Este año Mateo Ottonello editó dos discos –uno con su banda, otro con el trío que tiene con Hugo Fattoruso y Rolo Fernández– y grabó un tercero con el tecladista argentino Hernán Jacinto. Todos los domingos se lo puede ver tocando en vivo en el boliche Mingus al frente de distintas formaciones, con un variado grupo de músicos de ambos lados del Río de la Plata. Ha hecho también varias giras por Argentina, alternando con algunos de los principales nombres de la música instrumental del otro lado del río.

Él dice que no puede dejar de hacer cosas, que si espera que lo llamen para tocar “deja de tener sentido todo”. Desde hace un tiempo el baterista y percusionista se ha transformado en una de las figuras más visibles de una nueva movida de músicos difíciles de encasillar en un género que está renovando la escena de la música instrumental uruguaya.

¿Cuándo empezaste a querer hacer música propia?

Cuando tenía 20 años trabajé tocando música en un crucero. En las noches teníamos acceso a la sala donde se guardaban los instrumentos y podíamos tocar ahí. También teníamos acceso al teatro del barco y Nacho Labrada, uno de mis compañeros de banda, propuso grabar una maqueta con canciones suyas. Eso me alentó a hacer música propia y juntándonos a tocar fue que nació “Día de mar”, una de mis primeras composiciones. Era raro, porque no tenía muchas nociones de armonía, fue como empezar a encontrarme con los instrumentos desde un lado muy primitivo. Pasaron los años, fui haciendo más músicas y un día vino a Montevideo Patricio Carposi, un guitarrista argentino, con la idea de hacer algo en vivo. Le propuse hacer un show compartido para estrenar mi grupo. Eso fue en 2017. Fue el momento de decir “bueno ahora soy esto, un compositor con un grupo propio”. Pasó como sin querer. Nunca pensé que iba a ser el líder de un grupo, pero hoy sí me siento eso y voy entendiendo más cómo producir mis temas más allá de mis limitaciones.

Hay un mal chiste, recurrente entre los músicos, de que los bateristas pertenecen a una categoría inferior por tocar un instrumento que sólo hace ruido. ¿Te enfrentaste a esos prejuicios al mostrar tus composiciones?

Puede ser un poco, pero a la vez siempre tuve mucho apoyo. Hay cosas que hago que de repente no están bien según los cánones de la música occidental, pero a mí me suenan bien. Capaz que por no saber tanto de armonía llego a lugares diferentes que son interesantes.

Me ha pasado tocando con gente como Javier Malosetti o Hugo Fattoruso que de repente se asombran de las disonancias de algunas músicas mías, pero a la vez les encanta y cuando yo digo de cambiarlas me dicen que no, que las deje así.

Además de todo, cada vez se están viendo más bateristas líderes de banda. Nos estamos ganando un lugar. Empezamos a ser considerados músicos.

Casi siempre la música instrumental se define como jazz. ¿Te sentís cómodo dentro de esa definición?

De pique, el término fue inventado por los blancos para definir la música clásica afroestadounidense. Si partimos de que para quienes lo crearon no es el nombre adecuado, ya es raro usar esa palabra. Para mí, jazz es el lenguaje que se usa para improvisar, para interactuar, es una forma de tocar música. Hoy todo es una fusión de muchas cosas, ya está todo globalizado y mezclado. Me gusta decir que toco música instrumental montevideana. Utilizamos el lenguaje del jazz, improvisamos, pero es algo más amplio.

En Uruguay la música instrumental de fusión se asoció casi siempre al candombe. ¿Te sentís un continuador de esa movida?

La música que hago no es sólo candombe, pero me siento parte de la cultura candombera.

Me di cuenta de que, sin hacerlo de manera consciente, es el lenguaje que estoy tratando de volcar a la batería aunque no lo toque explícitamente. Veo cada vez más a la batería como tambores y no como un instrumento solo. El candombe fue mi manera de entrar a entender la batería desde ese lado. De última, es un descendiente de los tambores africanos.

¿No te parece que hubo un momento en que la música instrumental uruguaya se estancó?

Puede ser sí, yo siento que hubo un bache. En los 80 estaba Hugo Fattoruso prendido fuego y pasaban un montón de cosas, lo que hizo Hugo Jasa más a fines de esos años, por ejemplo. Más tarde aparecen los hermanos Ibarburu con su banda Pepe González, que era otro sonido y de mucho nivel, y después creo que hubo un parate de cosas nuevas, de un sonido nuevo. Es admirable cómo los Ibarburu marcaron un sonido y una forma de tocar en Uruguay que todo el mundo quería imitar. Y no hubo un sonido nuevo hasta la generación de Juan y Martín Ibarra, Nino Restuccia, Jeremías Di Pólito, mi hermano Camilo. Fue la gente que empezó a ir al festival Jazz a la Calle, en Mercedes, que salió a estudiar afuera y a ver otras cosas; trajeron otra data. Ellos son los que me inspiraron. Más allá de mi rey máximo, Hugo Fattoruso, que es mi faro, esa generación fue la que me inspiró, la que me hizo decir “son re jóvenes y están tocando una música re loca, yo quiero hacer esto”. Juan Ibarra para mí fue re importante. Yo tenía 16 años y veía un baterista joven liderando su grupo. Creo que esa barra marcó un nuevo sonido, como ahora lo estamos marcando nosotros. Y hay varios sonidos conviviendo, lo cual es buenísimo.

