

Se puede constatar recorriendo una discografía que hoy está a un clic de distancia: suena impecable en todos sus discos de duetos, en el que hizo con bluseros (tal vez el mejor de su última época) y los que compartió con Diana Krall, k.d. lang o Lady Gaga. Y lo más importante: en ellos trae a sus colegas a su terreno, nunca se mueve de su lugar, y por eso es que fue casi hasta el final –el alzhéimer lo tuvo a mal traer en sus últimas apariciones públicas– lo que su amigo Frank siempre dijo: el mejor cantante que existe en el negocio. Ya no los hacen como él.