Llegamos a esta 80ª Mostra de Venezia hace 12 días, con la sensación o la expectativa de estar ante una alineación de autorías tan apabullante que parecía abarcar todos los territorios. El primero, el del cine norteamericano de Hollywood, siempre muy presente en Venecia desde que el director artístico del festival, Antonio Barbera, consolidó el Lido como plataforma de desembarco de esas producciones made in USA que terminan triunfando en los Oscar. Esta vez, sin embargo, se trataba de ciertas firmas de primera clase nunca, hasta ahora, accesibles en Venecia. Piensen en Michael Mann y en David Fincher, dos de los clásicos vivos de Hollywood que todavía no habían presentado obra en este festival. Pues aquí estaban ambos, además de Sofia Coppola y de Bradley Cooper, con sus respectivos biopics de Priscilla Presley y de Leonard Bernstein.

En el otro contrafuerte, el que se corresponde con los auteurs del prestigio ajeno a los grandes estudios norteamericanos, y con el cual Venecia suele sufrir bastante en la comparación con Cannes, la Mostra se presentaba también en plena escalada de nivel: Ryusuke Hamaguchi, Bertrand Bonello, Pablo Larraín, Michel Franco y Stéphane Brizé.

Además, estaba el griego Yorgos Lanthimos, a mitad de camino entre ambos espacios. Porque a su sello de creador europeo eminente unía en Poor things el de una producción de major con una estrella como Emma Stone, tal como había ocurrido en su film anterior, La favorita.

De todos modos, con el paso de los días hubo que ir rebajando ambiciones sobre las dimensiones de la grandeza coral de esta Mostra. Porque se fueron produciendo sucesivos pinchazos –especialmente sonoros y dolorosos los de Michael Mann con Ferrari, el de Sofia Coppola con Priscilla, el del francés Bonello y La bête–, mientras Fincher o el mexicano Franco tampoco se movieron en su mejor nivel.

Así las cosas, el jurado presidido por el franco-estadounidense Damien Chazelle –y del que también formaban parte Jane Campion, Mia Hansen-Love, Martin McDonagh, Santiago Mitre o Laura Poitras– se las veía con una labor riesgosa. Porque frente a las películas que sí se mostraron plenas de genio y fuerza creativas –que finalmente no eran tantas: las de Lanthimos, Larraín, Hamaguchi– debían lidiar con la presencia de dos títulos que apelaban al ánimo político de la gran tragedia humanitaria que recorre Europa, la de los migrantes que sufren o mueren para tratar de llegar a territorio Schengen: Green border –donde la polaca Agznieska Holland se nutre de la dantesca situación de los refugiados sirios o afganos vapuleados por la dictadura bielorrusa de Lukashenko y el régimen iliberal de Polonia– e Io capitano.

En esa película, el italiano Matteo Garrone narra a ritmo de atípica road movie la odisea de dos jovencitos de 16 años, desde Senegal a las costas italianas del Mediterráneo. Lo hace con cierto brío pero con un tono épico que no excede de lo razonable en sus logros. La recepción calurosa y concientizada, en el contexto de la Italia de Giorgia Meloni y su controvertida política (anti) migratoria, de las películas de Garrone y Holland –sobre todo la del primero, que era el único italiano de los seis con películas en competición con trazas de poder ganar– generaba mucha presión sobre el jurado.

La manera en la que lo resolvieron es una lección de inteligencia y de sensibilidad, pero, al mismo tiempo, una brillante jugada de ajedrez. Chazelle y sus cojurados lograron manejar tendencias aparentemente opuestas para finalmente premiar al cine esencial de esta 80ª Mostra.

Así, hay que entender la evidente concesión por exceso en el premio al italiano Garrone como mejor director, algo así como la entrega de un alfil. Y se percibe como una finísima jugada otorgar a Holland un muy secundario Premio del Jurado, por una película que lleva su sello y se erige como film urgente y denunciatorio. Y con ese punto de partida, al jurado ya sólo le quedaba hacerle los honores a las películas mayúsculas de la edición.

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El León de Oro para el griego Yorgos Lanthimos por Poor things y su febril desarrollo de una historia de liberación sexual femenina en la Inglaterra victoriana es la piedra angular del triunfo del gran cine en este festival. Porque es, quizás, la mejor de la competición en las formas en que el griego concibe esta liberación de una Emma Stone en desencadenamiento formidable. Hay mucho de riesgo en esta emancipación que parte nada menos que de las raíces del fantastique, con toques de humor irreverente: la protagonista tiene como punto de partida el de ser una novia de Frankenstein, una mujer que se suicidó y cuyo cerebro será el de su propio feto trasplantado por un excéntrico científico encarnado por Willem Dafoe. Y resulta deslumbrante la manera en que este personaje femenino se va rearmando, desde una edad mental cero que progresa muy adecuadamente hasta terminar por deshacerse de los hombres que la han manejado previamente como objeto científico o fetiche.

Nótese que, al conceder a la película de Lanthimos el León de Oro, el reglamento de la Mostra impedía premiar a Stone como mejor actriz, por lo que, en parte, este premio reconoce también esa destreza con la que Stone crece con el personaje.

El Gran Premio del Jurado a Ryusuke Hamaguchi y la delicadísima Evil does not exist es la confirmación de un jurado lúcido y sensible. Hamaguchi sorprendió hace un par de años con Drive my car, con la que ya debiera haberse consagrado entonces. Su nuevo film, sobre una pequeña comunidad rural amenazada por la instalación de una empresa de glamping (camping de lujo), destila una profunda humanidad sostenida por su belleza visual.

A 50 años del golpe en Chile

Había un tercer eslabón esencial, la otra película seminal de la competición. El conde, del chileno Pablo Larraín, es una obra de causticidad libérrima. Pinochet como vampiro inmortal que sobrevuela las noches de Santiago es una poderosísima metáfora visual de cómo el peso del dictador y su legado de sangre y corrupción sigue aún cargando las estructuras mentales y las desigualdades sociales del Chile presente, donde no es casual que el gobierno de izquierdas tenga que convivir con un legislativo dominado por una figura tan inaceptable como la de José Antonio Kast, defensor confeso del pinochetismo. Es enorme la fuerza inventiva de Larraín –y su acompañamiento estético, con fotografía en blanco y negro del gran Edward Lachman–, con esa corte de los milagros donde moran el tirano eterno y su esposa, Lucía Hiriart.

Frente a cierta frialdad de la crítica más desapegada del verdadero cine político, con el recuerdo de una dictadura sanguinaria, está claro que el jurado supo valorar los inmensos méritos de El conde. Y por eso es muy precisa esa concesión del premio a mejor guion para esta muy libre pero también rigurosa lluvia de ideas brillantísimas, con situaciones muchas veces surreales que conforman el dibujo de cómo la dictadura chilena apuntaló un fraude, un saqueo del país, todavía hoy no reparado. El premio a Larraín, tan relevante, es –además de logro artístico– una llamada de atención sobre el presente. Los vampiros nunca mueren del todo.

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Descartada a la fuerza Emma Stone como mejor actriz que dominó de lejos en la competición, pareció el jurado desentenderse un poco de cómo reparaba esa ausencia al otorgar la Copa Volpi a la norteamericana Cailee Spaeny (Priscilla), en su proceso desde niña-esposa maltratada por Elvis Presley a decidida mujer que manda parar y abre de par en par las celdas de Graceland para abandonarlas y no volver jamás.

Y otro tanto se puede decir del premio a Peter Sarsgaard como mejor actor por su no muy relevante representación de un hombre que sufre demencia en la muy fallida Memory del mexicano Michel Franco.

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