¿Ves influencia del hip hop y de la música electrónica en lo que hacés?

Re. Ahora no estoy tan hiphopero, pero de adolescente curtí mucho rap. Y de más grande me interesé por el trap, desde lo musical sobre todo. Es una música que fue creada con máquinas y luego, al querer ser tocada por músicos, hubo que hacer una traducción y ahí se armó algo re interesante. Porque, especialmente desde el punto de vista de la batería, no es una música pensada físicamente. Todo eso creó una manera nueva de tocar y hasta una nueva manera de armar y afinar el instrumento; cambió la música.

Yo tengo una dualidad, porque me encanta el trap pero la mayoría de las letras me parece una basura. No puedo creer lo que dicen, el mensaje que dan en algunas canciones. Sin embargo, musicalmente es muy interesante.

Y la música electrónica me parece impresionante. La conecto mucho con los tambores, con lo primitivo. Siento que es un intento de llegar a los niveles mántricos de conexión entre varias personas. A veces se banaliza, pero creo que está muy asociada a lo que puede ser el ritual de los tambores. La repetición, la concentración, el trance, están muy cerca conceptualmente. A mí me ha enseñado mucho a escuchar sobre todo, a conectarme con mi cuerpo, a oír cada sonido que va entrando. Es un concepto totalmente diferente del de los compositores de jazz. Aprendí a no necesitar una cantidad de información. Porque yo no tengo muchos recursos armónicos, los que tengo son estéticos, conceptuales.

Es interesante eso, porque la música instrumental de origen jazzístico está muy asociada al virtuosismo...

Me encanta la gente que se toca todo, y yo estudio todos los días y quiero tocar cada vez mejor, pero me muero del embole si un show se trata sólo de tocar bien. Necesito las melodías, necesito los conceptos, los climas. Ver tocar a personas sólo demostrando lo que saben es aburridísimo. Porque tocar bien ya es algo obvio. Todos los libros están en internet, todos los profesores están disponibles. Todo el mundo puede tocar bien. El tema es la música que estamos haciendo. Vos escuchás los discos de Opa y se tocan la vida, pero hay mucho más que eso. Todos los lugares por donde pasa un tema como “Corre niña”, todos esos climas distintos son alucinantes. Yo busco eso más que el virtuosismo. En mi disco no hay solos de batería. No quise salir a mostrar más nada que mi música.

Te convertiste en un gran gestor de tu música, abriendo nuevos espacios para tocar y logrando estar activo todo el tiempo, con una propuesta que no es la más sencilla de difundir. ¿Cómo se dio eso?

Soy medio adicto al trabajo. Mi lema es “no esperes que te llamen”. No puedo esperar a que me llamen a tocar, si no deja de tener sentido todo, me acostumbré a hacer cosas. Tener un ciclo semanal donde voy invitando gente diferente me hace renovar la energía todo el tiempo. Si yo tuviese el mismo ciclo con un grupo estable no sería lo mismo. Es la mejor paga que me pueden dar. Tener que estar estudiando todas las semanas música distinta y original es la dinámica que quiero. Vas armando mucha versatilidad haciendo música distinta, propia y de otras personas. Y eso también ayuda a la escena. Se empiezan a mezclar las escenas y se generan cosas nuevas.

A veces me encuentro con gente que me pregunta cuándo me voy a ir a otro lado. ¿Y por qué me tengo que ir? Estoy pasando bien, estamos tocando mucho, tengo un ciclo todas las semanas, estoy haciendo mi nombre. ¿Por qué me tendría que ir? Generemos cosas para que la escena esté cada vez mejor. Está buenísimo irse a dar una vuelta y conocer otras cosas, pero si todos se van, es la historia eterna de que nunca se genere nada acá. Necesitamos que acá se siga sembrando y cosechando música. Es muy potente todo lo que pasa para los pocos que somos, es muy único. Tenemos una identidad muy marcada que está bueno cuidar.

Mateo Otonello y su banda (Nacho Correa en bajo, Nacho Labrada en teclados, Andoni Gajduk en guitarra, Coby Acosta en percusión, Juan Olivera en trompeta, Maxi Nathan en vibráfono) el jueves 31 a las 21.00 en la sala Hugo Balzo del Auditorio del Sodre. Entradas a $ 700 en Tickantel.